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– Ella preguntó…

El juez silenció a Jaywalker con el mazo. Como la sala estaba tranquila, sólo necesitó un golpe en aquella ocasión.

– Sin embargo, como estoy al tanto de su situación con el comité disciplinario, no voy a aumentar sus problemas imponiéndole días de cárcel o una multa. Esta vez. Pero, por favor, tenga en cuenta que ésta es su primera y única advertencia. Las cosas pueden empeorar mucho para usted, créame.

– No se me ocurre cómo.

– Extraoficialmente -le dijo el juez a la taquígrafa, haciéndole una señal para que descansara los dedos-. Vamos -añadió después, dirigiéndose a Jaywalker-, Tres años pueden parecer mucho tiempo, pero no es exactamente el fin del mundo.

– ¿Tres años? ¿Cree que estoy preocupado por eso? Escuche, para mí va a ser como el paraíso estar tres años alejado de este negocio. Cabe la posibilidad de que me guste tanto que pida otros tres. Créame, no son los tres años lo que me están convirtiendo en un lunático. Es la condena de veinticinco a perpetua que puede caerle a mi clienta por algo de lo que no estoy seguro que hiciera.

– ¿Por qué no deja que decida eso el jurado? -le sugirió el juez.

– ¿A quién? -inquirió Jaywalker, señalando hacia la tribuna vacía-. ¿Los doce superdotados? ¿Cómo voy a culparlos? Hasta yo la declararía culpable en este juicio.

– Pues hable con el señor Burke, busquen alguna solución.

Jaywalker se volvió hacia Burke, que había estado metiendo sus notas y los documentos que había exhibido como pruebas en un maletín.

– ¿Quieres concederle una A.C.D? -le preguntó-. ¿Con dos días de servicios a la comunidad?

Burke se rió a pesar de su enfado. Las siglas A.C.D. correspondían a una suspensión de la condena en espera de que se desestimara el caso; se concedía a los acusados de delitos menores, como consumir marihuana o vagabundear, gente que no tenía arrestos previos y que decían que sentían lo que habían hecho.

Los asesinos no podían solicitarla.

Pese a que había declarado que iba a ir de compras, Samara estaba esperando a Jaywalker en Centre Street, cambiando el peso del cuerpo de un pie a otro, intentando defenderse del frío.

– Tenemos que hablar -le dijo él.

– No voy a declararme culpable.

Para ser una cabeza hueca, se le daba muy bien leer el pensamiento.

– Hace demasiado frío para ir de compras -dijo ella-. Ven a mi casa. Prometo que no te violaré.

Jaywalker sonrió débilmente. Aquello era lo último que tenía en mente. Estaba cansado y tenía frío. El hecho de no desayunar ni comer cuando estaba de juicio le mantenía la mente despierta, pero también le provocaba dolores de cabeza a mediodía, y lo dejaba incapaz de soportar el frío de la tarde.

– Claro -dijo-. ¿Por qué no?

Samara le había prometido a Jaywalker que no iba a violarlo, pero no había dicho nada sobre no obligarlo a comer. Le sirvió un sándwich de atún que hizo ella misma, sin receta, y sirvió dos tazas de té dulce y caliente con limón. Poco a poco, notó cómo el frío que tenía por dentro se iba disipando y cómo se le calmaba el dolor de cabeza hasta alcanzar un nivel soportable.

Pasaron dos horas preparando su testimonio una última vez, pero la verdad era que no tendrían que haberse molestado. O Jaywalker ya la había preparado perfectamente para todas sus preguntas y las peores que pudiera plantearle Burke, o era inocente. Jaywalker había pensado, en algunos momentos, que nunca lo sabría. A ella iban a condenarla, y quizá él nunca lo supiera. Samara sería una de aquellas reclusas olvidadas que pasaban el resto de su vida con la nariz metida en libros de leyes, redactando largas cartas y recursos de hábeas corpus divagantes, insistiendo en su inocencia ante cualquiera que quisiera escuchar, hasta que finalmente morían a los setenta años, tendidos en una camilla de la enfermería de la prisión, conectados a un montón de tubos de plástico.

Y Jaywalker no lo sabría ni siquiera entonces. Cuando Samara apareció en albornoz, él se dio cuenta de que ni siquiera había notado que se había ido.

– Me lo has prometido -le recordó.

– Y no voy a hacerlo -respondió Samara, mientras se sentaba en el sofá que había frente a la butaca de Jaywalker-. ¿Pero por qué no lo hemos hecho, de todos modos? Quiero decir que… sé lo del asunto del rellano del juzgado. ¿Soy yo? ¿Te repugno?

– Dios, no.

– Entonces, ¿qué?

– No me repugnas, al contrario. Me atraes más de lo que puedes imaginarte. Aunque sea tan viejo como para ser tu padre.

– Barry era lo suficientemente viejo como para ser mi abuelo.

El demonio del hombro izquierdo de Jaywalker tuvo ganas de responder: «Sí, y mira lo que le hiciste». Pero él ángel de su hombro derecho le tapó la boca rápidamente, y él tuvo tiempo para cambiar de respuesta.

– Sí, pero Barry no te estaba defendiendo en un juicio por asesinato.

– ¿Y?

– Sería un grave caso de conflicto de intereses. ¿No lo entiendes? Yo me estoy estrujando el cerebro para evitar que te pases el resto de la vida en la cárcel. No duermo. No como. No puedo permitirme malgastar tiempo preocupándome de si tengo mal aliento o mi pene es lo suficientemente grande, o de si no estoy satisfaciendo… eh… tus necesidades.

– Tu aliento está perfectamente. No me importa el tamaño de tu pene. Y soy adulta. Puedo preocuparme de mis necesidades lo suficiente por los dos.

– Lo siento -dijo Jaywalker-. No puedo hacerlo.

Samara hizo un mohín. A él se le había olvidado aquel mohín y lo mucho que siempre le había afectado, desde el primer día que la había visto.

– ¿Y después? -le preguntó ella.

– ¿Después de qué?

– Después del juicio.

– Claro -respondió Jaywalker-. Después del juicio estará bien.

– ¿Me lo prometes?

Y, que Dios lo perdonara, él se lo prometió. ¿Cómo no iba a prometérselo? ¿Cómo iba a decirle, quince horas antes de que subiera al estrado a declarar, que en cuanto el juez la sentenciara, le retiraría la libertad bajo fianza y decretaría su encarcelamiento inmediato? Quizá ellos dos tuvieran ocasión de darse un abrazo antes de que los alguaciles de sala le pusieran las esposas y se la llevaran. Si tenían suerte.

Así que se lo prometió. E incluso chocaron los meñiques para sellarlo, como si tuvieran diez años. Y después, Jaywalker le dio las buenas noches y tomó un taxi hacia su casa.

24.

Encontrar al padre

– La defensa llama a declarar a Samara Tannenbaum.

Con aquellas palabras, Jaywalker comenzó la jornada rompiendo como mínimo dos de sus reglas. En primer lugar, prefería llamar a sus clientes en último lugar. Eso le daba la oportunidad de rodear su aparición de un dramatismo que se había ido acumulando durante todo el juicio. Además, eso le había permitido a Samara oír el testimonio de todos los demás testigos antes de subir al estrado. En segundo lugar, a Jaywalker le gustaba informar al jurado de que no habría más testigos. Era algo que se conseguía con facilidad; sólo tenía que decir: «La defensa llama a su única testigo, Samara Tannenbaum», o «La defensa llama a su última testigo, Samara Tannenbaum».

Sin embargo, la verdad era que Jaywalker no estaba seguro de si iba a interrogar a alguien más aparte de a Samara. Y eso porque no había decidido todavía si preguntarle a Samara por el Seconal que había descubierto en su armario de las especias. Pensaba que la creía en cuanto a aquel detalle, pero no podía estar seguro. Y si aquella información les provocaba escepticismo a los miembros del jurado, la historia perjudicaría en vez de beneficiar. Jaywalker tenía cerca a su investigador, Nicolo LeGrosso. Nicky había pedido los archivos de la farmacia que había servido la medicina. La receta la había extendido un médico que, finalmente, no existía. La había recogido alguien que se había limitado a garabatear las iniciales de Samara en el registro. En la farmacia había cierto nerviosismo por el hecho de enviar a alguien a declarar, porque de acuerdo a la ley federal, no deberían haber aceptado una receta dictada por teléfono, y mucho menos de un médico que no existía. Y siempre existía la posibilidad de que, si enviaban al empleado que había cobrado el barbitúrico y lo había entregado, él o ella pudieran identificar a Samara como la persona que había ido a buscar el frasco, correcta o equivocadamente. Y, si aquello sucedía, no habría agujero lo suficientemente grande en el suelo como para que Samara y él pudieran desaparecer. Así pues, todavía no sabía qué hacer con el Seconal, y se había visto forzado a romper sus reglas.