Y aquella vez había más.
Los medios de comunicación sabían que Jaywalker tenía dificultades con el comité disciplinario. Su suspensión había aparecido en la prensa, aunque al principio del juicio de Samara, el juez Sobel había enviado una circular a los medios ordenando que se abstuvieran de informar sobre la suspensión de Jaywalker y de los hechos que la habían provocado, incluyendo aquel incidente particular que, según se decía, había tenido lugar en un rellano de las escaleras de los juzgados. Los medios habían tenido que cumplir su exigencia, a regañadientes, con la condición de que, en cuanto los miembros del jurado fueran aislados para comenzar sus deliberaciones, podría darse la noticia con todos sus detalles sórdidos. Así pues, los comentarios de aquella noche y los artículos del día siguiente tendrían un detalle más para completar aquella historia, un detalle jugoso y sucio sobre uno de los participantes clave.
No había nada como el interés humano para impulsar un poco una historia que, de otro modo, habría quedado flácida.
Las mariposas habían vuelto.
Incluso antes de tomar asiento en la mesa de la defensa, veinte minutos antes de que llegara el juez, Jaywalker las sentía revoloteando en el estómago. Era como si tuvieran oído y supieran cuándo debían batir las alas. En cuanto el secretario decía: «Pónganse en pie los presentes», o en cuanto el juez decía: «Que entre el jurado». Entonces, las mariposas echaban el vuelo, a cientos, a miles. Torturaban a Jaywalker, le causaban una sensación insoportable en el estómago, le llenaban los oídos con un pitido agudo y lo llevaban al borde de la náusea. Sin embargo, también le servía de revulsivo. En realidad, le hacían ser quien era.
El juez Sobel pasó unos minutos diciéndoles a los miembros del jurado lo que eran las declaraciones, pero sobre todo, les dijo lo que no eran: pruebas. Jaywalker no les tenía mucho cariño a aquellas instrucciones. Si hubiera estado en su mano, habría prescindido de todas las pruebas y habría pedido a los miembros del jurado que tomaran la decisión sobre el caso sólo en relación a las declaraciones finales.
En aquel momento, el juez se volvió desde la tribuna del jurado hacia la mesa de la defensa.
– Señor Jaywalker -dijo.
Nada más, nada menos.
Cuando volvió a sentarse, Jaywalker había hablado a los miembros del jurado durante casi dos horas y media, sin tomarse un descanso y sin mirar sus anotaciones salvo en una o dos ocasiones, sólo para asegurarse de que no se había dejado nada en el tintero. Les recordó lo que habían aprendido durante el proceso en que fueron seleccionados para formar parte del jurado: que su tarea no era averiguar si Samara había matado o no a su marido. Su tarea era decidir si el fiscal había conseguido demostrarlo más allá de toda duda razonable. Volvió a incidir en lo diferentes que eran esos dos trabajos.
Volvió a contarles la historia de la vida de Samara, desde su violación en un remolque en Prairie Creek, Indiana, pasando por su huida a Las Vegas, hasta que se convirtió en la señora de Barry Tannenbaum, en Nueva York. Planteó que era muy improbable que una mujer de su pequeña estatura y fuerza hubiera podido hundir un cuchillo hasta la empuñadura en el pecho de alguien. Señaló lo absurda que era la idea de que después hubiera guardado el arma homicida, manchada con la sangre de su marido, como si fuera un souvenir para que lo encontrara la policía. Los advirtió del peligro de condenar a alguien teniendo en cuenta sólo las pruebas circunstanciales. Exaltó la majestuosidad de la presunción de inocencia, la lógica de situar la carga de prueba en manos de la fiscalía, y la sabiduría de un sistema que exigía probar los cargos más allá de toda duda razonable. Les recordó a Alan Manheim y a sus doscientos veintisiete millones de razones para querer muerto a Barry Tannenbaum. Siguió diciéndoles, pese a todo, que no era la defensa la que tenía la carga de probar la culpabilidad de Manheim, ni la de ninguna otra persona. Esa carga le correspondía a la fiscalía. La defensa no tenía que probar ni desmentir nada.
Habló desde el estrado y se movió por la sala, volviendo periódicamente hacia donde estaba Samara. Pronunció citas de las actas de los testimonios y usó las pruebas. Elevó y bajó el tono de voz, y hacia el término de su alegato, sólo podía hablar con un susurro ronco, grave, que sirvió para subrayar sus palabras finales, que usó para rogarles a los miembros del jurado que declararan a Samara no culpable.
Aquéllos que tenían por costumbre acudir a escuchar las recapitulaciones de Jaywalker, y había mucha gente que lo hacía, convendrían después en que aquella argumentación en favor de Samara Tannenbaum había sido una de las mejores de su vida, sobre todo teniendo en cuenta el caso al que se había enfrentado. Fue enérgica, dramática, bien modulada, emocionante y extraordinaria en todos los sentidos. En una palabra, fue todo lo que podía haber sido.
Es decir, todo, salvo lo suficientemente buena.
Tom Burke pronunció su recapitulación a primera hora de la tarde. Comenzó admitiendo que «Las cosas no son siempre lo que parecen. Pero», añadió rápidamente, «a veces sí lo son». De aquel punto, llevó a los miembros del jurado a través de una metódica y exhaustiva revisión de las pruebas que vinculaban firmemente a Samara con el crimen. Su presencia en el apartamento cerca de la hora de la muerte de Barry Tannenbaum. La acalorada discusión que habían mantenido. Las mentiras que les había contado a los detectives al día siguiente. El arma del crimen y los otros artículos que se habían hallado en su casa, manchados de sangre de Barry. La póliza de seguros, junto a la creencia de Samara de que no iba a obtener nada de Barry. Y, finalmente, la agresión que había perpetrado a un hombre a los catorce años, que, según Burke, imprimía el sello único de Samara en el asesinato de Barry Tannenbaum.
Mientras escuchaba su argumentación y miraba al jurado, Jaywalker se preguntó cómo iban a rechazar el análisis de Burke. No había manera de que no declararan culpable a Samara. Se puso a fantasear con la posibilidad de que hubiera algún chiflado entre sus miembros, alguien que se negara a deliberar o que se encastillara de una manera irracional, provocando la disolución al no poder llegar a un acuerdo y, como consecuencia, la nulidad del juicio. Aquello sí sería una victoria. Comenzó a negociar con un dios en el que no creía, ofreciéndole pequeños sacrificios a cambio de la presencia de aquel solitario rebelde en el jurado. Dejaría de beber. Comenzaría a comer tres veces al día. Presentaría sus impuestos atrasados, visitaría a su hija, iría al dentista y se haría aquel chequeo médico que siempre estaba posponiendo.
En un momento dado, silenciosamente, Jaywalker tomó su maletín. Encontró su carpeta del jurado, sacó la lista y observó las notas que había tomado casi dos semanas antes. Doce nombres, doce ocupaciones, doce grupos de anotaciones, puntuaciones y signos de interrogación. Sin embargo, no pudo localizar a un chiflado entre ellos.
Burke se sentó después de una hora y media. Tal y como había aprendido Jaywalker hacía mucho tiempo, generalmente se tarda menos tiempo en decir algo que en no decir nada.
El juez Sobel tardó una hora para hacer su exposición de la ley al jurado, y para darles las últimas instrucciones. Después, anunció:
– El jurado puede retirarse a deliberar.
Y las mariposas volvieron.