«Un no tajante y rotundo».
No estaba mal.
El sábado por la noche, el suelo de la cocina de Jaywalker estaba cubierto de papeles rotos, todos ellos llenos de argumentos descartados que, en un momento, parecían posibilidades, y al instante siguiente le parecían inútiles.
Quizá debiera concentrarse en un solo sospechoso.
Volvió a su lista de cuatro. Anthony Mazzini, el encargado, no tenía la más mínima posibilidad. Entre otras cosas, los miembros del jurado nunca creerían que tenía la suficiente capacidad intelectual como para planear algo tan complicado. Kenneth Redding, el presidente de la comunidad, no tenía móvil. Y William Smythe, el contable de Barry, había salido airoso de su declaración, demasiado como para parecer capaz de cometer un asesinato.
Sólo quedaba Alan Manheim, el ex abogado de Barry. Jaywalker repasó las notas que había tomado durante el testimonio de Manheim. Burke había hecho que Manheim admitiera que había tenido una pelea con Barry. Se habían separado con acusaciones de desfalco por parte de Barry, seis meses antes de su muerte. Era cierto que Manheim había negado la acusación, incluso hasta el punto de alardear de que, poco después de ser despedido por Barry, había conseguido un puesto mejor pagado.
Jaywalker había conseguido que Manheim expresara su opinión de que Barry Tannenbaum no le pagaba lo suficiente, aunque el testigo hubiera mencionado cifras millonarias después. ¿Y la cantidad del supuesto desfalco? Jaywalker se la recordaría a los miembros del jurado. En palabras del propio Manheim, eran doscientos veintisiete millones de dólares. Jaywalker repetiría los números como si sintiera sobrecogimiento. Seguramente, los miembros del jurado no podrían imaginarse lo que significaba aquella clase de riqueza.
Manheim tenía mucho que perder. Su dinero, su reputación, su nuevo trabajo, su licencia para ejercer la abogacía. Por no mencionar su libertad. «Barry Tannenbaum acusó a su ex abogado de robo mayor», les diría Jaywalker, pero, ¿era razón suficiente para que Manheim quisiera quitarse a Tannenbaum de en medio? Eso era lo que Jaywalker quería que se preguntaran, les diría. Alan Manheim, el supuesto ladrón y desfalcador, no sólo tenía una razón para matar a Barry Tannenbaum, tenía doscientos veintisiete millones de razones para querer matarlo.
Manheim había sido muy mal testigo. Era petulante, repugnante y pagado de sí mismo. Si Jaywalker terminaba por apuntar a uno de los sospechosos por encima de los demás, sería a él.
Jaywalker apagó la luz. Eran más de las dos de la mañana, y sospechaba que ya no estaba funcionando a toda marcha. Sabía que si leía las últimas notas que había escrito sobre Alan Manheim, también terminarían rotas en el suelo de la cocina. Así pues, se dijo que ya no podía seguir pensando con claridad. Y después se recitó el credo sagrado de aquéllos que dejaban las cosas para el último momento.
Siempre queda el mañana.
El domingo por la mañana, Jaywalker estaba experimentando los primeros síntomas del pánico. Todavía no hablaba en alto consigo mismo ni se paseaba de un lado a otro por la casa. De hecho, todavía estaba en lo que él llamaba el modo constructivo, apuntando ideas según se le iban ocurriendo y descartándolas por inútiles. Así pues, todavía era un pánico controlado, pero era un paso más en el camino hacia la histeria descontrolada.
Ya le había sucedido antes durante la preparación de otras declaraciones finales. Argumentaciones que antes le habían parecido a prueba de bombas de repente tenían goteras y necesitaban reparaciones. Sin embargo, siempre había encontrado solución. Siempre había sido, simplemente, cuestión de identificar las debilidades del argumento y eliminarlas.
El caso de Samara no admitía reparaciones. Era como si en algún momento hubiera cobrado vida propia y quisiera demostrarle a Jaywalker que hiciera lo que hiciera y del modo que lo hiciera, no iba a conseguirlo. Las pruebas cambiaban, mutaban, se reinventaban para derrotarlo.
Estaba ocurriendo lo mismo con la recapitulación final. En la declaración de apertura, les había prometido a los miembros del jurado que sería la solidez de las pruebas de la acusación lo que les indicaría que alguien tenía que haberle tendido una trampa a Samara. Bien, tenía razón en cuanto a la primera parte de la ecuación; las pruebas contra Samara eran abrumadoras, más de lo que él hubiera imaginado. Sin embargo, la segunda parte se había perdido durante el proceso. Las pruebas no caían por su propio peso en ningún sitio. En ningún punto revelaban grietas o agujeros significativos que apuntaran a la inocencia de Samara o a la culpabilidad de otra persona.
Entonces, ¿qué se hacía cuando uno no podía recapitular?
Era una pregunta que Jaywalker nunca se había visto obligado a responder, en sus veinticuatro años de profesión. E incluso aunque se le ocurrió en aquel momento, intentó quitársela de la cabeza. Debía de haber un modo de ganar aquel caso, tenía que haberlo. Sencillamente, todavía no se le había ocurrido cómo. Sólo era una cuestión de tiempo.
Algo que se le estaba acabando rápidamente.
29.
Jaywalker llegó al tribunal neuróticamente temprano, como siempre hacía en los días de las declaraciones finales. Apareció pálido, demacrado y cansado. Sin embargo, por dentro notaba descargas de adrenalina. Durante las dos semanas anteriores, había dormido una media de tres horas al día y había perdido casi ocho kilos. Su traje de la buena suerte le colgaba del cuerpo. Llevaba el pelo más o menos bien peinado y estaba recién afeitado; sin embargo, incluso afeitarse le había pasado factura. Jaywalker se afeitaba todos los días (salvo los fines de semana) sin incidentes. Podría afeitarse con los ojos cerrados. Sin embargo, los días de recapitulación siempre se las arreglaba para cortarse y sangrar como si tuviera hemofilia. Siempre. En una ocasión, había tenido que hacer la declaración final con pequeños pedacitos de papel higiénico pegados a la barbilla y el cuello para que no se le mancharan de sangre la corbata, el cuello de la camisa y las notas, e incluso salpicara los miembros del jurado que estaban en primera fila. Habían absuelto a su cliente, le dijeron después, no tanto porque dudaran de su culpabilidad, sino porque temían que de condenarlo Jaywalker volviera a casa y terminara el trabajo.
Cabía la posibilidad de que estuvieran bromeando, pero, ¿qué importancia podía tener? Una absolución era una absolución, y él no estaba por la labor de disculparse.
La sala del juicio estaba llena para cuando entró Jaywalker. Había más periodistas que durante el proceso en sí. Las recapitulaciones eran algo fácil para la prensa; producían piezas ya preparadas, perfectas para las noticias de la noche o para las columnas impresas de la mañana siguiente. Y, desde el principio, aquel caso lo había tenido todo. Una mujer joven y guapa con un pasado de pobreza. Oscuras insinuaciones de abuso sexual, rumores persistentes de prostitución, acusaciones veladas de haberse casado sólo por dinero. Un marido mucho más viejo, excéntrico, poderoso, inmensamente rico, casado tres veces y tres veces divorciado. Todo ello, aderezado con dosis generosas de infidelidad, celos y humillación. Además añada un acuchillamiento mortal y un arma homicida escondida en casa de la esposa y manchada con sangre del marido. Y, justo antes de servir, termine con un viejo secreto, desenterrado nuevamente, un secreto oscuro de violación y venganza.
Parecía que incluso los abogados habían sido perfectamente seleccionados para sus papeles. Un joven fiscal, serio y concienzudo, que había logrado mediante el trabajo duro un puesto en una de las mejores fiscalías del país, sin haber perdido su buen carácter ni el sentido de la proporción en la sala de un juicio. Contra él, un veterano iconoclasta, aficionado a romper las leyes, con reputación de ser uno de los mejores de la profesión, sobre todo en lo referente a las declaraciones finales. Los periodistas sabían que, dijera lo que dijera Jaywalker, podían contar con que lo limitaría a la sesión de la mañana y después tomaría asiento. No lo sabían porque él se lo hubiera dicho, sino porque siempre era breve. Jaywalker no era uno de los preferidos de los reporteros. Nunca concedería una entrevista, nunca les daría una pista de su estrategia para un juicio ni diría nada inteligente cuando le pusieran un micrófono en la cara. Sin embargo, era un ganador, y el público adoraba a los ganadores.