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Así pues, cinco minutos después se oyó otro timbrazo y hubo otra nota.

Estimado juez Sobeclass="underline"

Nosotros, el jurado, estamos decepcionados con su respuesta, pero la acatamos. En este momento estamos muy cerca de alcanzar un veredicto unánime. Le pedimos que nos permita continuar con nuestra deliberación hasta las ocho de la noche para resolver nuestras diferencias. Si no hemos podido conseguirlo para entonces, nos gustaría terminar por hoy.

Stanley Merkel

Portavoz

7:00

Una hora para terminar. En aquel momento, Jaywalker ya tiene absolutamente claro que el jurado está enfrentado, seguramente once a uno, o como mucho, diez a dos, con la mayoría a favor de la condena. Por sus ojos llorosos, pensaba que era Carmelita Rosado la que se oponía a todos los demás. Si había otra persona, él apostaría por la número diez, Angelina Olivetti, la actriz que trabajaba de camarera entre casting y casting. Las dos jóvenes eran mujeres calladas. Durante el proceso de selección, Jaywalker había pensado en rechazarlas a ambas, pero terminó reservando las dos posibilidades que le concedía la ley para cambiar a un miembro del jurado sin causa para otros candidatos a los que temía más. Aunque no le parecía que ni Rosado ni Olivetti estuvieran particularmente alineadas con la defensa, al menos se consolaba pensando que parecían débiles. En otras palabras, aunque siguieran la corriente a la mayoría, no eran líderes. No iban a organizar una estampida para condenar a Samara.

Sin embargo, aquella debilidad se ha convertido ahora en un lastre. ¿Serán capaces las dos, o una de ellas, de resistir la presión que están ejerciendo sobre ellas los demás miembros del jurado en este momento?

7:30

Según uno de los funcionarios de la sala, ha habido algunas voces en la sala del jurado, pero no han llegado a ser gritos. Los gritos serían un buen augurio, señal de que alguien se había plantado y estaba obstinado. Las voces un poco altas eran más difíciles de interpretar.

7:46

El mismo funcionario le dice a Jaywalker que ha oído llanto en la sala, que parecía de una mujer. Los lloros son malos. Llorar sólo puede significar desesperación por tener que condenar, junto a la frustración por no poder conseguir que el juez sea clemente. El llanto es muy malo.

7:48

¿Se ha parado el reloj?

7:50

Jaywalker ya no puede quedarse sentado. La vejiga lleva avisándolo más de media hora, pero tiene miedo de salir de la sala, miedo de que, en cuanto salga, el timbre suene dos veces. Así que se pasea por la sala, dominado por los nervios, y para no orinarse en los pantalones. Si puede aguantar diez minutos, quizá Carmelita Rosado o Angelina Olivetti también puedan.

7:57

El juez Sobel reaparece y sube al estrado. Jaywalker y Samara también ocupan sus sitios en la mesa de la defensa, y Burke en la del fiscal.

– Que entre el jurado -dice el juez.

– Póngase en pie el portavoz.

El señor Merkel se pone en pie.

– Señor Portavoz, en el caso del Pueblo de Nueva York contra Samara Tannenbaum, ¿tiene el jurado un veredicto?

– No, todavía no.

Jaywalker suspira.

En cuanto los miembros del jurado se marcharon, Tom Burke se levantó y renovó su solicitud de que le fuera revocada la libertad bajo fianza a Samara.

– Es evidente que el jurado está a punto de…

– Discúlpenme -dijo Jaywalker, levantándose también-, pero estoy a punto de orinarme encima. Necesito una pausa de tres minutos. Después volveré y podremos hablar de esto todo el tiempo que quieran.

– No hay nada de lo que hablar -dijo el juez Sobel-. Señor Burke, si teme que la acusada pueda escapar, envíe a dos detectives para que vigilen su casa hoy por la noche. Señora Tannenbaum, ¿confío en que estará aquí mañana a las nueve y media de la mañana?

– Sí, señoría.

– Señor Jaywalker. ¿Señor Jaywalker?

Sin embargo, Jaywalker ya estaba a medio camino hacia la salida. Parecía que su estrategia había funcionado. Y, si los limpiadores no habían cerrado ya la puerta de los servicios, el triunfo sería total.

Pensándolo bien, lo único que había ocurrido era que Samara no había sido declarada culpable aquella noche. El día siguiente, por supuesto, sería otra historia. En aquel momento, las más pequeñas victorias le provocaban un nirvana a Jaywalker. Hacían que se sintiera tan bien, de hecho, como cuando pudo girar el pomo de la puerta del servicio de caballeros.

30.

Después

Mientras se lavaba las manos en el servicio de caballeros, Jaywalker miró hacia arriba y vio su cara reflejada en el espejo. Ni la grieta que recorría el cristal de arriba abajo ni la acumulación de suciedad pudieron ocultar la sonrisa de sus labios. Cerró los ojos, respiró profundamente y, en silencio, dio gracias a Dios, aunque sabía que no existía, pero sólo por si acaso. El alivio era lo mismo que llegar a las ocho de la tarde sin una condena. El alivio era lo mismo que conseguir llegar al servicio de caballeros sin una catástrofe.

Cuando Jaywalker abrió los ojos todavía estaba sonriendo. Y seguía sonriendo cuando salió al pasillo y se encontró cara a cara con Samara.

– ¿Qué es lo que tiene tanta gracia? -le preguntó ella.

– Nada -respondió él-. Todo. Estamos vivos. Vamos a volver mañana. Hay alguien en ese jurado que todavía cree en ti.

– ¿Y tú? -le preguntó ella, mirándolo fijamente a los ojos, sin dejarle escapatoria-. ¿Todavía crees en mí?

– Sí -dijo él-. Todavía creo en ti.

– ¿Lo dices en serio?

– Por supuesto que sí.

– Entonces, ven conmigo a casa.

Por cómo lo dijo, no era una orden, pero tampoco era una pregunta. Era una mezcla de ambas cosas. Le estaba pidiendo que se fueran de allí, y sólo podía haber una respuesta.

– Sí -dijo Jaywalker-. Iré a casa contigo.

Estaba lloviendo en Centre Street. Caía una lluvia helada que se convirtió en aguanieve mientras estaban esperando un taxi allí parados.

– Vamos -le dijo Jaywalker a Samara, y comenzaron a caminar encorvados hacia el norte, tomados del brazo. En Canal Street, una viejecita coreana, resguardada en un portal, estaba agitando un montón de paraguas.

– Cuatro dólares, cuatro dólares.

Jaywalker se metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta para sacar cuatro dólares. Era algo que había que hacer en Nueva York: llevar dinero suelto. Se acercó a la viejecita y le preguntó:

– ¿Hay alguna posibilidad de que éste dure algo más que el que me vendió hace dos semanas?

– Tres dólares.

– De acuerdo.

El aguanieve estaba empezando a caer con más fuerza, y para entonces, el pavimento estaba resbaladizo. Aunque se encorvaron y se acurrucaron bajo su paraguas especial de tres dólares, se estaban empapando. Y no había ningún taxi a la vista. Otra cosa típica de Nueva York.

Así pues, los dos se metieron en una boca de metro, la millonaria a punto de ser condenada y su abogado a punto de ser suspendido.

Cuando llegaron a la Sesenta y ocho, el aguanieve había cambiado otra vez, esta vez a nieve. Era una nieve pesada, húmeda, copos que a la luz de las farolas parecían palomitas; pero era mejor que lo anterior. Jaywalker le pasó un brazo por los hombros a Samara, y con la otra mano llevó el maletín y el paraguas, cosa que hubiera sido más fácil si hubiera podido usar las dos manos.

Pensó en aquella situación durante un momento. El juicio estaba casi acabado, y ya sólo le quedaba un día de trabajo, así que no utilizaría más aquel maletín. Claro que la vida podía ser muy rara, y uno no podía estar seguro de nada. Así pues, en la siguiente esquina tiró el paraguas en una papelera.