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Tanto la constitución de los Estados Unidos como la del Estado de Nueva York prohíben, entre otras cosas, llevar a cabo registros irracionales y obligar a una persona a testificar contra sí misma. Durante muchos años, si un oficial de policía violaba cualquiera de las dos disposiciones, por ejemplo, registrando la vivienda de un individuo sin motivo o golpeando a un sospechoso para obtener su confesión, el oficial podía ser acusado, sancionado administrativamente e incluso demandado por daños y perjuicios. Sin embargo, esas cosas ocurrían tan a menudo como los avistamientos marcianos.

A principios de los años cincuenta, el Tribunal Supremo (el de verdad, no el de los pisos superiores de 100 Centre Street), por fin asumió que, si querían que esos preceptos se cumplieran en la práctica, los jueces tendrían que dar con una fórmula efectiva para prevenir el mal comportamiento policial. Y lo que implementaron fue la regla de exclusión de pruebas ilícitas.

La regla, sorprendentemente, consiste en aquello que indica su nombre. Para acabar con las palizas y los registros irracionales, las pruebas que se obtengan por esos medios serán excluidas del juicio, o suprimidas. En una serie de casos de referencia, entre ellos Mapp contra Ohio (registro e incautación) y Miranda contra Arizona (confesiones), el tribunal de Warren le proporcionó más dientes a la regla de exclusión definiendo los términos «irracional» e «involuntario» con amplitud. Más recientemente, la corte de Rehnquist intentó sacarle esos dientes a la ley, con desigual resultado.

Los escritos de petición son el medio por el cual los abogados defensores intentan conseguir la celebración de una vista probatoria, en la que declaran testigos, para decidir si alguna cosa debe ser excluida. Si esa cosa resulta ser una prueba física, el abogado debe examinar los hechos para demostrar tres cosas. Primero, debe demostrar la ilicitud: que en efecto se llevó a cabo un registro irracional y que, como consecuencia, se obtuvieron las pruebas. Segundo, que hubo una actuación estatal, que fue algún cuerpo de las fuerzas de seguridad del estado, o federal, o estatal o municipal, quien llevó a cabo el registro irracional. Tercero, que el acusado está en la posición requerida para quejarse de la ilegalidad, al ser la persona damnificada por la violación de su intimidad.

El cuchillo, la blusa y la toalla encajaban bien en aquel esquema. Se había producido un registro, y si la declaración que acompañaba a la orden de registro contenía una causa poco probable para creer que Samara había cometido un delito, entonces la incautación de esas pruebas era ilegal. Los detectives pertenecían al Departamento de Policía de Nueva York, así que cumplían el requisito de la acción estatal. Y Samara era, ciertamente, la persona damnificada por la posible ilegalidad, puesto que era su casa la que había sido registrada.

Los requisitos eran parecidos, pero también ligeramente distintos, en lo referente a las confesiones o admisiones, que son confesiones parciales, de los acusados. En ese caso, el quid de la cuestión es saber si la declaración fue voluntaria o no, no si el registro fue irracional. Primero, debe haber una declaración; los acusados que no hacen una declaración no llegan a ningún sitio aduciendo que no les leyeron sus derechos Miranda. Segundo, también tiene que haber una acción estatal; la declaración debe haberse hecho en respuesta a un interrogatorio del personal de los cuerpos de seguridad. Una frase espontánea, por lo tanto, no cumple el requisito, como tampoco lo cumple una confesión hecha a una persona privada. Tercero, el interrogatorio debe haber tenido lugar en un entorno de privación de libertad, en un momento en el que el acusado estaba detenido, o al menos, con la impresión de que no era libre de marcharse. Finalmente, debe haber existido negligencia por parte del interrogador a la hora de informar al individuo de su derecho a no responder, y a la hora de conseguir de él una renuncia consciente e inteligente de ese derecho.

Las declaraciones exculpatorias falsas de Samara, en las que primero decía que no había estado en el apartamento de Barry aquella noche, y después que su marido y ella no habían discutido, podían considerarse admisiones. Samara hizo aquellas admisiones ante dos detectives, que eran personal de un cuerpo de seguridad del estado de Nueva York. Y aquellos detectives no le leyeron los derechos Miranda, ni tampoco se preocuparon de obtener una renuncia por su parte. Cuando ella pidió un abogado, ya no tenía sentido que lo hicieran, porque el interrogatorio terminó en ese momento. No obstante, Jaywalker sabía que el escollo sería el asunto de la privación de libertad. Los detectives habían tenido buen cuidado de interrogar a Samara antes de detenerla. Él tendría que argumentar que la presencia de los policías en casa de Samara, junto a su actitud autoritaria, hizo que Samara creyera, con toda lógica, que no podía marcharse ni echarlos de su casa.

Sería una batalla ardua, como mínimo.

Cuando terminó, Jaywalker había escrito una petición de diez páginas, más larga que en la mayoría de sus casos. Aquel hecho no le complacía, pero se recordó que era un caso de asesinato. Y se consoló pensando que había visto a abogados que llevaban sus peticiones a la secretaría del tribunal en carritos de la compra.

Aquella tarde, Jaywalker recibió una llamada de Nicolo LeGrosso.

– ¿Cómo te va? -le preguntó LeGrosso.

– Bien -respondió Jaywalker-. ¿Qué tienes para mí?

– Tengo los registros que solicitaste de las llamadas telefónicas de tu novia.

– No es mi novia.

– Sí, claro. He visto su fotografía. Te doy un mes antes de que estés en la cama con ella.

Jaywalker pensó en protestar, pero dejó pasar el comentario. Sabía que no se podía ganar una discusión con Nicky. Además, había adoptado la política de no apostar jamás contra sí mismo.

– ¿Hay algo interesante en esos registros?

– No. Un par de llamadas aquella noche, pero ninguna a Barry.

– ¿Y cómo va lo de averiguar si Barry tenía algún enemigo? -le preguntó Jaywalker-. ¿Ha habido suerte por ahí?

– Claro -dijo Nicky-. Tenía muchos, en realidad. Dame un par de días y tendré un informe de cada cual para ti.

– Bien.

Quizá resultara que uno de ellos tenía un buen motivo para matar a Barry. Y aunque Jaywalker no pudiera demostrar que algún enemigo del millonario había podido entrar en el apartamento aquella noche para hacerlo, al menos sería un comienzo. Porque, hasta aquel momento, todo continuaba apuntando hacia Samara con una coherencia implacable. Tenía que ocurrir algo, y tenía que ocurrir ya.

Y ocurrió.

Pero cuando ocurrió, no era nada parecido a lo que esperaba Jaywalker.

Tom Burke le telefoneó y anunció que Jaywalker le debía veinte dólares.

– ¿Cómo? -preguntó Jaywalker. Se le había olvidado que tenía una apuesta de doble o nada con él.

– Tengo el móvil -dijo Burke.

Jaywalker, que estaba de pie cuando respondió la llamada, se desplomó sobre su silla.

– A ver qué te parece esto -prosiguió Burke, con una alegría casi irreprimible-. Un mes antes del asesinato, treinta y tres días para ser precisos, si acaso quieres ponerte técnico, tu defendida le hizo un seguro de vida a su marido. Le costó veintisiete mil dólares. ¿Quieres saber el valor de la póliza?

– Un trillón de dólares -respondió Jaywalker. Siempre mencionaba una cifra ridícula en aquellas conversaciones. De ese modo, podía fingir que no le había afectado oír la cantidad real.

– Casi -dijo Burke-. Veinticinco millones de dólares.

– Mierda -dijo Jaywalker, verdaderamente afectado.

13.

La rendición

Mirando atrás, Jaywalker siempre consideraría aquella llamada de teléfono en la que Tom Burke le había dado la noticia de la póliza de seguros como el momento en que había decidido darlo todo por perdido con Samara Tannenbaum.