El momento en el que el acusado o acusada de un crimen subía al estrado a declarar siempre era esperado por todo el mundo: los abogados, los jueces, el personal de sala, los periodistas, los espectadores y los miembros del jurado. Sobre todo, los miembros del jurado. La naturaleza humana hace que incluso la gente más corriente, capaz de cometer muchos errores en su vida, crea con seguridad que sólo tendrán que mirar al acusado, y sabrán si están oyendo la verdad o no.
Lo que aquellos miembros del jurado vieron, mientras Samara levantaba la mano derecha y juraba obedientemente que iba a decir toda la verdad, era una mujer menuda, nerviosa y solitaria. Una mujer asombrosamente guapa, seguro, pero Jaywalker no estaba seguro de si aquella belleza iba a contribuir a su salvación o iba a ser su ruina.
Ella se sentó, no al borde de la silla, pero tampoco tan cerca del respaldo como para que pareciera que estaba relajada. Justo como Jaywalker le había indicado que hiciera. Posó las manos en el regazo, fuera de la vista de los demás, y lejos de su rostro.
El Secretario: ¿Quiere decir su nombre y su apellido, por favor?
Señora Tannenbaum: Samara Tannenbaum.
El Secretario: ¿Cuál es su lugar de residencia?
Señora Tannenbaum: Manhattan.
El Juez: Puede preguntar, señor Jaywalker.
Señor Jaywalker: Gracias, señoría. ¿Cuántos años tiene, Samara?
Señora Tannenbaum: Tengo veintiocho años.
Señor Jaywalker: ¿Tiene trabajo actualmente?
Señora Tannenbaum: No.
Señor Jaywalker: ¿Ha tenido empleo en el pasado?
Señora Tannenbaum: Sí. Comencé a trabajar cuando tenía catorce años.
Aquellas preguntas estaban destinadas a dar información, pero sólo en parte. Su propósito real era meter en harina a Samara, darle la oportunidad de encontrar su voz y de desarrollar su ritmo. Jaywalker había estado en el estrado muchas veces cuando trabajaba en la Agencia Antidroga Americana, y un par de veces desde entonces. Sabía que no era fácil sentarse en aquella silla.
También quería que los miembros del jurado llegaran a conocer a Samara. No sólo a la Samara sobre la que habían leído, la belleza morena de pasado difícil, la cazafortunas de Las Vegas que había ganado el premio gordo de la lotería, la esposa caprichosa del multimillonario. Quería que la conocieran como la conocía él, y si ella era capaz de envolverlos en su magia, como hacía con él, que llegara a caerles bien.
Si a un jurado le caía bien un acusado, sobre todo una acusada, podían terminar declarándola culpable, pero iba a costarles mucho más.
Así pues, Jaywalker se remontó al principio, a un tiempo en el que Samara era una niña que vivía en Prairie Creek, Indiana, antes de que pudiera soñar que había un mundo más allá del Medio Oeste, un mundo fuera de los campos de maíz, los cámpings, los parques de caravanas y las camionetas oxidadas. A un tiempo en el que no había oído hablar de Las Vegas ni de Barry Tannenbaum, ni de Nueva York.
Señor Jaywalker: ¿Quién la crió, Samara?
Señora Tannenbaum: Mi madre, más o menos.
Señor Jaywalker: ¿Conoció a su padre?
Señora Tannenbaum: No, no lo conocí.
Señor Jaywalker: ¿Cómo era su casa?
Señora Tannenbaum: Era media parte de un remolque que alguien había dejado abandonado. No tenía agua ni electricidad. Y le faltaba la mitad de la habitación y el baño.
Señor Jaywalker: ¿Qué hacía las veces de servicio?
Señora Tannenbaum: Con buen tiempo salíamos al campo trasero. Cuando hacía frío usábamos una cacerola. A mí me tocaba ir a vaciarla todas las mañanas.
Señor Jaywalker: ¿Qué hacían su madre y usted para comer?
Señora Tannenbaum: Cuando había dinero, comprábamos comida, como todo el mundo. Cuando no lo había, mi madre me llevaba a pedir a la puerta de Kroger, el supermercado más cercano. Algunas veces me daba un empujón para que pudiera subir al contenedor que había en la parte de atrás del supermercado y buscara algo. Otras veces, los vecinos nos dejaban comida junto a la puerta de la caravana. Había una familia negra que vivía más arriba, y hacían lo que podían, aunque también eran pobres como las ratas. Después de un tiempo, se mudaron, y mi madre empezó a traer hombres a la caravana, hombres que se quedaban a dormir. Y le daban dinero, cinco o diez dólares cada vez.
Señor Jaywalker: ¿Dónde dormían?
Señora Tannenbaum: En el sofá, con mi madre.
Señor Jaywalker: ¿En la misma habitación que usted?
Señora Tannenbaum: Sólo había una habitación. Si hacía buen tiempo, mi madre me mandaba fuera de la caravana. Si hacía frío, o llovía, o nevaba, me ponía a dormir en el suelo, en la esquina. Me cubría con una sábana y me obligaba a que mirara hacia otro lado para que no viera nada.
Señor Jaywalker: ¿Sabía usted lo que estaba pasando?
Señora Tannenbaum: Tenía oídos. Lo oía todo.
Señor Jaywalker: ¿Cuántos años tenía?
Señora Tannenbaum: Diez, once.
Señor Jaywalker: ¿Cómo la trataban esos hombres?
Señora Tannenbaum: Algunos eran agradables conmigo. Otros no.
Señor Jaywalker: Háblenos de los que no lo eran.
Señora Tannenbaum: Los que no lo eran… me hacían cosas.
Señor Jaywalker: ¿Qué tipo de cosas?
Señora Tannenbaum: Ya sabe.
Señor Jaywalker: No, no lo sabemos a menos que usted nos lo cuente.
Señora Tannenbaum: Me besaban, me tocaban por debajo de la ropa en lugares donde no debían tocarme. Hacían que yo los tocara. Me metían su cosa en la boca, o entre las piernas.
Señor Jaywalker: ¿Su cosa?
Señora Tannenbaum: Su pene.
Señor Jaywalker: ¿Se lo dijo alguna vez a su madre?
Señora Tannenbaum: Sí.
Señor Jaywalker: ¿Y?
Señora Tannenbaum: Cuando se lo decía, me abofeteaba, decía que no me creía. Pero ahora sé que sí. Lo sabía.
Señor Burke: Protesto.
El Juez: Admitida. Anulada la consideración de que su madre lo sabía. El jurado no la tendrá en cuenta.
Señor Jaywalker: ¿Y qué más decía o hacía ella?
Señora Tannenbaum: Me decía que no mintiera, que no me quejara, que necesitábamos el dinero para comer. Si lloraba, me pegaba.
Señor Jaywalker: Entonces, ¿qué hacía usted?
Señora Tannenbaum: Cerraba los ojos y me imaginaba que no estaba allí, que estaba en otro sitio completamente distinto. Lo aguanté tanto tiempo como fui capaz. Y cuando ya no pude soportarlo más, me escapé.
Señor Jaywalker: ¿Cuántos años tenía cuando se escapó?
Señora Tannenbaum: Catorce años y un día.
Señor Jaywalker: ¿Por qué lo recuerda con tanta precisión?
Señora Tannenbaum: Lo recuerdo porque esperé a ver qué me regalaban por mi cumpleaños.
Señor Jaywalker: ¿Y qué le regalaron?
Señora Tannenbaum: Nada.
Señor Jaywalker: ¿Volvió a ver a su madre?
Señora Tannenbaum: No.
Jaywalker no quería que los miembros del jurado conocieran sólo la miseria y el abuso sexual, aunque su silencio hablaba elocuentemente del horror que sentían y el impacto que aquellas cosas les estaban causando; quería también que conocieran la figura de una madre que no sólo estaba dispuesta a ofrecer sexo para poder comer, y que estaba igualmente dispuesta a utilizar a su hija como cómplice en sus prácticas. ¿Cómo iba a ser sorprendente que, uno o dos años después de haber huido de su casa, Samara estuviera imitando la estrategia dramática de su madre para sobrevivir? ¿Excusarían aquel comportamiento los miembros del jurado? Quizá no. Pero, al menos, serían capaces de comprender sus acciones y quizá de sentir empatía con ella. Jaywalker creía firmemente que la empatía conducía al perdón.