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Por el modo en que ella consiguió hacer un mohín y sonreír a la vez, Jaywalker supo que no, que no se lo había imaginado. Y de nuevo, mientras se alejaba de ella y se dirigía a la boca de metro, volvió a recordar las palabras del taxista: «Será tonto».

21.

El detective italiano

El lunes por la mañana, Tom Burke tenía a su detective listo para declarar. El fiscal también tenía un informe de dos páginas para Jaywalker. En la Era de la Informática, cuando los niños de tres años intercambiaban diariamente correos electrónicos con sus abuelos octogenarios, y los niños de colegio debían entregar sus trabajos hechos por ordenador, parecía que el Departamento de Policía de Nueva York había comprado todas las existencias de máquinas de escribir de las que todo el mundo se había desembarazado, las viejas, las que tenían las teclas mal alineadas y las cintas secas, y había enseñado a su personal a usarlas con los dedos pulgares, quizá, o con los codos, con la orden de que escribieran mal una de cada tres palabras y de que pasaran por alto las reglas de la gramática tan frecuentemente como pudieran.

Pese a todo, Jaywalker sólo tuvo que echarle un vistazo al informe para saber por qué el detective no había podido ir a declarar el viernes anterior. No había sido porque tuviera que comparecer como testigo en otro juicio, ni porque tuviera un asunto familiar grave que solucionar. Había estado muy ocupado trabajando en algo relacionado con el proceso: había estado reuniendo huellas dactilares, en algunos casos recopilándolas de tarjetas de expedientes de BCI, en otros localizando a los individuos y tomándoles impresiones de las huellas con su consentimiento. Jaywalker estuvo a punto de soltar un gruñido al ver los nombres de los individuos: Anthony Mazzini, Alain Manheim, William Smythe, Kenneth Redding. Burke le había dado al detective la lista de la gente que él le había mencionado a Roger Ramseyer, el detective de la División de Investigación Criminal que había testificado el jueves. Aquéllos eran los sospechosos cuyas huellas debían haber sido comparadas con las huellas desconocidas que se habían hallado en el apartamento de Barry Tannenbaum. Ahora, los jurados iban a oír que ninguna de aquellas huellas, ni siquiera las de Mazzini, que había estado pululando por el piso durante más de media hora, coincidía con las huellas identificadas.

Jaywalker miró a Burke y lo pilló intentando contener una sonrisa.

– Buen trabajo -tuvo que decirle.

Anthony Bonfiglio era un neoyorquino de pro. Parecía salido de Little Italy, o quizá de Pleasant Avenue. Podía haber representado a un mafioso de Los Soprano, o haber sido corredor de apuestas, prestamista, policía. Al final, se había convertido en policía. Y veinte años más tarde, era detective de primer grado y trabajaba en homicidios. Jaywalker lo conocía porque lo había interrogado un par de veces en algún juicio. No le tenía demasiada simpatía, porque pensaba que era de los que se dejaban sobornar, aunque no podía demostrarlo. Sin embargo, a los miembros del jurado les encantaba su imagen de policía duro y se creían todo lo que decía.

Burke hizo que el detective explicara qué había hecho después de que le asignaran el caso.

– Yo y mi compañero, Eddie Torres, fuimos al apartamento donde habían encontrado el cadáver. Los oficiales ya estaban allí, y habían asegurado la escena del crimen. También había una detective de la Unidad de la Escena del Crimen, empolvando superficies, sacando huellas, tomando fotos y haciendo otras cosas.

Bonfiglio había examinado el cuerpo y había comprobado que era la víctima de un asesinato. Tenía una puñalada en el pecho y, por la cantidad de sangre que había perdido, le había atravesado el corazón. Habló con los oficiales y los detectives que había en la escena, y le comunicaron que no habían encontrado el arma homicida. Él llevó a cabo su propio registro, con cuidado de no tocar o alterar nada innecesariamente. No encontró ningún cuchillo ni otro instrumento que en su opinión se hubiera usado en el crimen.

En general, el piso estaba limpio y ordenado. Había envases de comida china sobre la encimera de la cocina, con restos fríos, pero no estropeados. No había señales de que hubieran forzado la puerta, ni nada revuelto, ni lucha.

Señor Burke: ¿Qué hizo después?

Detective Bonfiglio: Me entrevisté con algunos de los vecinos. Con la señora Benita Gristede, del ático B; con el señor Charles Robbins, del ático C, y con los dos ocupantes del apartamento que había debajo del del señor Tannenbaum. Deje que mire… sí, el señor y la señora Goodwin, Chester y Lois.

Señor Burke: ¿Alguna de esas personas le dijo algo significativo?

Detective Bonfiglio: Sí. La señora Gristede.

Señor Burke: ¿Qué hizo usted después de recorrer los apartamentos vecinos?

Detective Bonfiglio: Yo y mi compañero bajamos al portal y conversamos con el portero y el encargado del edificio. Yo les pedí que llamaran al portero que estaba de servicio el día antes, para que fuera allí. Y ellos lo hicieron.

Señor Burke: ¿Y el portero acudió?

Detective Bonfiglio: Sí.

Señor Burke: ¿Recuerda su nombre?

Detective Bonfiglio: Un minuto… (revisa sus notas). Sí. José Lugo.

Señor Burke: ¿Y mantuvo una conversación con el señor Lugo?

Detective Bonfiglio: Sí.

Señor Burke: Señoría, ¿podemos acercarnos al estrado?

El Juez: Sí, acérquense.

Junto al estrado del juez, Burke explicó que, en aquel momento, quería interrumpir la declaración de su testigo para llamar a las dos personas que le habían proporcionado información, primero a la señora Gristede y después al señor Lugo. Jaywalker protestó, pero no dio el motivo. Si le hubieran presionado, habría tenido que decir que cualquier cosa que fuera buena para Burke era mala para su cliente, y que, además, todavía estaba enfadado con él por haber mentido sobre el detective Bonfiglio el viernes anterior.

– Su protesta no ha lugar -dijo el juez Sobel-. Le daré la opción de interrogar al testigo ahora, sobre lo que ha dicho hasta este momento, o de que espere hasta más tarde.

– Más tarde -respondió Jaywalker, de mal humor.

El juez les explicó a los miembros del jurado lo que iban a hacer, y concedió un descanso de quince minutos. Cuando los miembros del jurado hubieron salido de la sala, llamó a los abogados al estrado.

– ¿Ha habido algún ofrecimiento en este caso?

Así que estaba empezando. Matthew Sobel no era un entrometido. Al contrario que otros jueces, permitía a los abogados que llevaran sus casos y se abstenía de coaccionarlos para que hicieran un trato. Sin embargo, su pregunta de aquel momento, por muy suave y amable que fuera, era elocuente comparada con lo que otros hubieran podido decir.

«¿Por qué estamos celebrando este juicio?».

«¿No pueden encontrar otra solución?».

«¿No sabe su clienta que se enfrenta a una condena de veinticinco años a cadena perpetua?».

Y la favorita de Jaywalker, la imparcial «Y puede decirle que va a cumplir hasta el último día después de que el jurado la condene».

En aquel momento, hasta Matthew Sobel estaba empezando a hacerse preguntas. Quizá Jaywalker hubiera conseguido arrojar algo de arena a los ojos del jurado con la historia de que aquel caso era tan sólido porque alguien le había tendido una trampa a su cliente, pero no había conseguido engañar al juez. Y lo peor de todo era que las pruebas más condenatorias todavía no habían llegado. Sólo tenía que esperar a que Sobel oyera el testimonio de las mentiras de Samara, viera lo que habían encontrado en su apartamento y supiera la cantidad de la póliza del seguro de vida.

– Mi clienta es inocente -dijo.

Burke alzó las palmas de las manos hacia arriba. Aquél era su modo de explicar que Jaywalker lo había dicho todo con su comentario. Aunque sopesara el ofrecerle a Samara algo menos que el asesinato, ¿cómo iba a hacerlo, si ella continuaba declarándose inocente?