Ella se encogió de hombros.
– ¿Debería ponerme en contacto con Robert? -le preguntó él.
– Robert ya no está -respondió Samara-. Barry descubrió que robaba.
– ¿Y no hay un nuevo Robert?
– Hay un nuevo chófer, aunque… -su voz se acalló-. Pero -dijo, animándose de repente-, yo tengo una cuenta bancaria que es mía, más o menos.
Aquel «más o menos» le pareció extraño a Jaywalker, pero era un progreso. Recordó a la chica de veintiún años a la que no se le permitía tratar asuntos de dinero.
– ¿Y cuánto dinero hay en esa cuenta?
– No sé. Unos doscientos…
– ¿Eso es todo?
– Mil.
– Oh.
Jaywalker apuntó el nombre del banco y le explicó que le llevaría unos documentos para que los firmara, de modo que él pudiera sacar una cantidad como provisión de fondos. Después le explicó lo que iba a suceder durante las dos semanas siguientes: las pruebas se presentarían ante un jurado de acusación, y ella sería acusada. Le dijo que tenía derecho a testificar ante aquel jurado, pero que sería muy mala idea.
– ¿Por qué?
– En este momento, el fiscal del distrito sabe tanto de los hechos como nosotros -respondió él-. De todos modos, terminarían por acusarte, y después podrían usar tu propio testimonio contra ti en el juicio.
Cuando ella lo miró de manera confusa, él le dijo:
– Confía en mí.
– De acuerdo -respondió Samara.
Él se sintió aliviado. No quería decirle en aquel momento que, si comparecía ante el jurado y negaba que hubiera tenido algo que ver con el asesinato de Barry, después no podría alegar la defensa propia, o argumentar que no estaba en pleno uso de sus facultades mentales en el momento del crimen, o que había matado a su marido en medio de una profunda alteración emocional. Aquéllas eran posibles líneas de defensa que Jaywalker quería mantener abiertas, que necesitaba mantener abiertas.
Finalmente, le dijo lo más importante:
– Mantén la boca cerrada. Este sitio está lleno de chivatos. Tu caso está en todos los medios de comunicación, y eso significa que todas las mujeres de la prisión saben por qué estás aquí. Cualquier cosa que puedas decirles se convierte en su oportunidad para poder negociar un trato con el fiscal en su propio caso, y salir de aquí. ¿Entendido?
– Sí.
– ¿Me prometes que vas a tener la boca cerrada?
– Te lo prometo -dijo ella, e hizo ademán de cerrarse los labios como si tuviera una cremallera.
– Bien -dijo Jaywalker.
Sólo cuando estuvo fuera de la prisión, dirigiéndose hacia la parada del autobús que lo llevaría a Manhattan, recordó Jaywalker que en lo referente a las promesas cumplidas, Samara iba cero a uno.
Cuando Jaywalker llegó a Manhattan era demasiado tarde para ir al banco de Samara a averiguar lo que tenía que hacer para retirar dinero de su cuenta. Sabía que podía telefonear a la sucursal para hablar con el director o con alguien del departamento legal, pero sabía por experiencia que era mejor tratar aquellos asuntos en persona. A menudo le habían dicho que tenía un rostro sincero y algo que desarmaba a los demás, y había empezado a pensar que era cierto. Los miembros del jurado lo creían, los jueces confiaban en él e incluso los fiscales más severos tendían a abrirse a él. En realidad, Jaywalker era un poco estafador. «Presentadme a un buen abogado criminalista», les había dicho a sus amigos más de una vez, «y yo os mostraré a un manipulador experto». Después, se apresuraba a defender esa habilidad, incidiendo en el hecho de que establecer su credibilidad y su sinceridad no sólo era su especialidad, sino también algo de importancia fundamental para conseguir la absolución de un acusado inocente.
Hablaba menos de los culpables a los que también conseguía librar de su castigo, pero tampoco le quitaban el sueño. Creía apasionadamente en el sistema, que daba derecho a cualquier acusado a tener a alguien de su parte, alguien que lucharía por él con ahínco, todo lo bien que pudiera, por muy despreciable que fuera el individuo, por muy atroz que fuera su crimen o por muy abrumadoras que fueran las pruebas en su contra. Era cosa de los treinta mil policías, los dos mil fiscales y quinientos jueces de la ciudad luchar con ahínco, todo lo bien que pudieran, por encerrar al tipo de por vida. Así pues, no sentía la necesidad de disculparse por intentar ganar todos sus casos.
Telefoneó a Tom Burke, el ayudante del fiscal del distrito que llevaba la acusación de Samara Tannenbaum. Había visto el nombre de Burke en el artículo del Times, y el primer abogado de Samara se lo había confirmado.
– Burke -dijo una voz grave.
– ¿Por qué no eliges a alguien de tu tamaño? -preguntó Jaywalker.
– ¿Quién es?
– ¿Qué pasa, que no tienes identificador de llamadas?
– ¿Estás de broma?
– Yo nunca bromeo.
– ¿Jaywalker?
– Muy bien.
A Jaywalker le caía muy bien Burke. Habían coincidido en un par de casos anteriormente, aunque ninguno había terminado en juicio. Barry no era un estudioso de la ley; era un abogado trabajador, que usaba su intuición y su experiencia, y una persona de fiar.
– ¿Cómo demonios estás? -le preguntó.
– Bastante bien -respondió Jaywalker.
– Deja que adivine. ¿Samara Tannenbaum?
– Exacto.
– ¿Por qué no me sorprende? Ah, claro. La representaste en aquel asunto de la conducción en estado de ebriedad.
– Veo que has hecho los deberes.
– ¿Te la han asignado?
– No -respondió Jaywalker-. Hace tiempo que dejé el ámbito público, justo antes de que subieran los sueldos.
Era la verdad. Después de dejar la Sociedad de Ayuda Legal, Jaywalker había aceptado todos los casos que le asignaban los tribunales, aunque sólo adjudicaran honorarios de veinticinco dólares por la hora de trabajo fuera de los juicios y cuarenta y cinco por la hora de trabajo durante las sesiones. En aquel momento, su hija estaba estudiando derecho en la universidad, y él necesitaba hasta el último centavo para costearle la carrera. Cuando ella se había licenciado y había encontrado un trabajo, él había dejado de aceptar casos asignados, salvo como favor ocasional a algún juez, o cuando Nueva York instauró de nuevo, brevemente, la pena capital.
Unos años antes, debido a la presión de una demanda, habían decidido por fin subir las tarifas a setenta y cinco dólares por hora de trabajo. Sin embargo, Jaywalker no había tenido la tentación de volver; en aquel momento tenía mucho trabajo privado, y sus gastos eran lo suficientemente bajos como para no necesitar los ingresos extra. Hacerse rico nunca había sido una de sus prioridades.
– Perdona que te lo pregunte, pero -dijo Burke-, ¿quién te ha contratado?
– Samara. O al menos, va a hacerlo.
– No va a funcionar.
– ¿Por qué?
– He conseguido una orden para congelar todas las cuentas de Barry Tannenbaum -respondió Burke-. Incluyendo una cuenta bancaria a nombre de Samara.
– Mierda -dijo Jaywalker. Fue todo lo que se le ocurrió.
Por supuesto, Tom Burke sólo hacía su trabajo. Había conseguido seguir la pista de los depósitos de la cuenta de Samara y le había demostrado al juez que todo el dinero, unos doscientos mil dólares, provenía de su marido. Según la ley, si Samara era condenada por su asesinato, perdería sus derechos sobre aquel dinero, así como sobre todos los demás bienes de Barry.
Después, Burke había informado al juez de que ya le había presentado el caso al jurado de acusación, que había votado a favor de acusar a Samara después de escuchar las pruebas y llegar a la conclusión de que ella había cometido el crimen. Basándose en ello, la juez, una mujer muy razonable llamada Carolyn Berman, había congelado todas las cuentas de Barry Tannenbaum, incluida la que estaba a nombre de Samara.
Aunque Burke y Berman sólo estuvieran haciendo su trabajo, el resultado le había causado un buen problema a Jaywalker. La buena noticia era que se libraba de tener que ir al banco; sin embargo, ese consuelo se veía ensombrecido por el hecho de que tendría que pasarse dos días rellenando papeles para que Burke y él pudieran comparecer ante la juez y tratar la justicia de aquella medida.