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Algunas veces, aquellas negativas de Samara conseguían que estuviera a punto de creerla. Sin embargo, entonces sólo tenía que concentrarse en las pruebas y en dos preguntas para las que no tenía respuesta: si Samara no había matado a Barry, ¿quién lo había hecho? ¿Y cómo se las habían arreglado para dejar las cosas de tal manera que todo apuntaba a ella?

Cuando volvieron al juzgado, la segunda semana de diciembre, el juez Sobel fijó por fin la fecha del juicio: el 15 de enero. Así pues, a falta de un mes para su celebración, Jaywalker se dedicó en cuerpo y alma a trabajar. Se reunió una docena de veces con Nicky Piernas, y entre los dos entrevistaron a varias de las personas que figuraban en la lista de enemigos de Barry Tannenbaum. El presidente de la junta de vecinos, un SEAL de la Armada retirado, admitió que tenía enemistad con Barry, pero se rió ante la sugerencia de que lo hubiera asesinado. El encargado de mantenimiento se quedó asombrado.

– ¿Yo? ¿Matar a Tannenbaum? Yo no soy un asesino. Yo cambio bombillas, limpio las ventanas, arreglo las cerraduras, friego los hornos. Yo no maté a Tannenbaum.

Sin embargo, los dos individuos que más interés tenían para Jaywalker eran el contable de Barry y su antiguo abogado, pero ambos se negaron a ser entrevistados.

– Si quiere que testifique -le dijo el abogado-, envíeme una citación. De lo contrario, no me moleste.

El contable le dijo más o menos lo mismo, aunque con más amabilidad.

– Lo que tenga que decir preferiría decirlo ante un tribunal.

Jaywalker sospechó que quizá ellos dos hubieran hablado del tema, y se preguntó si Burke iba a llamarlos al estrado de los testigos.

Aumentó el número de sesiones de preparación con Samara y pulió todas las asperezas. Sin embargo, llegó el momento en que fue mejor dejarlo. Él no quería que pareciera que había ensayado y memorizado todas sus frases. A finales del mes de diciembre, ella era lo suficientemente buena en los interrogatorios como para poder terminar con las sesiones. Para él fue duro, pero sabía que Samara sería una buena testigo. El problema nunca había sido ella. Desde el principio, el problema siempre habían sido los hechos.

Dos días antes de Nochevieja, cuando los demás neoyorquinos estaban intercambiando regalos y preparándose para la fiesta, Jaywalker convenció a Tom Burke para que lo llevara a visitar el apartamento de Barry Tannenbaum. Jaywalker se quedó sorprendido al comprobar que la cinta amarilla y negra que indicaba que aquello era el escenario de un crimen todavía estaba en su sitio. Sin embargo, Tannenbaum vivía solo, y en el último piso, y era evidente que la presencia de aquella cinta no molestaba a nadie lo suficiente como para haberla retirado. El detective que los acompañaba levantó la cinta por encima de sus cabezas, rompió el sello, abrió la puerta y les cedió el paso.

A Jaywalker le pareció un piso moderno para ser de un millonario. Tenía una sala de estar pequeña, un salón, un despacho, biblioteca, cocina, despensa, tres dormitorios y cuatro baños. Y Samara tenía razón en cuanto a la cocina: no había horno ni fuegos a la vista, sólo un pequeño microondas sobre la encimera.

Jaywalker se acercó a la ventana. Como todas las demás, daba al norte, y desde ella se divisaba todo Central Park. Hacia el este y el oeste sólo se veían los tejados de los demás edificios, que tenían menos altura. Quien hubiera matado a Barry no tenía que preocuparse de que lo vieran haciéndolo.

Sobre el suelo de baldosas estaba el contorno del cuerpo de Tannenbaum, y en medio de la figura había una gran mancha casi negra. La gente pensaba que la sangre es roja, pero una vez que se secaba, la sangre se hacía negra. Él lo había descubierto de un modo muy duro. Había sido después de la operación de su mujer, después de la quimioterapia y la radiación, después de la última de las transfusiones que le hicieron para ganar tiempo. Él la había sacado del hospital, contra el consejo de los médicos, y se la había llevado a morir a casa. Todas las mañanas había coágulos negros sobre su almohada, unos pocos menos que el día anterior. Todos los días, él cambiaba la funda de la almohada por una limpia. Después de una semana, las manchas comenzaron a ser cada vez más pequeñas, y él se atrevió a esperar un milagro, una última remisión. Sin embargo, la verdad era que a ella se le había acabado la sangre.

– Aquí es donde sucedió -dijo el detective.

Era evidente, pero hacía mucho tiempo que Jaywalker había aprendido a no fiarse de lo evidente.

– ¿Cómo lo sabe?

– No había más sangre -dijo el detective.

– A menos que el asesino la limpiara.

– ¿Ha intentado alguna vez limpiar sangre de una baldosa como ésta?

– No -dijo Jaywalker-. ¿Y así era como estaba?

– Sí. El primer oficial que llegó a la escena del crimen la aseguró. Ni siquiera hemos dejado que entrara la asistenta, ni los agentes inmobiliarios a echarle un vistazo. Tuvimos que decirles que no podían entrar hasta que se dictara la condena.

– Suponiendo que haya condena.

El detective se rió amablemente, para que Jaywalker supiera que había entendido la broma. Sin embargo, cuando se marcharon, unos minutos más tarde, estaba muy serio de nuevo. Cerró el apartamento con llave y puso una cinta nueva en la puerta.

Jaywalker celebró la Nochevieja solo en casa, después de rechazar una invitación de Samara para que fuera a su casa. Había algunas cosas que no cambiaban; todavía era un tonto. Sin embargo, el profesional que había en él sabía que, por mucho que lo deseara, uno no se acostaba con su defendida. Al menos, no lo hacía hasta que el caso hubiera terminado. Para entonces, claro, sería demasiado tarde. La última vez que lo había indagado, no permitían visitas conyugales en Rikers Island.

Aquella vez llegó despierto hasta la medianoche, y se tomó lo poco que quedaba de la botella de Kalhúa. Sabía que no podría beber una gota de alcohol una vez que el juicio empezara. Y, en lo referente al sueño, bueno, tampoco tendría mucho tiempo para eso.

17.

Que entren los candidatos

– El Pueblo de Nueva York contra Samara Tannenbaum -leyó el secretario de la sala.

Una vez más, se sentaron en su sitio, en la mesa de la defensa, ante el tribunal.

– ¿Está lista la fiscalía? -preguntó el juez Sobel.

– Sí -respondió Tom Burke.

– ¿La acusada?

– Sí -dijo Jaywalker.

– Que entren los candidatos.

Jaywalker lo había hecho cien veces, doscientas. Conocía el caso por dentro, por fuera, por delante y por detrás. Podría haber pronunciado la declaración de apertura en aquel mismo momento. Demonios, podría haber pronunciado la de clausura. Estaba más preparado de lo que nunca hubiera estado un abogado para un juicio. Y, sin embargo, nada de eso le libraba de sentir mariposas. Estaban agitando las alas, revoloteando salvajemente entre su estómago y su garganta. Pronto se tranquilizarían. Siempre se calmaban, como se calmaban los nervios de un campeón cuando daba el primer puñetazo. Sin embargo, por el momento Jaywalker sólo podía sentir el cosquilleo de las mariposas.