– Estás ahí -dijo ella.
– Estoy aquí -respondió Jaywalker, aunque aquello era obvio-. ¿Qué hora es? -preguntó. Se había quedado dormido en el sofá, sin duda ayudado por el vaso de Kalhúa que se había tomado.
– Las diez menos cinco -dijo ella-. Escucha, necesito verte. ¿Puedes hacer que me lleven mañana a otra visita?
– Te he visto hoy -le recordó él-. Durante tres horas. Además, es demasiado tarde. Tengo que avisarlos antes de las tres de la tarde.
– Mierda -musitó ella-. ¿Y pasado mañana?
– Claro.
Hablaron durante otro minuto más antes de que él oyera a un guarda diciéndole a Samara que colgara. Evidentemente, las diez en punto era la hora límite para el uso del teléfono.
Jaywalker se levantó del sofá, se estiró y tomó su cuaderno para anotar que debía solicitar una visita para Samara. Una vez hecho, se tomó el último trago de Kalhúa que le quedaba en el vaso. Era una preferencia absurda en cuanto a bebida alcohólica, y él lo sabía, pero no iba a disculparse. Después de que su esposa muriera, a Jaywalker le resultaba imposible conciliar el sueño, y pasaba las horas dando vueltas por la cama, colocando la manta, ahuecando la almohada y alargando el brazo para tocar el cuerpo caliente que ya nunca más iba a encontrar a su lado. Las pastillas que le recetaron lo dejaban atontado y somnoliento durante el día, y no podía trabajar. Nunca había sido bebedor, pero lo intentó por pura desesperación, y descubrió que con un vaso de whisky por las noches, era capaz de dormir dos horas seguidas. Lo malo era que el whisky le sabía como el aceite de hígado de bacalao. Lo intentó con el bourbon, con la ginebra y con el vodka. Lo intentó con el vino, la cerveza e incluso con la sidra. Sin embargo, todo aquello le sabía amargo y medicinal.
Finalmente, dado que era goloso, probó con las bebidas dulces: el brandy, el amaretto y el Grand Marnier. Le parecieron pasables, pero no mucho. Entonces, se encontró una vieja botella de Kalhúa, casi vacía, al fondo del armario. Su mujer la había comprado durante un viaje a México y la usaba en ocasiones especiales, en lugar del azúcar, para endulzarse el café. Jaywalker tomó un trago directamente de la botella, e hizo un gesto de desagrado. Era casi como beber sirope de arce. Sin embargo, uno o dos tragos después decidió que, una vez superada la dulzura inicial, en realidad le gustaba su sabor.
Gran error.
Craso error.
A pesar de todo, pensó que había cosas peores que ser un alcohólico nocturno. Ya no conducía, porque había vendido el coche y sólo usaba el metro y el autobús. Bebía a solas, en casa, para no ponerse en ridículo públicamente. Y si se estaba destruyendo el hígado poco a poco y macerándose el páncreas en azúcar, bueno, seguramente también había formas peores de morir. Uno podía amasar una gran fortuna, por ejemplo, para acabar con un cuchillo de cortar carne clavado en el corazón.
Apagó la luz y se tumbó en el sofá. La buena noticia era que no tendría que hacer la cama por la mañana.
10.
– Bueno, ¿qué ha pasado?
– No mucho -dijo Samara.
Dos días después, Jaywalker estaba sentado frente a ella en la sala de visitas. Samara tenía aspecto de cansada, incluso más de lo que debería después de haberse levantado a las cuatro de la mañana para viajar desde la prisión. Tenía el pelo greñudo y habían empezado a formársele unas profundas ojeras, y la piel se le había puesto casi fluorescente. Sin embargo, pese a todo aquello y pese a la rejilla de metal que los separaba, Jaywalker no podía quitarle los ojos de encima.
– Querías verme -le dijo-. Hiciste que pareciera algo importante.
– No puedo soportar estar allí -respondió ella-. Lo único que puedes hacer es estar sentada todo el rato, oyendo a las mujeres maldecir, gritar y pelearse. Desde que me despierto hasta que se apagan las luces, paso todo el tiempo intentando librarme de que me peguen, o me apuñalen, o algo peor.
No necesitaba preguntarle qué era lo peor.
– Así que preferiría que me sacaras todos los días de allí para venir aquí. Si no te importa.
Fue turno de Jaywalker para encogerse de hombros.
– No me importa -dijo él-, pero el viernes no trabajo.
Ella ladeó la cabeza, como si estuviera preguntándole por qué.
– Tengo una cita con un comité disciplinario de jueces. Parece que me quieren retirar la licencia para ejercer la abogacía durante un tiempo.
Samara abrió los ojos desorbitadamente, con pánico.
– Pero, ¿quién va a…?
– No te preocupes -le dijo él-. Estoy bastante seguro de que me permitirán terminar los casos pendientes.
– ¿Qué hiciste?
– Oh, muchas cosas.
– ¿Como cuáles?
Él sonrió.
– ¿Quieres que te cuente la mejor? -le preguntó él, sin saber con seguridad por qué iba a ir hasta allí, pero seguro de que iba a ir.
Ella asintió a través de la rejilla, y se inclinó hacia delante de forma conspirativa. Jaywalker supuso que si uno se pasaba el día escuchando maldiciones, gritos y peleas, e intentando que no le pegaran, lo apuñalaran o algo peor, un poco de cotilleo de abogado era un cambio bienvenido.
– Parece -dijo- que tienen un testigo que dice que me hicieron… eh… una felación en el rellano de las escaleras del quinto piso.
– ¡Ja! -explotó ella, con una gran alegría.
Era la primera vez que la oía reírse de aquella manera, o que la había visto sonreír de verdad. Apenas le importaba que el regocijo de Samara fuera a su costa; valía la pena.
– ¿Y es cierto?
– Bueno, eso depende de lo que entiendas por cierto…
Hablaron durante un poco más de una hora, lo suficiente para que ella perdiera el autobús de la una. Hablaron de muchas cosas, incluyendo el significado de «cierto», de su esposa muerta, y de su esposo recientemente fallecido. Sin embargo, ni una sola vez estuvo ella cerca de admitir que lo había matado. Tampoco él la presionó sobre el asunto. Jaywalker sabía que, algunas veces, aquellas cosas necesitaban tiempo.
Antes de que él se marchara, Samara hizo que le prometiera que pediría que la llevaran al edificio al día siguiente, y todos los días de la semana.
– Y buena suerte el viernes -añadió-. Semental.
Él volvió silbando a la oficina aquella tarde, y aquella noche, fue silbando durante todo el camino a casa, aunque afortunadamente, el silbido fue ahogado por el rugido del tren número 3.
«Semental».
– ¿Cuándo podrás sacarme de aquí? -le preguntó Samara la tarde siguiente-. No sé si podré sobrevivir durante los tres próximos días allí metida.
– Sobrevivirás -afirmó él. Para ser un hombre inteligente, era capaz de decir unas cosas muy tontas-. Hasta dentro de otras dos semanas no podré solicitar que te concedan la libertad bajo fianza, y… -dejó que su voz se acallara con la esperanza de que a ella se le escapara el «y».
– ¿Y qué?
Parecía que no se le había escapado.
Jaywalker le explicó que, una vez que fueran al Tribunal Supremo, tendrían tres oportunidades para hacer la solicitud, y que era esencial que eligieran la más adecuada. Estaría el juez de la comparecencia, el juez que llevaría el juicio y, si él pensaba que no era probable que ninguno de aquellos dos jueces les concediera la petición, como último recurso estaban los jueces de apelación. Sin embargo, no tuvo agallas para explicarle que tenía muy pocas posibilidades de que ocurriera, llamaran a la puerta que llamaran.
Así que ella se lo preguntó.
– Es una posibilidad remota -respondió él.
Era lo máximo que estaba dispuesto a decirle. Samara tenía un aspecto muy frágil. Su pelo estaba mejor, pero sus ojeras eran más oscuras y profundas que el día anterior, y tenía la piel más pálida y fluorescente.
– Necesito que me prometas una cosa -dijo ella. Incluso a través de la rejilla, Jaywalker se dio cuenta de que lo estaba mirando fijamente.