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Lo que nunca debía hacerse era utilizar ambas estrategias a la vez. Al jurado no podías decirle «Mi cliente no lo hizo. Y si lo hizo, fue en defensa propia. Y si no fue en defensa propia, es que estaba loco». Había un nombre para los abogados que hacían apuestas así.

Perdedores.

Jaywalker tenía confianza en que el caso de Samara se convirtiera en un «por qué ocurrió». Cuando, más tarde o más temprano, ella admitiera que había matado a Barry, hablarían del motivo. Su marido, sin duda, había hecho algo para provocarla. Tal vez la hubiera atormentado, o amenazado, o la había atacado con algo que ella había escondido después o se había llevado, en su deseo de ocultar su presencia en el apartamento. Fuera lo que fuera, tenía que haber una razón. Jaywalker estaba seguro de que Samara no era una asesina fría y calculadora. Aquella noche había ocurrido algo lo suficientemente grave como para que ella agarrara un cuchillo y se lo hundiera a su marido en el pecho. Conseguir que Samara admitiera la verdad podía ser un proceso lento y doloroso, pero sucedería.

Sólo que todavía no había sucedido. Así pues, Jaywalker tenía que proceder como si su clienta fuera inocente. Como si de verdad lo hubiera hecho otro tipo, u otra mujer. En resumen, era hora de investigar un poco.

Una de las cosas que diferenciaba a Jaywalker de sus colegas de profesión era que hacía mucha investigación propia. Había comenzado de una manera natural. Antes de aprobar el examen por el que se obtenía el título de abogado y conseguir su primer trabajo en Ayuda Legal, había pasado cuatro años trabajando como agente encubierto de la DEA, la Agencia Antidroga Americana. Allí le habían enseñado cómo colocar micrófonos en una habitación, cómo pinchar un teléfono, cómo abrir una cerradura, cómo obtener una huella dactilar, cómo seguir a un coche y cómo encontrar al titular de un número de teléfono que no aparecía en la guía. Había aprendido también a disparar, y de paso, a romper una nariz, aplastar una laringe y dar un rodillazo en los testículos con asombrosa eficacia, aunque aquellas habilidades se le habían atrofiado mucho con los años. Sobre todo, había aprendido cómo pasar inadvertido, cómo mezclarse en todos los ambientes. Cómo llevar la ropa, cómo caminar y hablar en las calles como si hubiera nacido allí. Así pues, cuando había pasado de ser aprendedor a ser defensor, cuando un caso necesitaba investigación de campo, y en opinión de Jaywalker, todos los casos necesitaban investigación, estaba encantado de encargarse la tarea a sí mismo.

Sin embargo, había ocasiones en las que no era posible. Una de las principales razones era que, en aquel caso, posiblemente Jaywalker el abogado tendría que llamar a declarar al estrado a Jaywalker el investigador. Woody Allen lo había intentado en Toma el dinero y corre, formulando preguntas desde el atril y corriendo al estrado de los testigos para responderlas. Sin embargo, el hecho de hacer trucos como aquél era lo que había causado a Jaywalker el problema con el comité disciplinario, y sabía que aquél era un momento especialmente inoportuno para recuperar sus payasadas. Decidió que la investigación que necesitaba hacer en el caso de Samara quizá se convirtiera después en objeto de testimonio en el juicio. Por lo tanto, debía llamar a otra persona.

Jaywalker solía confiar en una serie de investigadores independientes, de entre los cuales seleccionaba al más adecuado para cada ocasión. Si quería un investigador que hablara español, por ejemplo, avisaba a Esteban Morales. Si el caso había ocurrido en Harlem o BedStuy, llamaba a Leroy «Big Cat» Lyons. Si necesitaba a un experto en contabilidad, recurría a Morty Slutsky, contable diplomado. Si hacía falta un toque femenino, Maggie McGuire había pasado ocho años trabajando como orientadora en casos de violación.

Sin embargo, Jaywalker pasó por alto todos aquellos nombres y se concentró en el de Nicolo LeGrosso. LeGrosso, más conocido como Nicky Piernas, un detective retirado del Departamento de Policía de Nueva York, donde había pasado veinticinco años trabajando. Lo había dejado a los cincuenta.

– El trabajo ha cambiado -le había dicho más de una vez a Jaywalker-. Antes, nadie se metía con la autoridad. Quizá no les gustaras, pero te dejaban tranquilo. Hoy día, vas andando por la calle y son capaces de pegarte un tiro en el trasero mientras te dicen hola.

Incluso a los cincuenta y cinco, LeGrosso seguía teniendo aires de policía. Tenía el cabello gris y le había crecido la barriga, pero bajo la chaqueta de sport que llevaba incluso en verano, siempre llevaba la Smith & Wesson 38 especial para detectives. Nada de las nuevas Glocks semiautomáticas para Nicky Piernas. Si aquel revólver había sido lo suficientemente bueno para su hermano y para él, y para su padre antes de ellos, seguía siendo suficientemente bueno para él.

Precisamente era aquel aire de vieja escuela lo que Jaywalker necesitaba de LeGrosso. En aquel momento, el caso de Samara requería entrevistar a los testigos del edificio de Barry Tannenbaum, sobre todo a la anciana que vivía en el ático contiguo, y al portero que había visto entrar y salir del edificio a Samara la noche del asesinato. Los testigos se sentían molestos cuando debían repetir su historia una y otra vez, pero se molestaban menos si el entrevistador era una figura paterna y uno de los buenos. LeGrosso sabía cómo enseñar la placa al tiempo que decía detective privado subrayando la primera palabra de un modo que hacía que la gente tendiera a olvidar la segunda. De hecho, más tarde podían jurar que pensaban que habían estado hablando con un policía. Y, cuando lo llamaban para testificar en un juicio, no se podía distinguir la actitud de LeGrosso de la de un detective de verdad, cualidad que lo situaba al mismo nivel que los testigos del fiscal.

Sin embargo, aún había más. Todos sus años de trabajo le habían enseñado a LeGrosso cómo tratar tanto con los organismos gubernamentales como con las empresas privadas. Sabía abrirse camino por los engranajes de la burocracia más impenetrable.

Si Jaywalker tenía la teoría de que a Barry Tannenbaum lo había asesinado otra persona, no Samara, y por el momento ésa tenía que ser su teoría, debía conseguir una lista de sospechosos. Samara había dejado entrever, en su declaración a la policía, que Barry había hecho enemigos en su camino hacia la fortuna. Jaywalker quería saber quiénes eran esos enemigos y si alguna de esas enemistades había sobrevivido hasta el momento de la muerte de Barry, incluso si había tenido parte en ella.

¿Tenía la esperanza de resolver así el crimen? No. Seguía estando bastante seguro de que había sido Samara quien había matado a su marido, y también de que con el tiempo ella lo admitiría y le explicaría por qué.

Sin embargo, también cabía la posibilidad de que Samara fuera una de las pocas personas que se declararan inocentes hasta el final. Si ése era el caso, encontrar a los enemigos de Barry no iba a resolver el crimen, pero quizá fuera suficiente para arrojar dudas sobre la culpabilidad de Samara. Y, en un sistema que requería que el fiscal demostrara esa culpabilidad más allá de la duda razonable, eso podía significar que ganara el caso.

Marcó el número de Nicky Piernas.

Aquella misma noche recibió una llamada de Samara. Que Jaywalker supiera, él era el único abogado defensor del mundo que les daba a sus clientes el número de teléfono de su casa. Sin embargo, le parecía necesario hacerlo, puesto que no tenía teléfono móvil. Odiaba aquellos aparatos y había jurado que se iría a la tumba sin comprar uno. Por lo tanto, ¿qué se suponía que iban a hacer sus clientes cuando necesitaban ponerse en contacto con él desesperadamente y no estaba en la oficina? ¿Hablar con su contestador?