«Cualquier cosa», quiso decirle. Sin embargo, se quedó mirándola también, esperando la petición imposible que iba a hacer.
– Necesito que me saques de aquí -dijo Samara en tono firme-. No me importa cómo. Por mi parte, haré lo que sea necesario, y lo haré bien. Tendré un infarto, o un derrame. Tendré un ataque epiléptico. No me importa lo que sea, lo haré. ¿Entiendes lo que estoy diciendo?
– Sí, pero…
– Nada de peros. Prométeme que lo pensarás y darás con un buen plan -dijo ella. Su voz no se elevó al final de la frase. No era una pregunta, sino una exigencia.
Mientras él recordaba sus palabras, se daba cuenta de que lo que le había pedido, técnicamente, sólo era que pensara en ello y que elaborara un plan. Eso sí podía prometérselo, así que lo había hecho. Y, con cualquier otro cliente, la cosa habría terminado allí, y él lo habría olvidado.
Sin embargo, Samara Tannenbaum no era cualquier otra clienta, y durante las semanas siguientes, Jaywalker se obsesionó con lo que ella había dicho, y con cómo lo había dicho. Al afirmar que haría cualquier cosa que fuera necesaria, había anunciado que él podía contar con ella. Además, había demostrado que tenía una habilidad misteriosa para encontrar y presionar el botón adecuado. Rogarle a un viudo solitario que se acercaba a los cincuenta que hiciera lo posible para cumplir su mitad del trato era algo genial por su parte. ¿Podía ser consciente Samara de la magnitud del efecto que tenía en él? ¿Comprendía ya, como estaba empezando a comprender él, hasta dónde llegaría por complacerla?
Jaywalker sospechaba que sí.
Al darse cuenta, tuvo un escalofrío. Y, por primera vez, pudo imaginarse a Samara levantando el cuchillo apretado en su pequeño puño, y clavándolo entre las costillas de su marido.
Llegó el viernes, y con él, la comparecencia de Jaywalker ante los jueces del comité disciplinario, la suspensión de tres años y su ruego de que le permitieran encargarse de los casos que tenía pendientes. Al final de la siguiente semana tenía diez casos en su agenda.
Incluyendo, por supuesto, el que llevaba el número de acusación 1876/05 y el título de El Pueblo de Nueva York contra Samara Tannenbaum.
Aunque la suspensión se cernía en el horizonte y Jaywalker estaba trabajando mucho para complacer a los tres jueces librándose de sus casos tan rápido como fuera posible, se las arreglaba para pasar una hora al día encerrado con Samara en la sala de visitas del piso duodécimo, y para acordarse, todas las tardes, de pedir una visita para el día siguiente.
Samara le preguntaba diariamente si se le había ocurrido alguna idea para sacarla de la cárcel, y diariamente confirmaba su disposición a hacer cualquier cosa que se requiriera de ella. Por su parte, Jaywalker pasaba todas las noches intentando dar con una fórmula que pudiera convencer a algún juez para fijar una fianza. Y, al final de la semana, se habían formado en su mente las semillas de un plan, aunque era algo prácticamente sin forma, y muy descabellado.
Mientras, el caso de Samara continuaba ascendiendo.
El lunes, Nicolo LeGrosso llamó a Jaywalker para decirle que había conseguido entrevistarse con la vecina de Barry Tannenbaum y con el portero del edificio. Ambos habían repetido lo que les habían dicho a los detectives. La vecina estaba segura de que había oído discutir a Barry y a su mujer, y que después de que su mujer se fuera, no había oído ninguna otra voz. Y aunque el portero ya no tenía el registro de visitas para mostrárselo a LeGrosso, porque se lo había llevado la policía, estaba completamente seguro de que la única invitada del señor Tannenbaum había sido su esposa.
Nicky también le informó de que había tratado de identificar y entrevistar al taxista que había llevado a Samara a su casa la noche del asesinato. Sin embargo, la Asociación de Taxis y Limusinas no había encontrado al conductor. O Samara había mentido al decir que había tomado un taxi y había vuelto directamente a su casa, o el taxista la había llevado sin levantar el taxímetro y se había quedado con el dinero de la carrera. Aparte de la palabra de Samara, no había forma de saberlo con seguridad.
El miércoles, Tom Burke le telefoneó.
– Me debes diez dólares -le dijo.
– ¿Por qué? -preguntó Jaywalker. Había olvidado cuál era la apuesta, pero estaba seguro, por el tono petulante de Burke, de que Samara iba a ser la gran perdedora.
– ¿Te acuerdas del cuchillo -dijo Burke- que encontraron detrás de la cisterna?
– Sí.
– Los análisis preliminares de ADN han demostrado que la sangre que había en la hoja es de Barry. Lo mismo con respecto a la toalla y la blusa.
– ¿Ya tienes el informe?
– Todavía no -respondió Burke-, pero me han llamado esta mañana, y pensé que te gustaría saberlo.
– Gracias -le dijo Jaywalker-. Me has alegrado el día.
– Vamos, no me digas que estás sorprendido.
– No, no estoy sorprendido.
– ¿Y, Jay?
– ¿Sí?
– Siento lo de la suspensión.
– Gracias, Tom. Estaré bien.
– ¿Van a permitirte terminar con tus casos?
– Eso parece. Al menos, con algunos.
– ¿Jay?
– ¿Sí?
– Quédate con éste, si puedes. Dios sabe que ella va a necesitarte.
Burke lo llamó de nuevo al día siguiente.
– Todavía no tengo el informe del laboratorio -dijo-, pero me han llamado otra vez para decirme que han cuantificado las probabilidades de que la sangre del cuchillo sea de otra persona y no de Barry.
– Estoy impaciente por oírlo -dijo Jaywalker.
– ¿Listo?
– Claro. Suéltalo.
– La probabilidad de que no sea la sangre de Barry es de una entre doce mil seiscientos cincuenta y dos millones ciento ochenta y nueve mil cuatrocientas doce.
Aunque Burke había leído la cifra lo suficientemente despacio como para que Jaywalker pudiera apuntarla, al oír la primera parte ya no se había molestado.
No había tanta gente en el planeta.
El viernes, Jaywalker ya sabía que podría conservar algunos de sus casos, y que el de Samara estaría entre ellos. Le dio la noticia a través de la rejilla de metal de la sala de visitas del piso duodécimo.
– Es estupendo -dijo ella-. ¿Se te ha ocurrido un plan para sacarme?
– Antes deja que te haga una pregunta.
– Está bien.
– ¿Te acuerdas de las cosas que la policía dice que encontró detrás de la cisterna del baño de tu casa?
Jaywalker fue muy cuidadoso a la hora de incluir las palabras «que la policía dice». Si las hubiera omitido, le habría dicho a Samara que estaba dispuesto a admitir que la versión de los detectives era cierta.
– Sí -respondió ella-. El cuchillo, la blusa y…
– La toalla.
– Exacto. ¿Qué pasa con eso?
– Me dijiste que no sabías nada de todo ello, ¿no?
– Sí.
– ¿Estás completamente segura?
– Sí. ¿Por qué?
– Han encontrado sangre de Barry en las tres cosas.
Momento de encogerse de hombros.
– ¿Quién pudo poner todo eso allí?
– No lo sé. ¿El que mató a Barry, que quería que pareciera que lo había hecho yo?
– Desde el momento en que llegaste a casa después de salir del apartamento de Barry, hasta el momento en que la policía apareció en tu puerta y te arrestó, ¿hubo alguien más en tu casa, aparte de ti? Piénsalo bien.
Pareció que Samara pensaba durante un momento. Lo que Jaywalker no podía saber de ninguna manera era si estaba intentando recordar lo que había ocurrido tres semanas antes. ¿O quizá, de repente, se había dado cuenta de la trampa en la que se había metido? En parte, él esperaba que se derrumbara en aquel mismo instante y confesara. Sin embargo, conociendo a Samara, sabía que no iba a suceder.