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Había otra razón por la que Jaywalker tenía la esperanza de que Samara le confesara la verdad. Ellos dos se habían convertido en cómplices. Cada uno de ellos había tenido un papel en el plan para obtener la libertad bajo fianza con un engaño. Como era típico de sus trucos, Jaywalker no había violado la ley, exactamente, pero se había acercado mucho al límite. Nada de lo que le había dicho al juez Sobel era mentira literalmente. Samara se había convertido de verdad en un objetivo de las otras internas de Rikers Island. La habían provocado, la habían insultado, escupido, empujado y abofeteado. Incluso el asunto de que había sufrido un abuso sexual era cierto, aunque se había tratado de un manoseo en uno de los corredores de la prisión. Además, Samara había llamado a los de la comisión penitenciaria. Sin embargo, lo había hecho sólo porque Jaywalker le había indicado que lo hiciera, sabiendo perfectamente que la aparición de la comisión de investigación tendría repercusiones negativas para ella.

Por su parte, Samara había acentuado su declive físico sin dormir y sin comer. Sus visitas diarias al juzgado le impedían tomar alguna de las dos duchas que tenía permitidas a la semana; aunque hacía una concesión con el desodorante, la falta de champú le había pasado factura a su pelo. En cuanto al ojo morado, el corte de la frente y la venda de la mano, Jaywalker no sabía nada ni quería saberlo, pero la rapidez con la que Samara se estaba recuperando de las heridas le sugería que habían sido exageradas e infligidas por sí misma.

Así que estaban juntos en eso, el abogado a punto de ser suspendido y su clienta perversa y asesina. Y Jaywalker albergaba esperanzas de que, igual que había honestidad entre los ladrones, también habría franqueza entre los conspiradores.

Hizo el primer intento en su oficina, cinco días después de salir de los juzgados acompañado de Samara. Ella estaba medio sentada, medio reclinada en el sofá de segunda mano de su despacho, y él se había sentado al otro extremo de la habitación, tras su escritorio. No era a Samara a quien temía en aquel momento; no se fiaba de sí mismo.

– Escucha, Samara -dijo.

– Estoy escuchando.

– Necesito que hables conmigo.

– Érase una vez…

– Basta -dijo él-. Sé que estás contenta de haber salido de la cárcel, y me alegro por ti. Pero esto es grave. Quiero decir que necesito que hables conmigo acerca del caso.

– ¿Y qué pasa con el caso?

– Bueno, para empezar, eras la única que estabas en casa de Barry aquella noche. Vosotros dos tuvisteis una discusión, lo suficientemente ruidosa como para que os oyeran a través de la pared de un edificio levantado antes de la guerra. Después de que te marcharas, el apartamento quedó silencioso. Al día siguiente encuentran el cuerpo sin vida de Barry, con una herida mortal en el corazón. Después encuentran un cuchillo, una blusa y una toalla en tu casa, manchados con la sangre de Barry. Nadie, salvo tú, ha estado allí desde su muerte. Cuando te interrogó la policía, mentiste diciendo que no habías estado en casa de tu marido, y mentiste diciendo que no habíais discutido.

– Tiene mala pinta, ¿eh?

– Sí, tiene mala pinta. Puedes contarme la verdad.

Samara se irguió lentamente en el sofá, y durante un momento, Jaywalker se preparó para oír cómo entonaba el mea culpa.

– ¿Sabes qué? -le preguntó Samara.

– ¿Qué?

– Vete a la mierda, eso -dijo ella. Después lo repitió, se puso en pie, tomó su chaqueta y añadió-: ¿Puedo usar tu teléfono? Tengo que decirles que me voy a casa.

– Siéntate, Samara.

La firmeza de su propia voz tomó a Jaywalker por sorpresa. Aparentemente, también impresionó a Samara; no llegó a sentarse, pero lo miró, al menos.

– No me importa la mala pinta que tengan las cosas -dijo con ira-. Tú no puedes saber que yo maté a Barry. No puedes saberlo porque no lo hice, así que vete a la mierda por hacer que parezca que lo hice. No tienes derecho.

– Lo siento -dijo él-, pero no sólo tengo derecho, sino que tengo la obligación. Es mi trabajo. Para eso me estás pagando. Mira, Samara, quizá no te guste mirar las pruebas y darte cuenta de lo sólidas que son, pero más tarde o más temprano, eso es exactamente lo que tendrá que hacer un jurado. Así que tenemos que elegir: o escondemos la cabeza en la tierra y hacemos caso omiso del problema, o podemos hablar de lo que van a ver los miembros del jurado cuando miren. Además de lo cual, si no mataste a Barry, y tienes razón, yo no puedo saber si lo hiciste o no, sólo examinando las pruebas podremos dar con la manera de ganar esto.

Aquello fue de ayuda. Al menos, ella se sentó.

Sin embargo, hay victorias y hay victorias. Aunque hablaron durante una hora más, Samara no estuvo cerca de admitir que había matado a su marido ni una sola vez. Evidentemente, era una de aquellas personas para las cuales lo más difícil era dejar de negar lo evidente.

En la calle estaba empezando a oscurecer, y Jaywalker decidió que era hora de terminar con la reunión. Samara llamó al departamento penitenciario para decirles que iba a casa, bastante antes de su toque de queda, que era a las ocho de la tarde. Jaywalker compartió un taxi con ella hacia la zona norte de la ciudad. El vehículo se detuvo justo frente a casa de Samara. Cuando ella se bajó del taxi, se volvió hacia él y le preguntó:

– ¿Quieres entrar?

– Yo, eh, no creo que eso sea… eh… lo mejor… ¿Me entiendes?

Sonriendo ante su azoramiento, Samara cerró la puerta y se alejó. Él la observó hasta que ella entró en su edificio y le dio su dirección al taxista. El hombre, que parecía de Oriente Medio y que, según la placa del taxi se llamaba Ali Bey Ali, respondió con un murmullo. Aunque Jaywalker no lo entendió, se imaginó que debía de haber repetido algo de su dirección, así que le dijo: «Sí, a Nueva York».

Se dio cuenta veinte manzanas más adelante.

El hombre le había dicho «Será tonto».

Con Samara negándose a admitir la verdad, Jaywalker supo que aquel caso iba a ser muy largo, y eso significaba que tenía que preparar peticiones escritas. Hacía mucho tiempo que había diseñado una plantilla en el ordenador para ese propósito, y al día siguiente la abrió en su monitor. Sus peticiones, al contrario que las de muchos de sus colegas de profesión, eran concisas, rara vez contenían citas de jurisprudencia y, en vez de usar un lenguaje lleno de florituras legales, estaban redactadas con frases breves, enérgicas. Él había intentando predicar aquel estilo entre aquéllos que estuvieran dispuestos a escucharlo, pero había conseguido pocos conversos. Parecía que, cuantas más páginas tuviera el documento, más horas podía facturar su creador sintiéndose justificado. Al final, otros abogados conseguían más dinero, mientras que Jaywalker conseguía mejores resultados.

Tal y como requería la ley, Jaywalker hizo una petición para que se desestimara la acusación hacia Samara. Sin embargo, sabiendo que le sería denegada, no perdió mucho el tiempo con ella, al igual que en lo referente a las averiguaciones. Tom Burke ya le había dado a la defensa mucho más de lo que se exigía siguiendo el calendario de la ley, y Jaywalker sabía que iba a continuar haciéndolo. Cuando llegó al tema del rechazo de las pruebas, sin embargo, Jaywalker se detuvo. Aquello sí era importante, y él lo sabía.