Debe saber que sospecho que quizá no le caiga bien Samara Tannenbaum. En su vida ha hecho cosas de las que no está especialmente orgullosa. Por ejemplo, ha sido promiscua. Ha aceptado regalos, incluso dinero, a cambio de sexo. Ha sacado provecho de su físico. De hecho, contará que se casó con Barry Tannenbaum, en gran parte, por su dinero. Después de casarse con él, no convivieron durante mucho tiempo. Además, ella le fue infiel. Además, al contrario que usted y que los demás candidatos, ella no ha trabajado durante muchos años. Es lo que a veces llamamos una oportunista.
No obstante, ¿entiende, señora O’Sullivan, que este juicio no tiene nada que ver con que usted termine sintiendo simpatía por Samara o no? ¿Que este juicio sólo tiene que ver con una cosa? ¿Que, al final del día, este juicio tratará de si la fiscalía puede demostrar la culpabilidad de Samara más allá de toda duda razonable? ¿y que la carga de prueba requiere que el fiscal pueda convencerlos a todos ustedes de que Samara es culpable de asesinato, y que pueda convencerlos más allá de toda duda razonable?
La señora O’Sullivan le aseguró a Jaywalker que entendía todo eso y que seguiría las instrucciones del juez. Jaywalker no se dejó engañar ni por asomo. Un ama de casa de ascendencia irlandesa, de cara roja y cien kilos de peso, madre de ocho hijos y esposa de un antiguo policía que en la actualidad trabajaba como guardia de seguridad de un banco no le daría a Samara ni la hora, y mucho menos iba a ser imparcial con ella en un juicio.
Sin embargo, eso no importaba. Lo importante era que Jaywalker había desbaratado el interrogatorio que Tom Burke iba a hacerle a Samara. Y que había puesto a un nivel tan bajo las expectativas que los miembros del jurado pudieran tener sobre ella que, dijera lo que dijera, Samara no podía ser tan mala como él la había pintado.
Les dio las gracias a los candidatos y volvió a su sitio.
La expresión «selección del jurado» es un nombre poco apropiado. En realidad, los abogados no consiguen seleccionar a los miembros del jurado que desean. El proceso debería llamarse «rechazo del jurado» o «no elección de un miembro del jurado». La cosa funciona así: los candidatos que tienen prejuicios reconocidos o identificables son recusados por causa legal, o con consentimiento de la parte contraria. No hay límite para el número de candidatos rechazados de este modo.
Una vez que se ha excluido a los candidatos por causa legal, los abogados ejercen, por turnos, su derecho a la recusación sin causa fundada, por la cual no hay que alegar causa alguna. Este tipo de recusaciones sí tiene un número predeterminado. El número depende de la gravedad de los cargos; por ejemplo, en un caso de hurto, cada abogado puede rechazar a tres candidatos sin alegar causa alguna. En un caso de robo o de robo con allanamiento de morada, el número se eleva a diez o quince, dependiendo del grado del delito. En los casos de asesinato o de otros crímenes de la clase A, los abogados pueden rechazar a veinte candidatos sin causa fundada.
Las recusaciones sin causa fundada no necesitan un motivo, siempre y cuando no estén motivadas por un intento demostrable de excluir a candidatos de una determinada raza u otra minoría reconocible legalmente.
Burke, como fiscal, tenía el primer turno. Con dos de los candidatos de la tribuna ya rechazados por causa legal, él hizo uso de cinco de sus recusaciones sin causa fundada. Jaywalker, después de haber repasado sus apuntes, sentía inquietud por casi todos los once restantes. Sin embargo, él también tenía un límite en cuanto al número de candidatos que podía rechazar, y no quería usar demasiados en aquel momento. Eso le daría a Burke ventaja después a la hora de conformar el jurado.
En algunas jurisdicciones, los miembros del jurado, una vez elegidos, pueden votar para elegir a su portavoz. Otros dejan que elija el juez. En Nueva York, la regla es bien sencilla: el primer miembro seleccionado que presta juramento se convierte automáticamente en el portavoz. Consciente de ello, Jaywalker rechazó a los dos primeros candidatos para evitar que ocuparan el puesto. Así consiguió que el portavoz fuera un taxista aceptable, aunque no perfecto. Jaywalker había decidido tiempo atrás que los hombres, aunque se identificaran más con Barry Tannenbaum, al menos reaccionarían positivamente hacia Samara.
Jaywalker rechazó a seis candidatos más, y se quedó con doce oportunidades más, frente a las quince de Burke. Los tres jurados que no habían sido rechazados prestaron juramento, incluyendo el taxista que desempeñaría la función de portavoz. Después, fueron excusados del resto del proceso de selección.
Jaywalker miró la hora. Eran casi las cuatro en punto. Llevaban allí casi todo el día, y sólo habían elegido a tres miembros del jurado.
El secretario volvió hacia el bombo, lo llenó con los nombres de dieciocho candidatos y todo comenzó de nuevo, empezando por las preguntas del magistrado. Hasta ahí llegaron aquel día.
– Dios, es interminable -se quejó Samara mientras dejaban la sala-. Y aburridísimo.
Jaywalker estaba de acuerdo en ambas cosas. La selección de un jurado era algo trabajoso y repetitivo, sobre todo con su propia insistencia en repetir los conceptos de la carga de prueba y la duda razonable. Como resultado, era la parte que, por lo general, más se descuidaba de todo un proceso. Sin embargo, él sabía que también era una de las más importantes. De abordarse adecuadamente, proporcionaba una oportunidad única para condicionar a los miembros del jurado para que fueran receptivos a argumentos que de otro modo habrían rechazado de plano. Y, de manejarse con habilidad, podía preparar el camino a la victoria en casi todos los juicios.
Lo que le preocupaba a Jaywalker en aquel momento, mientras bajaba en el viejísimo ascensor hacia el vestíbulo, era esa pequeña palabra que marcaba una salvedad: casi.
A la mañana siguiente, todos volvieron a la sala del juicio. Tom Burke se dirigió al grupo de nuevos candidatos, seguido de Jaywalker. En aquella ocasión, hubo tres personas rechazadas por causa legal. Burke recusó a otras cuatro y se quedó con once oportunidades más. Jaywalker rechazó a seis de sus doce. Los cinco miembros que quedaron prestaron juramento. El número de seleccionados se elevó a ocho.
En la tercera ronda, se despidió a cuatro por causa legal, Burke excluyó a seis y Jaywalker a cinco. Los números iban contra él. Quedaba un miembro del jurado por elegir, Burke podía recusar a cinco y Jaywalker sólo a uno.
Jaywalker utilizó su arma lo mejor que pudo en la última ronda, pero Burke aprovechó su ventaja para elegir al duodécimo testigo a placer: un coronel de la marina jubilado, cuyos músculos se marcaban bajo un jersey de cuello alto ajustado, de color mostaza. Jaywalker lo había visto mirando a Samara con desprecio.
Del resto de los candidatos, eligieron a seis suplentes, que escucharían los testimonios, pero sólo se unirían a la deliberación si uno de los miembros del jurado quedaba incapacitado por alguna razón. Eran casi las cinco y media cuando terminó la jornada.
Pero tenían al jurado.
Stanley Merkel, el taxista y portavoz: blanco, con calvicie, de unos cuarenta años. Leona Sturdivant, administrativa jubilada de un colegio: blanca, remilgada, de unos sesenta años. Vito Todesco, importador y exportador: blanco, de ascendencia italiana, de unos cincuenta años. Shirley Johnson, auxiliar de enfermería en un hospital católico: negra, temerosa de Dios, de unos setenta años. David Wong, estudiante de ingeniería: de ascendencia china, entre veinte y treinta años. Mary Ellen TomlinsonMarchetti, asesora de inversiones: blanca, de unos cuarenta años, protestante, casada con un norteamericano de ascendencia italiana. Leonard Schrier, un tendero jubilado: blanco, sesenta y cinco años, podía ser un judío comprensivo e inclinado a perdonar a Samara, o un antiguo soldado de asalto dispuesto a arrojarla a las llamas del infierno. Carmelita Rosado, maestra de guardería: hispana, muy callada, de unos treinta años. Ebrahim Singh, un terapeuta de voz: indio o paquistaní, de unos cincuenta años. Angelina Olivetti, una actriz en paro que trabajaba de camarera: blanca, de ascendencia italiana y guapa. Theresa McGuire, ama de casa: blanca, de ascendencia irlandesa, sin edad definida. George Stetson, el coronel a quien había elegido cuando Jaywalker se había quedado sin recusaciones: de unos sesenta años, tieso como el palo de una escoba y muy, muy blanco.