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– No tenías que haber venido expresamente para dármela -le dijo ella.

– No lo he hecho. He venido porque tengo que hablar más contigo.

Ella le cedió el paso, y él la siguió por las escaleras hasta una habitación en la que no había estado antes. Samara se acercó a una de las dos butacas enfrentadas que había en la estancia y le indicó que se acomodara en la otra. Cuando ella se sentó y dobló las rodillas para meter las piernas debajo del cuerpo, el albornoz se le abrió, y Jaywalker apartó la mirada, consiguiendo que ella sonriera otra vez a causa de su azoramiento.

– Lo siento -dijo él.

– ¿Por mirar? ¿O por no mirar?

– Por ninguna de las dos cosas -respondió Jaywalker-. Por lo de anoche.

– Fui yo la que te despertó, ¿no?

– Sí -dijo él-, y en ese sentido estamos empatados. Pero sigo debiéndote una disculpa.

Ella arqueó una ceja, lo cual era un considerable talento en opinión de Jaywalker. De niño, él había pasado una hora frente a un espejo, una tarde, intentando sin éxito aprender a hacerlo. Finalmente, había pensado que era una cosa propia de las chicas.

– ¿Por qué? -preguntó Samara.

– Por no tomarme tu caso en serio.

Ella se quedó pensativa durante un momento, y después dijo:

– Está bien, acepto tu disculpa.

– ¿Tiraste el Seconal?

– Por supuesto que no -dijo ella-. Yo soy la que sé que no lo puso ahí, ¿no te acuerdas?

Él sonrió. Tenía que admitir que era muy buena. También era una delicia mirarla, sobre todo en albornoz. Jaywalker se puso en pie, porque si esperaba mucho más no podría hacerlo.

– Escucha -le dijo-, quiero echar un vistazo por la casa, para ver si hay algo que se les pasara por alto a los policías.

Comenzaron por el piso de arriba y bajaron hasta el sótano. El registro duró casi una hora, y aunque no encontraron nada tan trascendental como el Seconal, sí dieron con un par de cosas interesantes: una copia del acuerdo prenupcial de Samara y Barry, por ejemplo, en virtud del cual ella se quedaría sin un céntimo si se divorciaba de él. También un cajón lleno de la lencería más escasa y sexy que él hubiera visto en su vida.

– Tangas -le explicó Samara, estirando la cintura de uno de ellos. Era tan delgado que podría haber pasado por un hilo dental. Ella sonrió con picardía cuando él apartó la vista.

Había un congelador dedicado solamente a kilos y kilos de helado. La mayoría de los botes tenían nombres de sabores de diseño, como Momento Kiwi Mango. Y en uno de los cajones de la cocina había media docena de cuchillos de cocina de acero inoxidable, con puntas afiladas y bordes de sierra. Del expediente, que había llevado consigo, Jaywalker sacó una fotografía del arma homicida y resultó ser idéntica a aquellos cuchillos.

Después sacó una segunda fotografía, en la que aparecía la blusa manchada de sangre.

– ¿Cuál es la historia de esto? -le preguntó a Samara.

– Es mía -dijo ella.

– ¿La llevabas puesta durante la última noche que estuviste con Barry?

Samara se encogió de hombros.

– ¿Quién se acuerda?

– Bueno, si no la hubieras llevado puesta, ¿dónde habría estado?

– Supongo que en mi tocador, o colgada en mi armario.

– ¿Y esto? -Jaywalker le mostró la tercera y última foto, en la que aparecía la toalla manchada de sangre.

– Parece una de las mías.

Él le permitió que lo convenciera para quedarse a desayunar, o a tomar el aperitivo, por la hora que era. Ella tomó Vainilla Francesa con Raíz de Jengibre con sirope de chocolate. Él no sabía dónde ponía las calorías. Jaywalker se decidió por el Chocolate Belga Doble, con un toque de Sorbete de Chutney de Mango. Comieron directamente de los botes, compartiendo «oohs» y «aahs» a cada cucharada que tomaban. Fue divertido. Era la primera vez que Jaywalker recordaba haberse divertido en… bueno, en mucho tiempo.

Jaywalker pasó las dos semanas siguientes poniéndose al día febrilmente. Leyó, releyó y volvió a leer hasta el último papel del expediente, que en aquel momento ya constaba de tres cajas grandes llenas de documentación. Dibujó mapas y confeccionó tablas, pidió ampliaciones de las fotografías y las montó en cartón rígido. Lo organizó todo en apartados, e hizo copias extra de los documentos que estaban relacionados con más de un testigo, de modo que durante el juicio no tuviera que revolver para encontrar algo que necesitara mostrar o señalar.

Tomó notas e hizo perfiles de interrogación para los testigos. Preparó preguntas para el proceso de selección de los miembros del jurado. Trabajó en la declaración inicial y en la recapitulación. Se preparó para la vista previa al juicio.

Llamó a Nicky Piernas para que redoblara sus esfuerzos en la investigación sobre los enemigos de Barry Tannenbaum. Sin embargo, aunque entre los dos pudieron dar con un puñado de ellos que odiaban a Barry lo suficiente como para quererlo muerto, incluyendo a dos o tres que quizá tuvieran acceso a las llaves del apartamento de la víctima, ninguno de los dos tenía acceso a casa de Samara, y ninguno de los dos parecía capaz de haber transformado sus fantasías en realidad.

Llevó un par de trajes y unas cuantas camisas al tinte. Limpió dos pares de zapatos y les sacó brillo, y además los coordinó con dos cinturones a juego. Incluso seleccionó tres o cuatro corbatas, lo suficiente como para poder vestirse adecuadamente durante un juicio de dos o tres semanas.

Pasó mucho tiempo con Samara. Estaba convencido de que era primordial que ella saliera al estrado y negara su responsabilidad en la muerte de Barry, así que comenzó a prepararla para el interrogatorio. La sentaba en una silla de respaldo recto en el despacho, no en su casa, donde ella se encontraría más cómoda, y la acribillaba a preguntas en su mejor imitación de Tom Burke, inquiriéndola sobre su paradero la noche de autos, sus mentiras iniciales a la policía, sus aventuras extramaritales y su firma en la póliza de seguros.

Y ella lo hacía bien, si bien podía definirse como ser capaz de responder las preguntas de tal manera que se hacía el menor daño posible a sí misma. Sin embargo, bien no iba a ser suficiente para conseguirlo, y Jaywalker lo sabía. Las pruebas en contra eran tan contundentes que, pese a lo que ella dijera, y a lo bien que lo dijera, haría falta un milagro para ganar el juicio.

Sin embargo, ése era su trabajo. Se esperaba que los abogados defensores hicieran milagros, nada más y nada menos. Y Jaywalker había hecho tantos durante los últimos años que había empezado a preguntarse si no sería capaz de caminar sobre el agua. Todos aquéllos que habían intentado hacerlo habían terminado, antes o después, empapados.

Otra de las razones por las que pasaba tiempo con Samara era que había empezado a tenerle simpatía de verdad. Ella nunca ocultaba los altibajos de su pasado, nunca negaba que se había casado por dinero, nunca se disculpó por haber engañado a su marido. Y había algo muy real, algo honesto, en su manera de responder las preguntas, sin repetir primero la pregunta dándose tiempo para calcular las consecuencias de su respuesta. Era como si no tuviera ningún plan, como si no tuviera interés en ocultar los hechos ni en censurar sus emociones. Y, pese a los esfuerzos constantes de Jaywalker por «limpiarle la boca», Samara continuaba siendo tan rápida con su mal lenguaje como con sus carcajadas. No parecía que tuviera malicia. Para Jaywalker, aquella transparencia podía ser un tanto a favor o una desventaja, dependiendo de cómo se mirara. Los miembros del jurado podrían enamorarse fácilmente de Samara, tal y como parecía que le estaba ocurriendo a él, en cierto sentido, o podrían odiarla fácilmente al interpretar su indiferencia y su poca disposición a pedir disculpas como arrogancia.

Por otra parte, ella nunca vaciló a la hora de declararse inocente, ni bajo el interrogatorio de Jaywalker, ni ante las pruebas, ni siquiera cuando él le mintió un día, diciéndole que Tom Burke estaba dispuesto a dejar que la condena fuera sólo de cuatro años si se declaraba culpable de homicidio sin premeditación, ni siquiera cuando él le propuso que se sometiera al detector de mentiras. De hecho, ella aceptó rápidamente la sugerencia, y fue Jaywalker quien tuvo que vetar la idea. Había aprendido mucho tiempo antes que los exámenes del polígrafo no servían para nada. Su único valor radicaba en averiguar quién estaba dispuesto a someterse a uno, o quién se mostraba reticente; aquél era un examen que Samara había aprobado con nota. Por lo demás, los resultados de aquellos exámenes no tenían valor científico y no eran admisibles en un juicio.