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Los mentirosos se aferraban normalmente a sus mentiras, por muy absurdas que fueran. Años antes, después de que él informara a un cliente de que habían encontrado sus huellas en un pagaré que se había dejado en el banco después de atracarlo, el hombre había mirado a Jaywalker a los ojos y le había dicho: «Eh, ¿y yo qué sé? Alguien debe de estar usando mis huellas dactilares».

– No -dijo Samara-. No hubo nadie más en mi casa.

– Entonces, ¿cómo pudieron llegar esas cosas hasta allí?

– No tengo ni idea -dijo Samara-. Debieron de ponerlas los policías.

«Alguien debe de estar usando mis huellas dactilares».

– Bueno, ¿se te ha ocurrido algún plan? -preguntó ella.

– Más o menos -dijo Jaywalker, asombrado por el hecho de que ella pudiera recuperarse lo suficientemente rápido como para cambiar de tema sin pestañear.

Samara se inclinó hacia delante.

– Ahora no -dijo Jaywalker, mirando a su alrededor-. Aquí no.

Aunque sus palabras y su mirada querían transmitirle que había demasiados ojos y oídos a su alrededor, la verdad era que, de repente, el plan le parecía estúpido y poco factible. Además, la actitud displicente de Samara frente a la noticia de que existía aquella prueba verdaderamente condenatoria lo había disgustado profundamente. Si ella no estaba dispuesta a decirle la verdad, ¿cómo iba él a convertirse en conspirador y a sacarla de la cárcel bajo fianza con un engaño?

– ¿Cuándo? -le preguntó ella.

– El lunes -respondió él-. Hablaremos después de tu comparecencia.

Ella se echó hacia atrás en la silla y se cruzó de brazos con un mohín, aunque pequeño. Sólo quedaban tres días para el lunes, después de todo, e incluso en el mundo en que habitaba Samara Tannenbaum, donde no había pasado ni futuro y todo era peligro inminente y satisfacción inmediata, tres días eran algo que ella podía asumir.

11.

¿Ha dicho fianza?

– Samara Tannenbaum -leyó el secretario-, ha sido acusada de asesinato y de otros crímenes. ¿Cómo se declara, culpable o no culpable?

– No culpable -dijo Samara.

Aquél era el momento en el que, normalmente, Jaywalker solicitaría la libertad bajo fianza de su defendido. Sin embargo, estaban de nuevo ante Carolyn Berman. Ella era quien había bloqueado la cuenta bancaria de Samara y después había modificado su decisión para que pudiera costearse la representación legal con la tarifa de setenta y cinco dólares la hora. Además, era una mujer, y Jaywalker sabía por experiencia que las juezas eran más severas con las acusadas que los jueces. Era una regla que tenía más fuerza cuando la acusada no sólo era una mujer, sino una mujer joven y guapa con grandes privilegios.

Así que Jaywalker no dijo nada.

Le gustaba no decir nada, otra característica que lo diferenciaba de los demás abogados que él conocía. Y le gustaba no decir nada, especialmente, en un momento como aquél, cuando había periodistas de todos los medios entre el público que se había congregado tras ellos. Después, en el exterior de la sala, cuando lo siguieran, lo enfocaran con las luces y le pusieran los micrófonos ante la cara, seguiría sin decir nada. «Sin comentarios».

– Sala 51 -dijo el secretario-. Juez Sobel.

Por fin habían tenido buena suerte. Matthew Sobel era una persona bondadosa, un juez que llevaba la toga modestamente y que trataba a los abogados y a los acusados con respeto. Con él podía tenerse un juicio justo e incluso terminar con una sentencia razonable si se perdía. Además, era abierto en el asunto de la libertad bajo fianza. Y era un hombre.

– El juez Sobel quiere que elija un martes -dijo la juez Berman.

– ¿Qué tal mañana? -preguntó Jaywalker.

– Demasiado pronto.

De nuevo, aquel problema de que el expediente tuviera que ir de una sala a otra, en aquel caso desde el piso undécimo al piso decimotercero.

– ¿Y dentro de una semana?

– Bien -dijo la juez-. Siguiente caso.

Después de la comparecencia, Jaywalker se encontró con Samara. En aquella ocasión, sin embargo, incluso pudieron disfrutar de algo de privacidad en la habitación adjunta a la sala del tribunal. Como Samara era la única mujer que había acudido al juzgado aquella mañana, tenía toda la sala para sí, y ambos hablaron a través de los barrotes, lo suficientemente cerca como para tocarse, de lo cual fue muy consciente Jaywalker.

Después de conocer las condiciones de su suspensión, el fin de semana lo había rejuvenecido, de algún modo. También le había dado ocasión de superar su irritación por la indiferencia de Samara ante el hecho de que hubiera sangre de Barry en los objetos que habían encontrado en su casa. Él se inclinó hacia delante, contra los barrotes, y le habló en voz baja. Ella, que medía casi treinta centímetros menos que él, lo había escuchado con suma atención, con la cara inclinada hacia arriba, mirándolo a los ojos, repitiendo en silencio sus palabras como si quisiera aprenderlas de memoria.

Hablaron de aquel modo durante veinte minutos, hasta que un oficial los interrumpió para explicarles que tenía que llevar a Samara al piso de arriba para que pudieran utilizar aquella sala para un acusado con problemas mentales, alguien que tenía que estar separado de la población y mantenido en observación.

Mientras bajaba en el ascensor, y al salir a la calle, al sol del mediodía, lo único en lo que podía pensar Jaywalker era en Lynne Stewart, una abogada que había salido en las noticias porque la habían grabado mientras hablaba y la habían enviado a una prisión federal por las cosas que le había dicho a su cliente durante una visita en la cárcel.

«¿Qué estoy haciendo?», se preguntó.

A propósito de alguien con problemas mentales.

Pasó una semana. Jaywalker resolvió el primer caso de la lista y, obedientemente, dio cuenta de ello al comité disciplinario. El frío que empezaba a hacer por las mañanas le obligó a cambiar los trajes de verano por trajes más abrigados, y las noches de octubre llegaban más y más pronto a cada día que pasaba. En casa, Jaywalker se dio cuenta de que cada vez llenaba más la copa de Kalhúa y de que cada vez se la bebía más rápidamente.

Tom Burke le envió por correo electrónico una copia del informe de las pruebas de ADN, que confirmaban que la sangre del cuchillo, de la blusa y de la toalla era la de Barry Tannenbaum.

Las autoridades siguieron transportando a Samara desde Rikers Island todas las mañanas, y llevándosela de nuevo todas las tardes. Jaywalker la veía diariamente en la sala de visitas del piso duodécimo. Hablaban poco del caso y menos todavía de sus posibilidades de conseguir la libertad bajo fianza durante su próxima comparecencia. Sin embargo, él se daba cuenta de que ella estaba haciendo los deberes y cumpliendo su parte del trato. Las ojeras se habían hecho negras y profundas; tenía el pelo sucio, mortecino. Los labios se le habían secado y agrietado, y el inferior se le había encogido visiblemente y casi había adquirido un tamaño normal.

En resumen, estaba marchitándose, consumiéndose ante sus ojos, como si fuera una refugiada del tercer mundo, de una hambruna o una plaga.

– Perfecto -le dijo Jaywalker.

El martes siguiente hicieron su primera aparición ante el juez Sobel. Apenas había periodistas en la sala en aquella ocasión. La estrategia de Jaywalker de mantener comparecencias tan breves como fuera posible y el hecho de no decir nada que los reporteros pudieran citar en sus artículos había tenido el efecto deseado. Y, al retrasar la sesión hasta última hora de la tarde, retando a los que habían acudido temprano a que esperaran durante todo el día, había conseguido reducir su número todavía más.

– ¿Está bien su clienta?

Aquéllas fueron, literalmente, las primeras palabras que salieron de la boca del juez cuando vio aparecer a Samara en la sala, custodiada por dos guardias.