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Samara pagó, o más bien, Robert pagó en su nombre, una multa de trescientos cincuenta dólares, más otros cien dólares en concepto de costas del tribunal. También se le impuso la obligación de tomar un cursillo de un día sobre conducción segura, y a asistir a una clase de tres horas sobre el abuso de sustancias estupefacientes; y finalmente, le fue prohibido examinarse para obtener el carné de conducir durante un periodo de dieciocho meses.

Ésas eran las buenas noticias.

Las malas, al menos en lo que a Jaywalker concernía, fueron que su encaprichamiento con Samara no pasó del punto inicial. Robert siempre estaba presente, y la verdad era que, aunque no hubiera estado presente, Jaywalker debía admitir que las cosas no habrían sido distintas. Samara no indicó ni una sola vez que pudiera estar interesada en él, aparte de su representación legal. Cuando el caso terminó y él fue a abrazarla, algo que había hecho con hombres y mujeres, con asesinos y delincuentes, se dijo, ella apartó la cara en el último segundo, de modo que el beso aterrizó secamente en su mejilla.

– No te metas en problemas -le dijo él.

– No lo haré -prometió ella.

5.

Rikers Island

Las promesas, a veces, no se cumplían.

Seis años más tarde, Jaywalker estaba leyendo el New York Times cuando vio una noticia que le llamó la atención: Mujer acusada del asesinato de su esposo, un rico financiero.

Quizá no hubiera seguido leyendo, porque no tenía mucha empatía con los financieros, y menos con los financieros ricos. De hecho, estaba intentando decidir si la frase era redundante cuando su mirada dio con el nombre de Samara Moss Tannenbaum y se quedó allí clavada. Fue como si la estuviera viendo de nuevo, sentada frente a él en su oficina, incapaz de quitarle los ojos de encima como en aquel momento era incapaz de apartar la vista de su nombre.

Se obligó a parpadear una vez, después otra, sólo para poder mirar otra cosa. Después se sentó en la misma silla en la que se había sentado seis años antes, tras el mismo escritorio, y comenzó a leer la noticia.

Una mujer de veintiséis años ha sido arrestada esta mañana, acusada de asesinar a su marido, un financiero mencionado en la revista Forbes por tener una fortuna de más de diez mil millones de dólares.

De acuerdo con una de las fuentes de la investigación, que insistió en mantenerse en el anonimato debido a que no tiene autorización para hablar en nombre del departamento de policía, Samara Moss Tannenbaum ha sido acusada de apuñalar a su marido, Barrington Tannenbaum, de setenta años, una vez, en el pecho. La herida fue lo suficientemente profunda como para perforar el corazón de la víctima y hacer que se desangrara hasta morir.

(Continúa en la página 36).

Jaywalker desplegó el periódico y buscó la página en cuestión. Después la abrió con intención de leer el artículo completo, pero iban a pasar horas antes de que pudiera hacerlo. Lo que le detuvo fueron dos fotografías, típicos retratos de periódico en blanco y negro, colocados uno junto al otro. El de la izquierda era de un hombre ligeramente calvo con traje y corbata que tenía que ser la víctima. Sin embargo, Jaywalker ni siquiera leyó el pie de foto. Fue la imagen de la derecha la que lo capturó. Samara Tannenbaum lo miraba fijamente con sus ojos negros como el carbón y con su característico mohín en los labios. Jaywalker miró aquella fotografía durante horas.

Durante los dos días siguientes no pudo pensar en otra cosa. Pensaba en ella y soñaba con ella. Comió poco, durmió menos y perdió tres kilos.

Justo antes de las dos de la tarde del tercer día, se estaba preparando para acudir a un juicio cuando sonó el teléfono. Jaywalker iba a permitir que respondiera el contestador, pero en el último instante decidió descolgar el auricular.

– Jaywalker -dijo.

– Samara -dijo una voz femenina grabada, seguida de una masculina- llama desde una institución penitenciaria. Si desea aceptar el cargo de la llamada, por favor marque uno.

Jaywalker apretó el uno.

Se reunió con ella al día siguiente, en la Prisión para Mujeres de Rikers Island. Su conversación tuvo lugar a través de un agujero circular de doce centímetros y medio practicado en el centro de un cristal a prueba de balas y reforzado con cable.

– Tienes un aspecto horrible -le dijo él.

– Gracias.

Era cierto. Estaba horrible del mismo modo en que Natalie Wood hubiera estado horrible después de pasar cuatro días en la cárcel. O quizá Elizabeth Taylor de joven. Samara tenía el pelo enredado, los ojos hinchados y enrojecidos y la piel pálida. Llevaba el mono naranja de la prisión, que era al menos tres tallas más grande que la suya. Sin embargo, una vez más, Jaywalker se vio incapaz de apartar la mirada de ella.

– Yo no lo hice -dijo.

Él asintió. Aquella mañana había telefoneado al abogado que le habían asignado de oficio para que la representara en su primera comparecencia ante el tribunal. Habían hablado durante diez minutos, lo suficiente para que Jaywalker se enterara de que la acusación era de asesinato, de que los detectives habían ejecutado una orden de registro en la casa de Samara y de que habían conseguido muchas pruebas, incluido un cuchillo manchado de sangre seca, y que Samara, hasta el momento, negaba su culpabilidad.

Eso era lo normal. Muchos de los clientes de Jaywalker insistían en su inocencia al principio. Sólo cuando llegaban a conocerlo durante un tiempo se atrevían a confiar en él y le contaban la verdad. Él lo entendía, y entendía que parte de su trabajo era conseguir aquella confianza. También sabía que era un proceso, uno que no siempre se desarrollaba con facilidad. Algunas veces, ni siquiera se producía, y cuando ocurría eso, Jaywalker consideraba que era culpa suya y no de su cliente.

Estaba seguro de que con Samara, la confianza y la verdad llegarían, pero no en aquel momento ni en aquel lugar. No a través de un cristal reforzado y a prueba de balas, con un oficial de la prisión sentado a pocos metros de ellos y con algún micrófono escondido cerca. Así que, cada vez que Samara comenzaba a hablar del caso, él la interrumpía y le aseguraba que tendría tiempo de contarle su historia.

La verdad era que Jaywalker no había ido allí a ganar el caso en aquel momento, sino a conseguirlo.

– ¿Acepta mi caso?

Era exactamente la misma pregunta que ella le había hecho seis años antes. No había olvidado casi nada de ella, pensó Jaywalker. Le dio la misma respuesta que le había dado entonces.

– Sí.

Ella sonrió.

– En cuanto a los honorarios -dijo él.

Jaywalker odiaba aquella parte, pero era su forma de ganarse la vida, de pagar las cuentas. Además, ya tenía problemas con el comité disciplinario, y seguramente iban a imponerle una suspensión más o menos larga.

Él había hecho mucho trabajo gratuito durante sus años de profesión, pero con la falta de empleo en su futuro inmediato, no podía permitírselo en aquel momento. Y menos en un caso de asesinato, cuando la acusada insistía en que era inocente y posiblemente insistiera en ir a juicio.

– Tendré un montón de millones -dijo Samara-, cuando el patrimonio de Barry sea prorrateado.

Él no se molestó en corregir la palabra que había usado. Sin embargo, sabía que pasarían meses, probablemente años, antes de que hubiera una distribución de bienes. Además, si Samara era condenada por haber matado a su marido, la ley le impediría heredar un solo centavo. Jaywalker no se lo dijo, por supuesto. Se limitó a preguntar:

– ¿Y mientras tanto?