Pensó que Samara debía de ser completamente idiota. Una idiota muy guapa, claro, pero idiota de todos modos. De lo contrario, ¿por qué lo había llamado a medianoche para enseñarle otra prueba en contra de sí misma? ¿De dónde sacaba aquella insaciable necesidad de castigarse? ¿Acaso su culpabilidad por lo que había hecho era tan grande que la impulsaba a hacer todo lo posible por pasar el resto de su vida encerrada en prisión? ¿De verdad deseaba tanto ir a la cárcel?
Ella odiaba la cárcel. Le había rogado, literalmente, que la sacara de allí, y le había ofrecido prácticamente todo a cambio. Había hecho que él requiriera visitas todos los días para poder ir a Nueva York desde la cárcel, pese a no poder dormir más de tres horas. Había pasado sin ducharse, se había matado de hambre, se había cortado, se había arrancado mechones de pelo y se había amoratado un ojo. No parecía, realmente, que quisiera volver.
Entonces, ¿cuál era el motivo de aquella extraña necesidad de incriminarse a la menor oportunidad? ¿Por qué le había enseñado el Seconal, en vez de tirarlo?
Simplemente, no había respuesta.
Jaywalker se tomó las últimas gotas del licor, se quitó los zapatos, apagó la luz y se tumbó en el sofá. Eran las dos de la mañana, y estaba agotado. Recordó que, cuando era pequeño y no podía dormirse, su madre le había dicho que era porque estaba demasiado cansado como para conciliar el sueño. Por supuesto, él no lo había entendido. Años después, cuando el concepto había cobrado sentido para él, se lo había contado a su mujer, y se había convertido en una broma privada para ellos. Cuando estaban acostados y él quería hacer el amor con ella, en vez de decírselo, le decía que estaba demasiado cansado como para dormirse. Ella se reía y rodaba hacia él, y hacían el amor. Y después, casi siempre, él se quedaba dormido.
¿Dónde estaba ella cuando la necesitaba?
Había algo que lo inquietaba, aunque no daba con ello. Intentó imaginarse a su mujer, pero sólo pudo verla en la cama del hospital, consumiéndose. Intentó recordar años anteriores, intentó verla de joven, pero sólo veía a Samara.
– ¿Por qué? -se preguntó, y el sonido de su voz lo sobresaltó en la oscuridad.
De repente, tenía la sensación de que la habitación estaba llena de agua, negra e impenetrable, y de que él flotaba en la superficie. ¿Por qué habría hecho lo que había hecho aquella noche? Tenía que haber una respuesta. Pero, si la había, estaba tan profundamente enterrada que él no llegaba a comprenderla. Era como si aquella respuesta estuviera bajo el agua, al fondo del océano.
Se despertó más tarde y se sentó de golpe en el sofá, tosiendo y atragantándose. Aquello le sucedía siempre que se quedaba dormido boca arriba, en vez de hacerlo de lado. La saliva se le acumulaba al fondo de la garganta e intentaba deslizarse por su laringe.
El reloj marcaba las cuatro y veinte. Había tenido una pesadilla con el agua, con algo que borboteaba violentamente desde el fondo del mar.
El hecho de que Samara le mostrara el frasco de Seconal lo había desconcertado por completo. La existencia de aquel frasco no hacía más que vincularla más con el asesinato de su marido. Las pastillas que faltaban, y las que habían sido reducidas a polvo, no eran más que otra prueba contra ella, y Samara tenía que saberlo. Sin embargo, por mucho que detestara la idea de tener que volver a la cárcel, lo había despertado a medianoche para enseñarle un objeto que probablemente la enviaría allí de vuelta. Se mirara por donde se mirara, no tenía sentido.
A menos que…
A menos que ella fuera inocente de veras.
A menos que alguien estuviera intentando incriminarla realmente.
16.
A la mañana siguiente, todo aquello seguía sin tener sentido para Jaywalker.
Para empezar, ¿cómo era posible que la policía encontrara las cosas que estaban escondidas detrás de la cisterna y no encontrara el frasco de Seconal que había en el armario de las especias? Bien, a él mismo se le había pasado por alto incluso después de que Samara se lo señalara, ¿no? Pero él tenía muchas excusas. Estaba cansado y tenía mucho frío. Además, había perdido la práctica. Cuando trabajaba para la Agencia Antidroga Americana, nunca se le habría escapado. Aparte de la nevera y el congelador, el armario de las especias era uno de los primeros lugares donde solía buscar. Los traficantes siempre escondían cosas allí, metían la marihuana en el frasco del orégano, o escondían la heroína o la cocaína en la lata de la harina. Sin embargo, nunca en el azucarero; habían ocurrido muchos accidentes muy caros, e incluso mortales, de ese modo.
No obstante, los policías que habían registrado la casa de Samara también tenían excusa. Ellos no estaban buscando estupefacientes. La información sobre la presencia del barbitúrico en la sangre de Barry se había conocido semanas después, al realizarse la autopsia y los análisis de toxicología. La policía estaba buscando un cuchillo, y un cuchillo no se escondía en el armario de las especias. Se escondía en… bueno, se escondía detrás de la cisterna del baño de arriba, por ejemplo. Era un sitio inteligente, pero no tanto como para engañar a la policía durante un registro minucioso.
Así que, en parte, tenía sentido.
Lo único que no tenía sentido era por qué Samara había estado tan ansiosa por enseñarle lo que, según ella, acababa de encontrar, y por qué ella pensaba que eso era la demostración de que alguien le había tendido una trampa. Jaywalker no estaba dispuesto a tragarse eso. Sin embargo, el incidente le había afectado. Hasta la noche anterior, había conseguido olvidar el caso de Samara. Lo había ignorado, lo había bloqueado en un lugar de su mente, había fingido que ya no existía. ¿Por qué? Porque estaba demasiado preocupado por perder aquel juicio.
Era una vergüenza por su parte.
Pese a que Samara fuera culpable, tenía derecho a que él hiciera todos los esfuerzos posibles por su caso. ¿No era eso, exactamente, lo que él había predicado durante toda su carrera, el discurso pomposo que le había soltado a todo aquél que le preguntaba cómo podía defender a gente cuya culpabilidad conocía de sobra? Su trabajo era batallar por ellos, decía; era su solemne deber, tanto como cuando sabía que el acusado era inocente. Eso era lo que le distinguía de entre todos los demás abogados, de los tipos que sólo estaban en aquello por el dinero. Si un abogado no lo daba todo porque pensaba, o incluso sabía, que su cliente había cometido el crimen, era un inútil.
Samara se merecía algo mejor.
Samara se merecía a un guerrero.
Ya era hora de que Jaywalker dejara de enfurruñarse en su casa. Tenía que sacar la armadura, quitarle el polvo y ponérsela. Tenía la fecha de un juicio por asesinato. Quizá su clienta fuera culpable y hubiera pruebas sólidas contra ella, pero ésas no eran excusas válidas, y aquél no era momento para abandonarla.
Tomó el teléfono y llamó a LeGrosso; respondió el contestador.
– Nicky -dijo, después de identificarse-, quiero que te pongas a trabajar en los enemigos de Barry Tannenbaum. Concéntrate en todos los que pudieran tener acceso al apartamento de Barry, y relaciónalos con los que pudieran tener acceso también a casa de Samara. Sé que es descabellado, pero es lo único que tenemos por el momento.
Después llamó a Samara y le dijo que iba hacia su casa.
– ¿Qué hora es? -le preguntó ella, medio dormida.
Jaywalker se rió y colgó.
Ella lo recibió en la puerta, vestida únicamente, que él supiera, con un albornoz corto y el brazalete en el tobillo. Sin embargo, se dio cuenta de que le había dado tiempo a ducharse, a lavarse el pelo y a maquillarse. Claramente, los días de privación de Samara en la cárcel habían quedado atrás, al menos por el momento.
Jaywalker le tendió la manta que ella le había prestado la noche anterior, la que él se había llevado a su casa como un idiota.