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Jaywalker decidió no disputar los descubrimientos del detective. Su defensa, como ya le había dicho al jurado, era que a su clienta le habían tendido una trampa para inculparla. Ella había estado en casa de Barry la noche de autos, y así iba a testificarlo en el estrado. Era de esperar que sus huellas dactilares estuvieran en el piso, y su cabello, y hasta una fibra de su ropa. Esos artículos habían terminado en el jersey de Barry naturalmente, o habían sido colocados allí. Así que, cuando Burke terminó con el testigo, Jaywalker tenía pocas preguntas para él.

Señor Jaywalker: Detective Ramseyer, ¿encontró alguna huella latente que haya quedado clasificada como «desconocida»?

Detective Ramseyer: Sí.

Señor Jaywalker: ¿Cuántas?

Detective Ramseyer: ¿Puedo repasar mis notas?

Señor Jaywalker: Por supuesto. De hecho, ¿por qué no va a la parte superior de la página cuatro de su informe?

Detective Ramseyer: Gracias. Sí, quedaron cuatro huellas desconocidas que pertenecen a cuatro individuos.

Jaywalker le hizo la misma pregunta con respecto a los cabellos y las fibras. El detective respondió que habían quedado cuatro cabellos desconocidos, pertenecientes a tres individuos, y tres fibras desconocidas.

Señor Jaywalker: Así pues, terminó sus análisis sabiendo que, al menos, cuatro individuos más dejaron sus huellas en el apartamento. Y tres o cuatro individuos, quizá los mismos, o quizá no, dejaron cabellos o fibras en el cuerpo o ropa de la víctima. ¿Es esto correcto?

Detective Ramseyer: Sí, es correcto.

Señor Jaywalker: ¿Y no tiene ningún modo de decirnos quiénes eran esas personas?

Detective Ramseyer: Correcto.

Señor Jaywalker: Dígame, detective. ¿Le proporcionaron huellas, cabellos o fibras conocidas del señor Mazzini?

Detective Ramseyer: No, señor.

Señor Jaywalker: ¿Y de Alan Manheim?

Detective Ramseyer: No, señor.

Señor Jaywalker: ¿Y de William Smythe?

Detective Ramseyer: No.

Señor Jaywalker: ¿Y de Kenneth Redding?

Detective Ramseyer: No.

Señor Jaywalker: Gracias.

Eran las cuatro y media, y Jaywalker supuso que el juez Sobel cerraría la sesión por aquella jornada. Sin embargo, Burke indicó en el estrado del juez que tenía una testigo a quien le gustaría entrevistar antes de que terminaran.

– ¿Quién es? -preguntó el magistrado.

– Es la hermana de la víctima.

– ¿Identificación del cuerpo? -preguntó Jaywalker.

Burke asintió.

– Acepto la identificación -dijo Jaywalker. Estaba dispuesto a admitir que era Barry Tannenbaum quien había sido asesinado, y lo último que quería era a un familiar lloroso en el estrado, sobre todo al final del día.

– No, gracias -dijo Burke, que tenía el derecho a rehusar el ofrecimiento de Jaywalker.

– Hágalo con brevedad -dijo el juez.

En cuanto volvieron a sus mesas, Burke llamó a Loretta Tannenbaum Frasier. Era una mujer encorvada que, según cálculos de Jaywalker, no podía medir más de un metro cincuenta, incluso con los zapatos puestos. En cuanto hubo prestado juramento y se hubo identificado como la hermana de la víctima, Jaywalker se puso en pie pese a la orden del juez.

– Estamos dispuestos a admitir que el hermano de la testigo fue la víctima -dijo él-. Si ésa es la razón por la que se ha llamado a esta testigo.

– Puede proceder, señor Burke -dijo el juez Sobel, tan molesto por el teatro de Jaywalker como Jaywalker se sentía por el teatro de Burke.

Encogiéndose de hombros de un modo que habría hecho sentirse orgullosa a Samara, Jaywalker se sentó. Pero había dicho lo que quería decir. Una de las cosas que les había advertido a los miembros del jurado durante la selección había sido que quizá el fiscal llevara a la sala a familiares atribulados para intentar ganarse sus condolencias. Además, pensaba recordarles aquello en su recapitulación. Sin embargo, por el momento lo único que podía hacer era sentirlo por aquella pobre mujer cuyo único hermano había sido apuñalado.

Tal y como estaban haciendo los miembros del jurado, sin duda.

Jaywalker sabía, por otra parte, que él habría hecho lo mismo en lugar de Tom Burke. Demonios, él habría llevado a una docena de familiares, cada uno más lloroso que el anterior.

Dicho en su honor, Burke fue al grano con la señora Frasier y no exageró las cosas. Cuando Jaywalker indicó que no tenía preguntas, terminó la sesión.

Habían pasado por seis testigos y Samara no estaba muerta todavía. Sin embargo, para Jaywalker aquello no era un gran consuelo. Tom Burke era un buen abogado con un caso sólido, aunque fuera circunstancial, y lo estaba construyendo ladrillo por ladrillo. Si los testigos del primer día sólo habían rozado a Samara, había sido por casualidad. El día siguiente sería distinto, y Jaywalker lo sabía. Los miembros del jurado escucharían a los verdaderos testigos, a los detectives que habían investigado el grueso del caso. Hablarían al jurado sobre las mentiras de Samara, sobre lo que habían encontrado escondido en su casa y sobre el móvil.

En otras palabras, lo peor estaba por llegar.

20.

Una pérdida masiva de sangre

Jaywalker se había marchado de los juzgados el jueves por la tarde pensando que, al día siguiente, Tom Burke comenzaría la sesión llamando a declarar a uno de los dos detectives que había llevado el caso. Sin embargo, Burke llamó a Jaywalker a su casa aquella noche para decirle que el detective no estaría disponible, así que iba a reorganizar el orden de sus testigos.

– Gracias por avisarme -le dijo Jaywalker, que se lo agradecía de veras.

Durante mucho tiempo, había tenido sentimientos contradictorios sobre a qué clase de fiscal prefería enfrentarse durante un juicio. Estaban los arteros, y estaban los honestos, grupo del cual Burke era un ejemplo perfecto. Sin embargo, Jaywalker se sentía libre para responder al fuego con fuego si estaba frente a un artero, mientras que, con alguien como Burke, se sentía obligado a devolver decencia por decencia. A veces no era tan divertido, pero a la larga seguramente era lo mejor para todo el mundo.

Después de despedirse del fiscal, se sirvió un café, el tercero de la tarde, todo ello sin Kalhúa, y sacó los expedientes que sabía que debía revisar para el viernes, gracias al juego limpio de Tom.

Una semana antes del juicio, Burke le había confesado a Jaywalker que iba a presentar la solicitud para entrar en la judicatura del Tribunal Penal, y que quizá le pidiera una carta de recomendación.

– La escribiré encantado -dijo Jaywalker-. Pero, ¿yo? Quiero decir que… Sabes lo que piensan de mí, ¿no? Podría ser contraproducente.

– Tonterías. El hecho de que no sepan cómo controlarte no significa que no sepan que eres el mejor.

– Deja el peloteo. He dicho que te escribiré la carta. ¿La quieres ahora?

– No -le dijo Burke-. Espera hasta el final del juicio. Puede que después me odies.

– Estoy seguro de que te odiaré, pero de todos modos puedes contar con la carta.

– Gracias -dijo Burke-. Y, cuando la escribas, acuérdate de utilizar mi segundo nombre, Francis. Creo que hay un fiscal en Staten Island que también se llama Tom Burke y que también está pensando en solicitar el puesto. Se supone que el tipo es un perdedor.

– Claro, no como tú, ¿verdad?

Jaywalker sonrió al recordar aquella conversación. Al contrario de lo que todo el mundo pensaba, los fiscales no siempre se convierten en jueces duros. Tom Burke sería un fantástico juez. El único problema era que Robert Morgenthau, el octogenario fiscal del distrito de Manhattan, no podía permitirse perder a los Burke de su oficina; había una nueva generación de noBurke ascendiendo por los peldaños de la escalera.