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Lenta, cuidadosamente, volvió a verter el licor en la botella. No quería derramar ni una gota, con aquel veredicto que se cernía sobre ellos. Iba a necesitar todo el alcohol entonces.

Aclaró el vaso, abrió el lavaplatos, y vio que estaba lleno de platos y vasos, no sucios, sino limpios. No se había molestado en sacarlos y llevaban allí una semana. Así que dejó el vaso en el fregadero. Su mujer lo habría regañado por aquel acto de pereza; sin embargo, su mujer estaba muerta, y él vivía solo. Y de repente, el impacto de su terrible soledad lo alcanzó de lleno, y tuvo que agarrarse con las dos manos a la encimera para no perder el equilibrio. «Gracias, Dios, por la suspensión», se dijo. «Gracias por no tener que hacer esto nunca más».

27.

Tocar fondo

Si Jaywalker pensaba que Samara y él habían tocado fondo la tarde previa, estaba a punto de conocer el más amplio significado de la frase. Antes de que el jurado entrara a la sala, el viernes por la mañana, Tom Burke solicitó una entrevista con el juez en su despacho. Jaywalker le dijo a Samara que se relajara y que esperara en la sala. Después siguió al juez, al secretario, al taquígrafo y a Burke por la puerta lateral.

– ¿Qué ocurre? -le preguntó a Tom.

– Me temo que no te va a gustar -respondió Burke. Y, por la expresión de su rostro, estaba claro que lo decía en serio.

Cuando el taquígrafo estuvo sentado, preparado, Burke no perdió el tiempo y fue al grano directamente.

– Hace menos de una hora he sabido -dijo- algo que concierne a la acusada. Es un incidente que ocurrió cuando ella tenía catorce años y vivía en Vigo County, Indiana, con el nombre de Samantha Musgrove.

Aquel apellido le resultaba vagamente familiar a Jaywalker, pero estaba demasiado ocupado sintiendo justa indignación como para preguntar. Fuera lo que fuera, era un incidente demasiado antiguo como para permitir que formara parte de las pruebas. Además, Samara era una niña entonces. ¿Y qué importancia tenía que se hubiera cambiado el nombre? Jaywalker también lo había hecho. Vaya cosa. Lo que importaba era que Samara tenía veintiocho años en la actualidad. No había modo alguno de que el juez Sobel pudiera permitir a Burke que la interrogara por algo que había hecho cuando tenía catorce.

– Parece -dijo Burke- que al contrario de lo que ha testificado la acusada, no se marchó de casa porque no le hubieran regalado nada por su cumpleaños. Los hechos son muy diferentes. Parece que, después de que uno de los novios de su madre, un tal Roger McBride, abusara de ella, se vengó agrediéndolo y acto seguido huyó del estado. Y según mi atlas, Prairie Creek incluye Vigo County.

– Suponiendo por un momento que todo eso sea cierto -dijo el juez-, le va a resultar muy difícil convencerme de que esto supone una mella en su credibilidad. Primero, tenía catorce años. Segundo, fue hace mucho tiempo. Tercero, por lo que sabemos, su acción pudo tener justificación. Y cuarto, la agresión no es uno de esos delitos, como el perjurio o la falsificación, que están relacionados con el hecho de decir la verdad.

Jaywalker sonrió. Él no lo habría dicho mejor.

– Cierto -admitió Burke-; por eso, la fiscalía admite que no tenemos derecho a cuestionar la credibilidad de la acusada.

– Entonces, ¿por qué motivo quiere sacarlo a relucir?

– Como acto previo similar.

– Me ha convencido de que es previo -dijo el juez-, pero ¿de que fue una agresión? Y este caso es una agresión con resultado de muerte. No veo la similitud por ninguna parte.

– Con el debido respeto, señoría -respondió Burke-, va a cambiar de opinión cuando oiga cómo agredió al señor McBride. Parece que ella tomó un cuchillo y se lo clavó en el pecho, hasta la empuñadura. Al parecer, no le atravesó el corazón sólo por tres milímetros. La hoja no era lo suficientemente larga.

Jaywalker notó que le flaqueaban las rodillas y estuvo a punto de perder el equilibrio. Lo único que pudo hacer fue observar con impotencia cómo Burke sacaba cuatro copias del material que había recibido por fax aquella mañana. Era el informe policial de lo ocurrido, un informe del seguimiento del caso, un aviso de búsqueda y captura y la copia de una fotografía. Aunque era una fotografía en blanco y negro, de mala calidad, no había forma de confundir los ojos negros y los labios carnosos de Samara.

Burke tenía razón cuando había predicho que el juez Sobel iba a cambiar de opinión. Y aunque Jaywalker puso todo tipo de objeciones, como la lejanía en el tiempo de aquel suceso, la sorpresa, la falta de notificación adecuada y falta de procedimiento, no consiguió nada. Lo único que no podía objetar era una emboscada, que Burke conocía aquel incidente desde el principio y que había estado esperando el momento perfecto para hacer uso de él. Jaywalker conocía a fiscales que utilizaban trucos como aquél, y no le habría costado nada acusarlos de ello. Sin embargo, conocía demasiado bien a Tom Burke como para sugerir tal cosa. Además, Burke tenía una refutación perfecta para cualquier tipo de emboscada: Si Samara hubiera querido, habría podido contarle a su abogado aquello por sí misma, en vez de esperar a que lo descubriera el fiscal, o a que no lo descubriera. Si alguien le había tendido una emboscada a Jaywalker, había sido Samara, no Burke.

– Señor Jaywalker -dijo el juez-. Estoy dispuesto a permitir al señor Burke que interrogue a la acusada sobre la agresión, la huida y el cambio de nombre. En el momento apropiado, daré instrucciones a los miembros del jurado sobre cómo pueden usar las pruebas y cómo no pueden usarlas. Dicho esto, le sugiero que pase los próximos quince minutos convenciendo a su cliente de que se declare culpable para obtener una reducción de la pena. Habrá un descanso hasta las diez y cuarto.

Aquello era tocar fondo.

Jaywalker se llevó a Samara a una de las escaleras, donde no había peligro de que los oyera ninguno de los miembros del jurado.

– ¿Aquí es donde me vas a pedir que te haga una felación? -le preguntó ella, en broma.

– Ni hablar -dijo él. Después la miró con gravedad y le preguntó-: ¿Te dice algo el hombre de Samantha Musgrove?

Él se esperó que lo negara, que dijera que no era ella.

– Yo soy Samantha Musgrove -respondió, en vez de negarlo-. O al menos lo era hasta que me escapé de casa.

Y él que esperaba una negativa.

Jaywalker le contó a Samara todo lo que había ocurrido en el despacho, incluida la recomendación del juez para que se declarara culpable y poder conseguir así una sentencia más leve. Incluso le mostró copias de los documentos que Burke le había entregado.

– Sí, yo apuñalé a ese McGuire, o como se llamara -dijo ella-. Lo único que siento es no haberlo matado. ¿Quieres saber lo que me hizo?

Jaywalker asintió.

– Se acercó a mí por detrás, me puso un cuchillo al cuello, me bajó los pantalones y me violó con brutalidad. Y no por donde se supone que se viola a una persona, no sé si me entiendes.

Jaywalker asintió de nuevo, reconociendo que sí entendía lo que quería decir con eso.

– Después, estaba tan borracho que se cayó al suelo y comenzó a roncar. Así que le di la vuelta, le quité el cuchillo de la mano e intenté matarlo. Y lo haría otra vez si tuviera la oportunidad. Pero, ¿a Barry? A Barry no lo toqué. Lo juro por mi vida. Así que, dime, ¿tengo que declararme culpable de algo que no he hecho sólo por algo que hice hace catorce años?

– Quizá -dijo Jaywalker-, si eso te ahorra diez años de cárcel, o algo parecido.

– Bueno, joder, pues no voy a hacerlo. Que me condenen a cien años, no me importa. No me importa una mierda.

Su bravata fue acompañada de lágrimas. Sin embargo, ante todas las pruebas y con aquel acto similar que el fiscal iba a detallar al jurado, Samara seguía sin rendirse. Y Jaywalker no podía llamarla mentirosa a la cara, porque una pequeñísima parte de él no estaba convencida de que mintiera sobre el apuñalamiento de Barry. Pese a lo condenatorio que parecía todo, su jurado interno todavía no podía decidirse sobre si aquello era una historia que se había repetido.