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– Está bien -dijo Jaywalker, cuando ella se hubo calmado lo suficiente como para escucharlo-. Necesito que me hagas un favor.

– ¿Qué favor?

– Puedes admitir lo que le hiciste a McBride, y puedes negar que apuñalaras a Barry, como quieras. Pero intenta cuidar el lenguaje. A mí no me importa, pero usas más palabrotas en una frase de las que un miembro del jurado oirá en toda su vida. ¿Crees que podrás hacerlo?

– Lo intentaré -dijo Samara, esbozando algo parecido a una sonrisa.

– Y respóndeme a otra cosa, si no te importa.

– ¿A qué?

– ¿Por qué no me lo contaste?

Samara se encogió de hombros.

– Después de todo este tiempo, ¿no crees que podías confiar en mí?

– No -dijo ella-, no era eso.

– Entonces, ¿qué era?

– Estuve a punto de decírtelo la noche en que… encontré el Seconal en el armario de la cocina. ¿No te acuerdas?

Él asintió. Recordaba aquella noche, aunque no estaba muy seguro de cuál era la relación.

– Supongo que tenía miedo de que, si te contaba aquello, no creyeras nunca que era inocente…

Aquello era bastante razonable.

– Y no lucharas por mí con todas tus fuerzas.

Sus palabras le causaron una punzada de dolor. En una sola frase, ella había puesto a Jaywalker a la altura de los demás abogados del mundo, el último sitio donde quería estar. Sin embargo, ¿quién podía culparla? Significaba que le había fallado. Con toda su preocupación egocéntrica por no perder el último caso de su carrera, no había conseguido convencer a Samara de que él era distinto al resto. ¿Por qué había esperado que ella entendiera que, aunque el hecho de conocer aquel apuñalamiento anterior habría sido demasiado para cualquier otro abogado defensor, a él no le habría importado? ¿Que, cuando llegaba el momento de ir a la guerra, Jaywalker luchaba igual por aquéllos a los que creía culpables que por aquéllos a los que creía inocentes?

Hacía mucho tiempo, había oído decir que una vez Abraham Lincoln se jactó de no haber defendido nunca a un hombre culpable. Quizá Lincoln fuera un gran hombre, pero para Jaywalker, aquella afirmación, si acaso era correcta, lo definía como un abogado defensor completamente inútil. ¿Quién era él para decidir que esa ayuda sólo debía prestarse a los virtuosos, y negársela a los pecadores? Para Jaywalker, aquello era igual que concederles exenciones fiscales sólo a los ricos. Por suerte, y a pensar de aquel concepto equivocado del papel de un abogado defensor, Lincoln había encontrado otro trabajo, aunque, quizá de manera reveladora, como republicano.

Matthew Sobel no pudo disimular su decepción al oír por boca de Jaywalker que no habría declaración de culpabilidad. Sacudió la cabeza entre la incredulidad y la frustración, y la expresión de su rostro se volvió muy grave. Era evidente que Sobel no quería imponerle a Samara la cadena perpetua, pero eso era exactamente lo que la ley requeriría que hiciera en caso de que el jurado la condenara, cosa que se había convertido en algo seguro.

Para ser justo con Samara, Jaywalker tuvo que admitir que lo hizo muy bien durante el resto del interrogatorio de Burke. Todo lo bien que permitía la situación. Lo miró directamente a los ojos mientras respondía todas las preguntas que él formulaba. Confesó sin titubeos el apuñalamiento que había perpetrado a los catorce años, admitió que lo había hecho mientras su atacante dormía y ya no era una amenaza para ella. Y no vaciló al responder que había intentado matar al hombre y que incluso había pensado que lo había conseguido. Dos semanas después había encontrado un periódico en Reno y había reconocido a Roger McBride en una foto. McBride era descrito como la víctima de una adolescente enloquecida. Había sobrevivido milagrosamente después de la agresión, y en la fotografía se le mostraba saliendo del hospital en una silla de ruedas, acompañado de su mujer y sus dos hijas. Se había emitido una orden de arresto para la adolescente.

Por muy dispuesta que estuviera Samara a hablar de aquella vieja agresión, no cedió un centímetro cuando Burke intentó relacionarla con el asesinato de McBride, usando la rabia de Samara como común denominador. En seis ocasiones consecutivas, Burke comenzó sus preguntas con la frase: «¿No es un hecho cierto que…», para intentar que Samara admitiera que había apuñalado a los dos hombres. Escuchó con paciencia cada pregunta antes de responder, en todas y cada una de las cinco ocasiones: «No, no es un hecho cierto».

Por supuesto, las preguntas no eran para ella. Burke era demasiado listo como para pensar que, de repente, Samara iba a confesarse culpable, o para pensar que ella podía tener un desliz freudiano e iba a delatarse, aunque fuera ligeramente. No, su interrogatorio era para el jurado. Les estaba dando un anticipo de su recapitulación en forma de preguntas. Y, por la expresión de su semblante, más grave que la del juez Sobel, Jaywalker supo todo lo que tenía que saber.

No habían tocado fondo. Estaban por debajo del suelo oceánico, en el núcleo de lava líquida del planeta. Allí donde la vida no podía existir.

Fuera cual fuera el cuestionario que Burke se había ahorrado para Samara la tarde anterior, decidió dejarlo en su bloc de notas, y prefirió terminar con aquella serie de preguntas letales que comenzaban con «¿No es un hecho cierto que…».

Jaywalker consiguió levantarse del asiento y pasó quince minutos intentando reparar el daño, aunque no tenía ninguna esperanza de rehabilitar a Samara. Sin embargo, no podía permitir que Burke tuviera la última palabra, y menos cuando los miembros del jurado iban a irse a pasar el fin de semana a casa. Así pues, tomó sus notas, fingiendo que todavía tenía importancia. Le preguntó a Samara cuándo se había enterado de que su marido tenía cáncer; ella respondió que lo había sabido cuando Jaywalker le había leído el informe de la autopsia de Barry. ¿Sabía que una esposa tenía por ley el derecho a impugnar un testamento desfavorable? No, no tenía ni idea.

Tonterías como aquélla.

Cuando Burke evitó la tentación de exagerar y renunció a formular más preguntas a la acusada, Jaywalker se puso en pie y anunció que la defensa había terminado su alegato. Intentó hacerlo con su tono más firme y confiado, pero sabía muy bien que no estaba engañando a nadie. Ni al jurado, ni a los espectadores, ni a su clienta, ni al juez. Ni siquiera a sí mismo.

– Y la fiscalía también ha terminado su alegato -dijo Burke.

El juez Sobel les hizo a los miembros del jurado sus advertencias habituales. Les ordenó que comparecieran de nuevo el lunes por la mañana para escuchar las declaraciones finales de los abogados y las instrucciones relativas a las leyes aplicables al caso que tuviera que darles el tribunal, así como la opinión del juez al respecto. Después comenzaría su deliberación, durante la cual, al tratarse de un caso de asesinato, permanecerían aislados de sus familias, trabajos y amigos. Jaywalker habría acabado con aquella norma de aislamiento, pero, en realidad, le gustaba la idea de que los miembros del jurado estuvieran encerrados, aunque sólo fuera una noche y en algún motel del aeropuerto de La Guardia. Que probaran lo que era dormir en una cama extraña, compartiendo habitación con un compañero que no habían elegido, después de que les dijeran qué programas de televisión podían ver, y cuáles no, y qué periódicos podían leer. Quizá se lo pensaran dos veces antes de enviar a alguien a prisión, a soportar unas restricciones mucho más severas que aquéllas.

Cuando los miembros del jurado salieron, el juez pasó los siguientes cuarenta y cinco minutos explicando lo que iba a incluir en su exposición de la ley al jurado. Jaywalker presentó un par de peticiones adicionales y un par de objeciones, pero todo era bastante estándar. El único punto de discusión fue el acuchillamiento de Roger McBride, el acto previo similar, y el modo en que el jurado podía usarlo.