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Apenas había tenido nervios el día anterior, durante la vista probatoria. Por supuesto, en aquella vista no estaban presentes los candidatos a miembros del jurado, y no había durado más que una hora. Burke había llamado a un solo testigo, uno de los detectives que había ido a casa de Samara el día siguiente al asesinato. El detective explicó cómo habían procedido y dejó claro que Samara no había estado bajo custodia en ningún momento de la entrevista. Habían dejado de interrogarla en cuanto había pedido un abogado, y la habían arrestado. Después habían conseguido una orden de registro, durante el cual habían encontrado el arma homicida y las demás pruebas.

Jaywalker había acudido a aquella vista sabiendo que no tenía ninguna posibilidad de que se eliminara ninguna prueba, pero había querido que se celebrara de todos modos para usarla como método de investigación. Jaywalker le había hecho al detective una docena de preguntas y había averiguado un par de cosas que quería usar en el juicio; además, lo había evaluado como testigo.

Como era de esperar, el juez Sobel había rechazado la eliminación de las pruebas. Samara no había hecho sus declaraciones bajo custodia, dijo, y por lo tanto no era necesario leerle los derechos. Como sus declaraciones habían sido hechas voluntariamente, tampoco habían afectado a la legalidad de la orden de registro.

Después habían celebrado una vista Sandoval, nombre poco apropiado, porque no se trataba de una vista ya que no se llamaba a ningún testigo, sino más bien de una discusión legal. Burke quería poder utilizar la condena que le había sido impuesta a Samara por conducir ebria seis años antes, si acaso ella iba a subir al estrado durante el juicio, con la teoría de que eso afectaría adversamente a su credibilidad ante los miembros del jurado.

Jaywalker se opuso. La condena se había impuesto por conducción en estado de ebriedad, lo cual sólo era una infracción de tráfico. Al contrario que una condena por perjurio, fraude o hurto, tenía poco que ver con la credibilidad, y no serviría para nada más que para causar prejuicios contra Samara en el jurado.

El juez estuvo de acuerdo con él. Prohibió a Burke preguntar a Samara por aquella condena a menos que Samara testificara que nunca había sido arrestada ni condenada por nada. En cuanto al arresto por intentar practicar la prostitución en Las Vegas, o cualquiera que hubiera sido el cargo, Burke no lo conocía, o se había dado cuenta de que era demasiado antiguo como para usarlo. Fuera cual fuera la razón por la que no lo había mencionado el fiscal, Jaywalker tampoco iba a hacerlo.

– ¿Algo más? -preguntó el juez.

No había nada más.

– ¡Que entren los candidatos!

Entonces, pasaron a la sala ciento veinte posibles miembros del jurado. Miraron al juez, a los abogados, a los funcionarios del juzgado, a la bandera norteamericana y a la inscripción que había en la pared: Confiamos en Dios. Sin embargo, la mayoría de ellos miraron a Samara Tannenbaum. Se quedaron mirándola atontados, para ser más exactos. Con la selección del jurado tan cercana, había resucitado el interés de la prensa por el caso, y todos los candidatos sabían quién era la acusada y cuál era el crimen que se iba a juzgar.

Jaywalker, que estaba sentado junto a ella, hizo lo que pudo por proyectar una actitud de calma y seguridad. En aquel momento, mientras los posibles miembros del jurado se sentaban en las filas de bancos de la sección del público, él estaba hablando con su cliente, con una mano sobre su hombro, como un padre podría estar hablando con su hija. «Miradme», les estaba diciendo a los candidatos. «Mirad cómo confío en mi clienta. Estoy sentado a su lado, hablándole, tocándola, en contacto con ella. No hay nada de lo que asustarse, ningún motivo por el que temerla». Sin embargo, Jaywalker sabía que iba a hacer falta mucho más que hablar con Samara y tocarla para lograr su absolución.

De hecho, la selección del jurado era un gran problema para él. Cuando empezaba un juicio, Jaywalker tenía casi siempre la idea preconcebida de qué clase de miembros del jurado quería para su caso. Sin embargo, a la hora de elegir a la gente, uno se veía obligado a seguir sus corazonadas y a fiarse de los estereotipos.

Los fiscales buscaban casi siempre a individuos de la clase dirigente, hombres de negocios blancos bien afeitados, republicanos, vestidos de traje y con maletines de cuero. Jaywalker buscaba entre las minorías étnicas, gente dedicada a la enseñanza, al trabajo social y a las humanidades, gente que no llevaba corbata, lo suficientemente joven como para ser idealista, o lo suficientemente vieja como para haber aprendido a perdonar. Los desempleados estaban bien, los militares mal. Era mejor evitar a los irlandeses, alemanes e italianos, más severos con el crimen, mientras que los negros y los judíos tenían más empatía con los desvalidos. Las víctimas de un delito eran desaconsejables, mientras que aquéllos que habían sido acusados de un delito eran recomendables. Y así seguía el juego de las adivinanzas.

El caso de Samara era complicado. Los medios de comunicación la habían retratado, injustamente, como una niña caprichosa, una cazafortunas y una adúltera desvergonzada. Era blanca y rica. Había sido acusada de apuñalar a su marido, así que no suscitaba muchas simpatías. Incluso su aspecto iba en su contra. Era probable que las mujeres de todas las edades, formas y colores le tuvieran envidia por su belleza y su esbeltez. Los hombres, aunque se quedaran embobados al verla, no podrían perdonarla, porque se identificarían con el marido.

Todo ello dejaba muy poco margen de maniobra para elegir el jurado ideal. A menos, claro, que Jaywalker se encontrara con doce cazadoras de fortuna guapas y menudas que hubieran tenido la ocasión de matar a sus maridos, o en la vida real, o en sus fantasías.

Mientras el secretario les tomaba juramento a los candidatos, Jaywalker miró por la sala para ver cuáles de ellos preferían prometer que recitar un juramento que terminaba con las palabras «Así pues ayúdame, señor». Estaba buscando a cualquiera que no fuera conservador.

Todos ellos prestaron juramento.

El funcionario hizo girar un tambor de madera, como los que se usaban en el bingo, y sacó un papel.

– Asiento número uno -dijo-, Ronald Macauley.

Un hombre se levantó al fondo de la sala y se acercó a la tribuna del jurado. Era blanco, de unos cincuenta años, con traje y corbata oscuros y un maletín. «No», pensó Jaywalker. En la tabla que tenía ante sí, escribió: Señor Macauley No. El secretario repitió el procedimiento hasta que la tribuna estuvo llena. Había doce candidatos en los asientos del jurado y otros seis en los asientos de los suplentes. Jaywalker tomó notas acerca de cada uno de ellos. Para cuando los dieciocho estuvieron sentados, tenía dos síes, cinco signos de interrogación y once noes.

Tal y como se había temido, aquél iba a ser un día muy largo.

El juez Sobel se dirigió a los candidatos y les presentó a las partes, a Burke, a Jaywalker y a Samara. Acto seguido describió el caso, leyó la acusación e hizo algunos comentarios generales. Después preguntó si había algún candidato que pensara que no estaba cualificado para servir en aquel caso. La respuesta fue un mar de manos alzadas. Uno por uno, los candidatos se acercaron al estrado para explicar por qué no podían realizar el servicio.

«No sería capaz de juzgar a otro ser humano».

«La miro y sé que es culpable».

«Soy indispensable en el trabajo».

«Tengo billetes de avión hacia Aruba para este viernes».

«Tengo un gato al que no puedo dejar solo todo el día».

«Tengo una vejiga anormalmente pequeña».

«No hablo inglés».

Uno por uno, el juez los fue excusando. Después, preguntó a los dieciocho que estaban sentados por sus ocupaciones, su lugar de nacimiento y el estatus de su familia, y si habían sido víctimas de un delito o acusados de haber cometido uno. Cada vez que alguno respondía algo importante para Jaywalker, tomaba nota junto a su nombre, y de vez en cuando incluso cambiaba su impresión general de un individuo en particular. Un par de signos de interrogación se convirtieron en noes, y varios noes se hicieron más firmes. Sin embargo, al final seguía teniendo tan sólo dos síes.