– Eh -dijo Samara-, has pagado tres dólares por eso. Podía haberlo llevado yo.
– No es necesario -respondió él-. Cuando se mojan, ya no sirven más. Ésa es la idea. ¿Esa ancianita de Canal Street? Es la vicepresidenta de su empresa, y está a cargo de la investigación de mercado. En dos años tendrá suficiente dinero como para comprar Manhattan, desmontarlo y enviarlo por barco a casa.
Samara se rió al pensar en aquello. Fue una carcajada desbordante, genuina. Como las lágrimas que se le habían derramado en el estrado y su uso frecuente de lenguaje de vestuario masculino, y como todo el resto de ella. Los periodistas que la habían retratado como a una cazadora de fortunas calculadora se habían equivocado. La verdad era que, si había alguien que funcionara sin un plan premeditado, era Samara. Si le parecía divertida alguna cosa, se reía como una niña. Si había algo que le parecía triste, lloraba. Y si le parecía absurdo, saltaba al instante y lo decía, sin medir las palabras ni preocuparse por suavizarlas.
Su risa era contagiosa, y pese a todo lo que estaba ocurriendo, o quizá por lo que habían tenido que soportar durante las dos últimas horas, Jaywalker se dio cuenta de que quería dejarse llevar. Se rieron de su comentario tonto y de lo empapados que tenían la ropa y el pelo. Se rieron porque estaban juntos. A aquella hora, al día siguiente, Samara estaría en la cárcel y él ya no sería abogado, pero en aquel momento iban a casa de Samara a pasar la noche juntos, y eso era suficiente.
O, como habría dicho Samara con elocuencia, a la mierda mañana.
Cuando llegaron a casa de Samara, Jaywalker se dio cuenta de que había un coche gris, un Ford Crown Victoria, al otro lado de la calle. Dentro estaban sentados dos tipos un poco gordos, de raza blanca, y el parabrisas del vehículo tenía vaho en el sitio donde estaban posados dos vasos de café, sobre el salpicadero. Era evidente que Tom Burke se había tomado en serio la recomendación del juez Sobel y había enviado a dos detectives para que hicieran guardia frente a la casa de Samara. Si Samara los vio, no hizo ningún comentario al respecto. Hacía falta ser policía para notar que había otro policía; Jaywalker lo sabía de sus días en la Agencia Antidroga. Aunque, por otro lado, Samara había tenido bastantes encontronazos con la ley, y no había muchas cosas que se le pasaran por alto. Quizá también los había visto y no le importaba su presencia.
Él la soltó sólo lo suficiente como para que ella abriera la puerta de su casa. Cuando estuvieron dentro, se miraron a la luz y comenzaron a reírse de nuevo. Estaban cubiertos de nieve. Tenían nieve en la ropa, en el pelo, en las cejas, en las pestañas.
– Vas a estar estupenda cuando seas vieja y tengas el pelo gris -le dijo Jaywalker. Siempre le había encantado el contraste de una cara joven, de hombre o de mujer, y de un pelo gris.
Sin embargo, aquello le ganó un codazo en las costillas por parte de Samara. Él le agarró una muñeca y encontró también la otra. Eran diminutas, tan diminutas, que Jaywalker pudo formar un círculo con los dedos a su alrededor. La atrajo hacia su pecho y la abrazó. Lo único que quería era inmovilizarla, agarrarle las manos para impedirle que le infligiera más daño. O quizá no. Pero, si esperaba que ella se resistiera, tuvo que llevarse una sorpresa. Notó que Samara se relajaba, y él reaccionó mirando hacia abajo en el preciso instante en el que ella miraba hacia arriba. Sus miradas quedaron atrapadas, y Jaywalker experimentó lo mismo que había sentido la primera vez que la vio. Sólo que, en aquella ocasión, no estaban sentados frente a frente en su oficina, sino que ella estaba entre sus brazos.
Se quitaron el uno al otro la ropa llena de nieve y la dejaron en un montón, en el vestíbulo. Samara se detuvo cuando llegó a sus calzoncillos, y Jaywalker cuando llegó a su sostén, su tanga de hilo dental y su brazalete electrónico. En realidad, no sabía que era un tanga hasta que ella se dio la vuelta y le hizo un gesto para que lo siguiera escaleras arriba. «Dios», pensó Jaywalker. «Quienquiera que inventara estas cosas se merece un premio Nobel». Y, por primera vez en su vida, estuvo dispuesto a perdonar a Bill Clinton por rendirse ante Monica.
Terminaron en una sala de estar, o quizá fuera un despacho; Jaywalker no lo recordaba bien. Era una habitación de tamaño modesto, pero tenía una enorme chimenea que estaba rodeada por un sofá en forma de U, igualmente grande. Había troncos en el hogar, y él miró a su alrededor en busca de cerillas. Sin embargo, ella tomó algo que parecía un mando de control remoto, apuntó y apretó, y el fuego se encendió. Quizá no fuera la fórmula preferida de Jaywalker, pero cumplió su cometido.
– Bueno -dijo entonces, Samara-. ¿Ya es después?
– Lo suficientemente cerca -respondió Jaywalker.
Incluso en lo que se refiere a los juegos preliminares, siete años y medio es un tiempo demasiado largo. Con una acumulación semejante, habría sido comprensible, inevitable, que la realidad no estuviera a la altura de la impaciencia.
Sin embargo, no fue así.
Acostarse por fin con Samara resultó más de lo que Jaywalker hubiera imaginado, esperado y soñado en sus más apasionadas fantasías. Si su trasero y su tanga le habían vuelto loco, también el resto de su cuerpo. Pero había más.
No sólo era físicamente exquisita, sino que tenía talento. Tanto, de hecho, que en una o dos ocasiones Jaywalker se dio cuenta de que estaba recordando cuál era su pasado.
Sin embargo, sus dudas fueron pasajeras y se evaporaron. Y, aunque Samara no intentó hacer que se sintiera como si fuera su primer amante, algo bastante difícil, sí consiguió hacer que se sintiera como su mejor amante, borrando todas las dudas que él pudiera tener sobre sí mismo con un interminable aluvión de besos, caricias, gemidos y todo tipo de cosas que al final lo dejaban suplicándole, con la respiración entrecortada. Había olvidado sus preocupaciones sobre la frescura de su aliento, el tamaño de su dotación personal y las necesidades de Samara; aquellas tres cosas funcionaban muy bien, gracias. Suficiente con decir que la experiencia fue de todo menos el anticlímax. De hecho, hubo un momento en el que Samara susurró:
– Hasta ahora has perdido tres meses de vida.
– ¿Yo? -preguntó él con un jadeo-. Entonces tú has perdido años.
– No es lo mismo, tonto. ¿Es que no entiendes nada?
Y aquello, de labios de una mujer veinte años más joven que él, que estaba sentada a horcajadas y completamente desnuda sobre su cuerpo. Ya estaba ocupada intentando arrebatarle otro mes de vida más.
En algún momento, cuando habían tenido que parar para tomar un respiro, Samara vio a Jaywalker pellizcándose el puente de la nariz.
– ¿Te duele la cabeza? -le preguntó.
Él asintió.
– Estoy segura de que Barry se dejó aspirinas por ahí. O ibuprofeno. Era una farmacia andante.
– No puedo tomar nada de eso -respondió Jaywalker, que había desarrollado alergia a aquellos medicamentos-. Se me hincha la cabeza y parezco un manatí.
– Entonces, ¿qué podemos hacer por ti?
– Has hecho más de lo que puedes imaginar.
– En serio.
– ¿En serio? Supongo que me vendría bien comer algo -dijo-. Hace un día y medio que no como.
– Y seguro que no te refieres a comer helado.
Al pensar en algo frío, tuvo que volver a pellizcarse el puente de la nariz.
– Probablemente no.
– ¿Pizza?
– ¿Tienes pizza?
– No -respondió Samara-, pero tengo teléfono. Estamos en Nueva York, ¿o no te acuerdas?
Él insistió en que pidieran dos pizzas grandes en vez de una. Cuando llegaron, media hora después, se quedaron la de queso para ellos, y enviaron la de carne, pepperoni y extra de queso al coche que había aparcado frente a la casa.