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Samara y él hablaron sobre cómo había hecho autoestop hasta llegar al oeste, con cuidado de subirse a los vehículos en las paradas de camiones, para que la policía no la localizara y la devolviera a casa. Ella contó cómo había llegado a Nevada, y después a Las Vegas, con grandes esperanzas de convertirse en modelo o en corista.

Señor Jaywalker: ¿Y qué pasó con esas esperanzas?

Señora Tannenbaum: No duraron mucho.

Señor Jaywalker: ¿Por qué no?

Señora Tannenbaum: Yo no sabía cantar ni bailar. Era demasiado joven y demasiado baja. No tenía las piernas suficientemente largas. No tenía los pechos suficientemente grandes, y yo no tenía dinero para agrandármelos.

Señor Jaywalker: Entonces, ¿qué hizo?

Señora Tannenbaum: Intenté mentir sobre mi edad, pero allí lo comprobaban mucho. Servía mesas, lavaba platos, cualquier cosa que encontrara, pero normalmente me despedían en una o dos semanas, en cuanto descubrían que el número de la Seguridad Social que les había dado no me correspondía.

Señor Jaywalker: ¿Dónde vivía?

Señora Tannenbaum: Hay algunas pensiones de mala muerte en Las Vegas, sitios que los turistas ni siquiera ven.

Señor Jaywalker: ¿Cómo pagaba la habitación?

Señora Tannenbaum: Con el dinero que pudiera ganar trabajando. Y cuando se me acababa…

Se le quebró la voz a mitad de la frase. No lo habían ensayado ni planeado; ocurrió sin más. Así era como sucedían, casi siempre, las mejores cosas en el estrado de los testigos. Uno no lo redactaba de antemano. Intentaba preparar con el testigo sólo lo que se estaba intentando conseguir, el sentimiento que se estaba tratando de infundir. De vez en cuando, había algún testigo que lo conseguía, y el resultado era pura magia. Samara, por el mero hecho de quedarse callada a media frase, le mostró a Jaywalker que lo había entendido, e hizo un poco de magia.

Señor Jaywalker: ¿Y cuando el dinero se le acababa…?

Señora Tannenbaum: Y cuando el dinero se me acababa, hacía lo que había hecho mi madre. Me llevaba hombres a casa, o les dejaba que me llevaran a su casa. Y cuando me ofrecían regalos o dinero después, lo aceptaba.

Señor Jaywalker: ¿Se consideraba una prostituta?

Señora Tannenbaum: No, en aquel tiempo no.

Señor Jaywalker: ¿Y ahora, cuando mira atrás?

Señora Tannenbaum: Sí, ahora tendría que decir que era prostituta.

Señor Jaywalker: ¿Y cómo se siente con respecto a eso?

Señora Tannenbaum: Por supuesto, no me siento bien. Quiero decir que no voy a alardear de ello, ni nada parecido. Sin embargo, tampoco me avergüenzo, y no voy a mentir sobre lo que hacía. Es parte de mi vida. Así conseguí sobrevivir.

Ya llevaba contando su historia cerca de una hora, y Jaywalker tenía la sensación de que había sido bastante. Por muy receptivos que hubieran estado los miembros del jurado mientras la escuchaban, él no quería sobrepasarse. Y lo mismo podía decirse del juez Sobel. Abusar de su considerable flexibilidad sería un error. Lo último que quería oír era un «Vamos a avanzar, letrado». Así pues, con una sola pregunta, llevó a Samara, y con ella a toda la sala, de nuevo hacia el asunto que los ocupaba.

Señor Jaywalker: ¿Puede decirnos, Samara, si llegó un momento en que conoció a un hombre llamado Barry Tannenbaum?

Señora Tannenbaum: Sí, efectivamente.

El Tribunaclass="underline" Perdóneme, señor Jaywalker, pero quizá sería hora de tomarnos el descanso de media mañana.

Señor Jaywalker: Muy bien, señoría.

Hay una ley a la que pueden acogerse ambas partes, que establece que una vez que un testigo ha comenzado a testificar, no puede haber conversaciones entre ese testigo y el abogado que lo ha llamado a comparecer. Sin embargo, cuando el testigo es también el acusado, esa norma queda invalidada por una ley constitucionaclass="underline" el derecho a consultar con el abogado. En aquel momento, el conflicto le planteó cierto conflicto a Jaywalker, que nunca había conocido una norma que no hubiera querido romper. Así que, en el caso de Samara, transgredió ambas, primero diciéndole que lo estaba haciendo muy bien, y después dándole la espalda y alejándose de ella. Burke podía preguntarle después a Samara si había comentado sus respuestas con su abogado durante el descanso, y Jaywalker quería que pudiera contestar con sinceridad que no lo había hecho.

Y había otro motivo para su precaución. Los miembros del jurado observaban al acusado como halcones dentro de la sala del juicio por si captaban alguna señal delatora de culpabilidad o inocencia, pero también continuaban vigilándolo por los pasillos, en el ascensor o por la calle. Y por muy agradecido que estuviera Jaywalker por tener a Samara en libertad bajo fianza, en vez de encerrada en Rikers Island, era consciente de los peligros que corría. El célebre abogado defensor F. Lee Bailey, después de conseguir la absolución en un caso de asesinato para su cliente, Carl Coppalino, en Nueva Jersey, había cometido el error de permitir que fotografiaran a su cliente retozando con su amante en Florida, mientras esperaba el segundo juicio por asesinato. En opinión de Jaywalker, aquél era el momento en que Bailey había empezado a perder el segundo caso, antes siquiera de que el juicio hubiera comenzado.

Así pues, dejó que los miembros del jurado vieran a Samara yendo al servicio, hablando con los alguaciles de la sala, o a solas, pensativa, junto a los ascensores. Lo que no iban a ver era a su abogado susurrándole al oído, entrenándola, indicándole qué tenía que decir y cómo tenía que decirlo, cuándo debía sonreír recatadamente y cuándo debía permitir que se le derramara una lágrima por la mejilla.

Además, no había necesidad de que le dijera aquellas cosas de nuevo. Se las había dicho cien veces.

Después del descanso, Jaywalker tomó el hilo del interrogatorio precisamente donde lo había dejado.

Señor Jaywalker: ¿Llegó un momento en que conoció a un hombre llamado Barry Tannenbaum?

Señora Tannenbaum: Sí, en efecto.

Señor Jaywalker: ¿Cuándo y dónde sucedió eso?

Señora Tannenbaum: Yo tenía dieciocho años, así que creo que fue en mil novecientos noventa y siete. Acababa de alcanzar la edad legal para poder trabajar. No tenías que tener veintiún años entonces. Así que estaba trabajando en uno de los bares de Caesars Palace. Allí fue donde vi a Barry por primera vez.

Señor Jaywalker: Háblenos sobre ese primer encuentro.

Señora Tannenbaum: Vi a aquel hombre, que estaba sentado, solo, en un rincón. Era bajito, no mucho más alto que yo. Ya tenía sesenta y un años; era tan viejo como para ser mi abuelo, tal y como mucha gente me ha dicho desde entonces. Estaba pálido y tenía poco pelo, aunque yo no me di cuenta entonces, porque llevaba un peluquín. Un peluquín y unas gafas de sol. Más tarde me contó que era para que nadie pudiera reconocerlo.

Señor Jaywalker: ¿Lo había reconocido usted?

Señora Tannenbaum: ¿Yo? Nunca había oído hablar de él. De hecho, pensé que era gay. Ya sabe, la peluca, las gafas. Pensé que estaba intentando ligar con un chico.

Señor Jaywalker: ¿Así que no era su intención seducirlo?

Señora Tannenbaum: No. Para entonces era legal. Ya no tenía que hacerlo más.

Gay o heterosexual, aquel hombre tenía aspecto de estar tan solo y tan triste que Samara se había acercado a su mesa, aunque no estaba en su zona, para preguntarle si se encontraba bien. Él le había contestado que no estaba seguro. Samara se dio cuenta de que bebía Coca-Cola light con una rodaja de limón que él había quitado del borde del vaso, pero que no había usado, así que la próxima vez que pasó por allí, le llevó otra, invitación de la casa. Pareció que él le agradecía terriblemente el detalle. Y cuando ella terminó su turno, a las tres de la mañana, la estaba esperando a la salida, junto a la puerta del bar. La había invitado a subir a su habitación, donde se había quitado el peluquín y las gafas, pero nada más. Y durante las cinco horas siguientes, habían hablado.