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Un día muy largo, verdaderamente.

Tom Burke se levantó, y durante la media hora siguiente hizo preguntas, algunas en general, otras para un candidato en particular. Era un abogado serio, pero agradable. Les preguntó a los candidatos a qué organizaciones pertenecían, o a cuáles donaban dinero, a qué revistas estaban suscritos o cuáles leían con frecuencia, y cuáles eran sus programas de televisión favoritos. Les pidió que aseguraran que no se dejarían influir por la belleza de la acusada, ni por el hecho de que fuera una mujer. Les pidió que prometieran que, si él demostraba su culpabilidad dentro de la legalidad, ellos emitirían un veredicto de culpabilidad.

Lo prometieron.

El turno de Jaywalker no llegó hasta después de comer. Había pasado el tiempo de descanso repasando sus anotaciones y sus preguntas, pero no hubiera sido necesario. En realidad, él sabía lo que iba a preguntar desde hacía semanas, meses. Su forma de abordar la selección de un jurado era muy diferente a la de otros colegas suyos. Por muy interesado que estuviera en el tipo de revistas que leía un posible miembro del jurado, nunca lo preguntaba. Tenía dos motivos para no hacerlo.

En primer lugar, aunque era reconfortante saber que un candidato leía The New Yorker en vez de Armas y Munición, el precio de conocer aquella información era que el fiscal también la conocía, y podría usarla para rechazar al candidato sin tener que fundamentar la causa, sabiendo, por sus hábitos de lectura, que era una persona liberal. Así pues, al final aquel dato no tenía ningún valor.

En segundo lugar, Jaywalker no tenía tiempo para esas tonterías. Samara Tannenbaum iba a ser procesada por un asesinato. Los dieciséis candidatos a los que Jaywalker estaba a punto de entrevistar habían entrado a la sala imaginándose que era culpable. Dos de ellos habían sido lo suficientemente honrados como para admitirlo, o lo suficientemente listos como para saber que al decirlo podrían volverse a casa. Jaywalker tenía, exactamente, media hora para cambiar esa percepción de la gente y convertir el juicio en un partido de tenis. Eso significaba que tenía menos de dos minutos por candidato, y él no iba a perder un segundo en preguntarles por sus revistas.

Tampoco les pediría que prometieran que iban a ser justos. Si un candidato era una persona justa, no necesitaba prometerlo. Y si un candidato no iba a ser justo, lógicamente no podía confiarse en sus promesas. De nuevo, Jaywalker no iba a perder el tiempo con esa tontería.

– Me llamo Jaywalker -les dijo, cuando llegó su turno de ponerse en pie y hablar con ellos-, y represento a la acusada, Samara Tannenbaum.

Se puso tras ella y posó las manos en sus hombros, por si acaso alguno de ellos se lo había perdido aquella mañana.

La filosofía de Jaywalker en cuanto a la elección del jurado, además de radical, era muy sencilla. Comenzaba con la premisa de que, como era el último de tres en plantear preguntas, ya que el magistrado había sido el primero y el fiscal el segundo, ya sabía lo suficiente de ellos como para tener una idea bien fundada de si los quería en la tribuna o no. Eso, junto al hecho de que cualquier cosa extra que pudiera averiguar ayudaría a su adversario tanto como a él, significaba que casi nunca hacía preguntas para conseguir más información. Lo que se proponía era condicionar a los candidatos. Lavarles el cerebro.

Para empezar, con la excusa de hacerles preguntas para obtener más información sobre ellos, Jaywalker les revelaba las pruebas más apabullantes que había contra su clienta. Después, sólo para evitar una protesta, les preguntaba si, después de oír aquello podían ser justos e imparciales. Para continuar, de nuevo en forma de pregunta, les metía en la cabeza las palabras mágicas en las que iban a basar, al final, la absolución de la acusada: que la fiscalía, y sólo la fiscalía, soportaba la carga de prueba, una carga que no sólo exigía que el fiscal demostrara que la acusada era culpable, sino que exigía que lo demostrara más allá de toda duda razonable. Jaywalker repetía aquellas palabras una y otra vez, hasta que los candidatos las supieran de memoria y las interiorizaran.

Después, Jaywalker combinaba estos dos métodos en uno.

Señor Jaywalker: Señora Heywood, las pruebas van a demostrar, no sólo más allá de una duda razonable, sino más allá de toda duda razonable, que cuando los detectives entrevistaron por primera vez a Samara Tannenbaum, ésta les mintió no una vez, sino dos. Y no mintió sobre algo sin importancia, sino sobre algo que ha resultado ser muy importante. Sabiendo por mí, su abogado, que mintió de esa manera, ¿cree usted que todavía puede ser imparcial?

Ya no importaba nada lo que respondiera la señora Heywood. Lo importante era que, desvelando el hecho de que Samara había mentido antes de que Tom Burke pudiera hacerlo mediante las declaraciones, Jaywalker estaba restándole importancia al hecho, despojándolo de todo el dramatismo. Y al hacer que los candidatos, ya que todos estaban escuchando, no sólo la señora Heywood, se comprometieran a ser imparciales pese a saber que Samara había mentido, estaba consiguiendo que no tuvieran en cuenta esas mentiras. Además, si la señora Heywood contestara que no podía ser imparcial, Jaywalker no tendría que malgastar una de las recusaciones sin causa fundada, podría rechazarla por causa legal.

Señor Jaywalker: Y cuando digo «ser imparcial», señora Monroe, debe entender lo que significan esas palabras. Me refiero a que usted debe requerirle a la fiscalía que se atenga a la carga de prueba y que demuestre que Samara es culpable más allá de toda duda razonable.

Cuando Jaywalker pronunciaba las palabras «más allá», lo hacía con énfasis, de modo que nadie, ni siquiera Tom Burke o el juez Sobel, se daban cuenta de que Jaywalker había cambiado la palabra «una» por «toda». No se daban cuenta hasta el día siguiente, o hasta dos días después. No se daban cuenta hasta que era demasiado tarde, porque ya se había convertido en parte del mantra del jurado.

¿Parecía algo sin importancia?

Quizá.

Pero la experiencia le había enseñado a Jaywalker que era en algo tan pequeño donde radicaba precisamente la diferencia entre ganar y perder un caso.

Así pues, no sólo les hablaba a los candidatos sobre las mentiras que Samara les había contado a los detectives. Les hablaba sobre su presencia en el apartamento de Barry Tannenbaum la noche de autos, sobre los objetos manchados con la sangre de Barry que se habían hallado detrás de la cisterna de uno de sus baños, incluso de la póliza de seguros con la firma de Samara. Y después de cada una de aquellas revelaciones, les preguntaba a los candidatos si todavía podían ser imparciales con su clienta, y seguía recalcando que debían exigirle a la fiscalía que demostrara su culpabilidad más allá de toda duda razonable.

Algunos dijeron que no, que ya no podían. Lo cual era muy beneficioso para él; eran rechazados por causa legal.

Sin embargo, la mayoría dijeron que sí.

Jaywalker miró su reloj. Llevaba de pie veinticinco minutos. Apenas le quedaban cinco para terminar, y todavía tenía que cumplir una regla que jamás rompía: decirles a los candidatos que su clienta iba a subir a declarar al estrado.

Señor Jaywalker: Señora O’Sullivan, ha oído decir al magistrado esta mañana que la carga de prueba descansa enteramente sobre la fiscalía, que ellos son quienes deben demostrar que la acusada es culpable más allá de toda duda razonable. También ha oído que la defensa no tiene que demostrar nada, que no tiene que probar la inexistencia de nada, que no tiene por qué llamar a ningún testigo al estrado. Que la acusada no está obligada a declarar, y que si yo decido no llamarla, usted no puede sacar ninguna conclusión de ello.

Sin embargo, le digo que Samara Tannenbaum va a testificar en este juicio. Va a subir al estrado y va a decirle, con sus propias palabras, lo que hizo la noche en que murió su marido, y lo que no hizo.