Señor Jaywalker: Vaya.
Señor Burke: Protesto.
El Juez: Aceptada.
Señor Jaywalker: Lo siento. Dos millones setecientos mil dólares. ¿Ésa era su compensación total por año?
Señor Manheim: Sí.
Señor Jaywalker: ¿No tenía bonificaciones a finales de año?
Señor Manheim: Sí, bueno, pero variaban de año en año.
Señor Jaywalker: Entiendo. Bueno, ¿por qué no nos dice a cuánto ascendió la bonificación durante su último año completo de trabajo para Tannenbaum?
Señor Manheim: (Al juez) ¿De veras tengo que…?
El Juez: Sí.
Señor Manheim: Uno punto cinco.
Señor Jaywalker: Ayúdeme con las matemáticas, por favor. ¿Dos punto siete más uno punto cinco suman?
Señor Manheim: Cuatro punto dos.
Señor Jaywalker: Millones.
Señor Manheim: Sí.
Bien, pensó Jaywalker. Allí estaba la trampa que le había tendido Burke. Sin embargo, ¿por qué dejarlo en aquel momento? Los miembros del jurado estaban absolutamente asombrados con las cifras, tanto como para sentir antipatía hacia Manheim. Quizá algo de aquella antipatía se contagiase hacia Tannenbaum, también. Jaywalker había ganado muchos casos sólo porque los miembros del jurado terminaron odiando a las víctimas más que al acusado. Además, se estaba divirtiendo demasiado con el testigo como para cesar las preguntas en aquel punto.
Señor Jaywalker: Y este desfalco, o supuesto desfalco… ¿cuál fue la cantidad total de la controversia, señor Manheim, incluyendo las bonificaciones a finales de año, si es que las hubo?
Señor Manheim: No las hubo.
Señor Jaywalker: ¿Y?
Señor Manheim: (Mira al juez)
El Juez: Responda la pregunta, por favor.
Señor Manheim: Doscientos veintisiete.
Señor Jaywalker: ¿Doscientos veintisiete qué?
Señor Manheim: Millones.
Señor Jaywalker: Doscientos veintisiete millones de dólares. ¿Y le amenazó el señor Tannenbaum alguna vez con acudir a la policía o a las autoridades federales, o demandarlo por lo civil?
Señor Manheim: Nunca me amenazó. Se podría decir que lo sugirió. Yo le dije que adelante, que no tenía nada que ocultar.
Señor Jaywalker: ¿No estaba preocupado?
Señor Manheim: No. ¿Por qué iba a estarlo?
Igual que hay altibajos en un juicio, hay momentos especiales como aquél. Alan Manheim les había proporcionado aquel momento en mitad de su respuesta a Jaywalker. No con lo que dijo, sino con cómo lo dijo. A nadie se le escapó cómo se le quebraba ligeramente la voz al terminar la frase. Así que Jaywalker se quedó callado durante quince segundos, mirando al testigo. Si no cree que quince segundos puedan ser una eternidad, pruebe a no hacer absolutamente nada durante ese tiempo, justo ahora.
Finalmente, Jaywalker interrumpió el silencio haciendo la pregunta finaclass="underline"
Señor Jaywalker: Dígame, señor Manheim, a esos doscientos veintisiete millones de dólares, ¿los llamaría calderilla?
Señor Manheim: No.
Llegó el descanso de la comida.
– Lo has hecho trizas -dijo Samara, cuando estaban lejos de los oídos de los miembros del jurado-. Has estado sensacional.
Tenía razón, al menos en lo de las trizas. Para ser un testigo de la fiscalía, Alan Manheim había salido bastante mal parado. Su compensación millonaria, junto a la nada desdeñable posibilidad de que hubiera robado muchas veces esa cantidad a su jefe, tenían que haber causado una mala impresión al jurado, cuyos miembros trabajaban duramente para poder llegar a fin de mes. Sin embargo, no tenía por qué ocurrir que esos mismos miembros del jurado consideraran que, por recibir un salario desmesurado y por ser un ladrón, posiblemente, Manheim fuera también un asesino. Y aunque quisieran plantearse que el abogado había asesinado a Barry antes de que el millonario pudiera destapar el desfalco, y después tenderle una trampa a Samara para incriminarla, quedaba el pequeño problema del acceso. ¿Cómo podía Manheim haberse colado en el edificio sin que lo viera José Lugo, haber entrado en el apartamento de Tannenbaum, apuñalarlo hasta la muerte, cerrar la puerta sin una llave y salir nuevamente del edificio sin que Lugo se diera cuenta? Y, si había logrado hacer todas aquellas cosas, ¿cómo había entrado en casa de Samara sin llave, había escondido la blusa de Samara y la toalla, y después había vuelto a salir, todo ello mientras Samara estaba allí?
– No te pongas chula -le advirtió a Samara-. Hemos tenido un buen momento, pero quizá al final no sirva para nada.
– Si me apetece ponerme chula -le dijo ella con una sonrisa-, me pondré chula.
Y eso, de una mujer que tenía muchas posibilidades de salir de aquel juicio con una condena de veinticinco años de cárcel, o de cadena perpetua. Jaywalker no entendía cómo era posible que hiciera bromas acerca de ello. Y no sólo que hiciera bromas, sino que consiguiera hacerlo reír a él.
– Ve a comer algo -le dijo él-. Te veré de nuevo en la sala.
Y antes de que ella pudiera convertir también aquello en una broma, Jaywalker se dio la vuelta y se alejó.
Aquella tarde, Burke llamó al cuarto y último de los sospechosos de Jaywalker, William Smythe, un hombre con acento inglés que llevaba un traje de tweed de tres piezas. Era el contable personal de Barry Tannenbaum. Al menos lo había sido, hasta la muerte de Tannenbaum.
Tal y como había hecho con Alan Manheim, Burke comenzó pidiéndole a Smythe que dejara claro que no tenía llave ni del apartamento de Barry ni de la casa de Samara. Después le preguntó si había tenido alguna disputa con Tannenbaum, o si Tannenbaum le había acusado alguna vez de haber obrado mal.
Señor Smythe: Por supuesto que no. Como es normal entre dos personas que han trabajado juntas en asuntos financieros durante dieciséis años, teníamos diferencias de opinión ocasionales. Sin embargo, nunca pasó de ahí. Yo quería a Barry como a un hermano, y me gusta pensar que él sentía lo mismo por mí.
«Discúlpenme mientras vomito», pensó Jaywalker.
Sin embargo, por la mirada que le lanzó el juez Sobel, se dio cuenta de que debía de haber hecho algo más que pensarlo. La mujer de Jaywalker solía reprocharle que resoplaba en voz alta cuando quería hacer patente que desaprobaba algo pero no quería decirlo claramente. Quizá acabara de soltar un resoplido sin darse cuenta. Era evidente que estaba empezando a convertirse en un hábito inconsciente, como un temblor o un tic facial. Quizá fuera la primera señal de demencia, o de alguna enfermedad de la vejez.
Dios, cuánto necesitaba salir de aquel tinglado.
Burke hizo que Smythe le describiera sus deberes como contable de Tannenbaum, y eran muy amplios. Smythe dirigía mucho más las finanzas personales de su jefe que Manheim. Llevaba la cuenta de los recibos y los gastos, cuadraba las cuentas y manejaba media docena de cuentas bancarias. Tenía todo el poder de un abogado para firmar contratos de arrendamiento con opción a compra y de otros tipos. Cuando se extendía un cheque a nombre de Barry Tannenbaum, era posible que en realidad lo hubiera firmado William Smythe, algo bien sabido y tolerado por todos los directores de banco que trabajaban con Tannenbaum.
Aparte de su discurso de «lo quería como a un hermano», Smythe salió bien parado de su declaración. Al contrario que Manheim, no tenía motivos para temer una venganza por parte de Barry Tannenbaum. Si hubiera tenido la tentación de robar a Barry, podía haberlo hecho con facilidad, con una sencilla firma.
Jaywalker decidió que no atacaría a Smythe durante su turno de preguntas, sino que lo trataría como si fuera uno de los testigos aportados por la defensa. Sólo quedaban dos nombres en la lista de testigos de Tom Burke, y Jaywalker reconoció a uno de ellos porque era un experto en grafología. Se imaginó que el otro tenía que ser alguien de la compañía de seguros con la que se había firmado el seguro de vida de Barry Tannenbaum. Tenía sentido que Burke terminara aquel caso con el móvil del asesinato. En otras palabras, dejando lo mejor para el final. Samara le había asegurado a Jaywalker, una y otra vez, que aunque reconocía que la firma que figuraba en la póliza era suya y que los fondos para costear la prima del seguro habían salido de su cuenta, ella no sabía nada de aquel asunto hasta que Jaywalker le había dado la noticia.