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Seis hombres, seis mujeres. Ocho blancos, una negra, una hispana, un asiático, uno de Oriente medio. Seis católicos, dos protestantes, uno posiblemente budista y tres signos de interrogación. Aquéllos eran los miembros de un jurado que iba a decidir sobre la suerte de Samara Tannenbaum. En una escala de diez, Jaywalker les habría dado un dos o un tres, pero la verdad era que no estaba interesado en quiénes eran cuando habían entrado en la sala. Él había tenido sus dos minutos con cada uno de ellos, su oportunidad para condicionarlos, para conseguir que perdieran la sensibilidad a lo peor que pudiera decirles Tom Burke. Y, sí, su oportunidad para lavarles el cerebro. Si había fracasado, la culpa era suya y de nadie más.

Aunque las consecuencias las pagaría Samara.

18.

Dos viajes

Cuando había empezado a llevar casos, más de veinte años antes, Jaywalker había aprendido el Método de Ayuda Legal. En la Sociedad le habían enseñado que nunca se limitara a una sola estrategia de defensa y que mantuviera abiertas sus opciones. Que adoptara una actitud de esperar y ver. Que evitara los riesgos innecesarios.

Según ellos, la primera regla para poner en funcionamiento aquellos principios era abstenerse de hacer la declaración de apertura. O, si uno se empeñaba en hacerla, debía ser breve, general y evasiva, quizá hablando sobre la necesidad de mantener una actitud abierta y esperar a conocer todas las pruebas antes de llegar a una conclusión.

Aquello, para Jaywalker, no tenía sentido. Sin embargo, lo había intentado. Y lo que había conseguido eran condenas. No siempre, pero la mitad de las veces sí. «¿Un cincuenta por ciento de absoluciones?», le había preguntado su supervisor. «¡Eso es fabuloso!».

Para un perfeccionista como Jaywalker, no lo era.

Así pues, con el paso del tiempo había abandonado el Método de la Ayuda Legal y había adoptado el Método Jaywalker. Cuando se estableció en solitario, dos años más tarde, ya había comenzado a ceñirse a una estrategia particular para cada juicio, incluso antes de que comenzara la selección del jurado. Sabía con exactitud cuál iba a ser su defensa, si su cliente iba a testificar o no, lo que iba a decir él y cómo iba a decirlo. Y se lo contaba al jurado en la primera ocasión.

Descubrió que la declaración de apertura proporcionaba la oportunidad perfecta de darle forma al curso de todo lo que ocurriera después. Y casi inmediatamente, su tasa de absoluciones creció del cincuenta al setenta por ciento. Mientras continuaba perfeccionando el resto de sus habilidades en los juicios, hasta que ese número ascendió al noventa por ciento, nunca perdió la oportunidad de hacer la declaración de apertura.

El caso de Samara no iba a ser distinto.

Dicho eso, habían pasado meses durante los cuales Jaywalker no tenía idea de cuál iba a ser esa declaración en el juicio de Samara. Así pues, había desarrollado una teoría. Y pronto iba a compartirla con el jurado, de modo que, incluso cuando el fiscal mostrara todas las pruebas y amenazara con hundir la mesa de la defensa con su peso abrumador, al menos los miembros tendrían una visión alternativa con la que considerar esas pruebas.

Había otra cosa que a Jaywalker le gustaba hacer, y era conceder cosas. Si estaba llevando un caso de posesión de objetos robados, por ejemplo, concedería rápidamente que el objeto había sido robado, que su acusado estaba en posesión de él y que valía todos los dólares que alegaba el experto citado por la fiscalía. Sin embargo, Jaywalker argumentaría que su acusado no sabía que el objeto era robado, y sin ese conocimiento esencial, no era culpable. Hacer concesiones no sólo estrechaba la perspectiva del juicio hacia algo debatible, sino que proporcionaba el beneficio añadido de que tanto la credibilidad de Jaywalker como la de su defendido se veían fortalecidas ante el jurado, de modo que cuando llegara el momento de hablar sobre si el acusado conocía el robo o no, los miembros del jurado estarían abiertos a la posibilidad de que no lo conociera. Después de todo, había sido honesto a la hora de admitir todo lo demás, por lo tanto, ¿no merecía consideración aquella única negativa?

Semanas antes, cuando Jaywalker se había permitido admitir por fin que existía una remota posibilidad de que Samara no fuera culpable, se había visto obligado a dar con una teoría para la defensa. La ausencia de llamadas de teléfono a Barry, o de Barry, después de que ella hubiera llegado a su casa la habían dejado sin coartada. La defensa propia no serviría, porque Samara seguía insistiendo en que ella no había apuñalado a Barry, ni siquiera para protegerse de un ataque o un maltrato. Y como Samara tenía aspecto de ser completamente normal y no tenía un historial médico de enfermedades mentales, la locura estaba fuera de toda cuestión.

Había sido el descubrimiento del Seconal, además del hecho de que Samara insistía en que no sabía absolutamente nada del barbitúrico, lo que le había proporcionado a Jaywalker la teoría: alguien le había tendido una trampa a Samara para que fuera acusada del crimen. Alguien había asesinado a Barry y después se había tomado grandes molestias para borrar su rastro y para dejar pruebas que indicaran que Samara había cometido el asesinato. Había sido lo suficientemente listo como para saber que, a la hora de resolver un homicidio sin el componente del robo, la policía sospechaba invariablemente del esposo o la esposa, novio o novia de la víctima. ¿y no habían hecho exactamente eso en el caso de Samara?

Por supuesto, era un intento descabellado. Sin embargo, cuando uno sólo tenía un camino que seguir, lo seguía y esperaba que todo saliera bien.

Había llegado el momento de decírselo al jurado.

Por primera vez desde que habían sido seleccionados, los jurados ocuparon su lugar permanente, que les había sido asignado en el orden en que habían sido elegidos. Prestaron juramento una vez más, en aquella ocasión como grupo. El juez les habló durante veinte minutos, explicándoles cuál era su función y la de él, y describiendo cómo iba a ser el proceso. Entonces llegó el turno de Burke. Su declaración de apertura duró quince minutos, y siguió las pautas que siempre siguen los fiscales. Primero leyó la acusación, subrayando la palabra «asesinato». Después detalló lo que tenía intención de demostrar con ayuda de los testigos y de las pruebas. Seguidamente les presentó los hechos y el móvil, la póliza de seguros por valor de veinticinco millones de dólares con la firma de Samara. Jaywalker vio que un par de miembros del jurado miraban al techo con resignación a medida que la lista crecía y crecía. Finalmente, Burke hizo lo que hacían todos los fiscales.

– Al final de todas las pruebas -les dijo-, la ley me da otra oportunidad para hablarles. Y en ese momento les pediré que declaren a la acusada culpable de los cargos que se le imputan, del asesinato de su marido, Barry Tannenbaum.

Después les dio las gracias y se sentó.

Las leyes de Nueva York obligan a los fiscales a hacer una declaración de apertura; sin embargo, los abogados defensores pueden elegir si hacerlo o no. Parece una injusticia, pero no lo es. Es una extensión lógica de la regla que dice que la fiscalía soporta la carga de demostrar la culpabilidad del acusado, mientras que la defensa no tiene ninguna carga.

– Señor Jaywalker -le dijo el juez-, ¿desea hacer una declaración de apertura en nombre de la acusada?