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– ¿Y qué es un manatí? -preguntó Samara.

Estaban sentados en la alfombra, frente al fuego, comiendo pizza. Entre los dos tan sólo llevaban puesto un brazalete electrónico.

– Un manatí es una vaca marina. Y, confía en mí, no te gustaría verme así.

– Confío en ti -dijo ella-. Y siento no haber confiado lo suficiente en ti antes como para contarte lo de que apuñalé a ese tipo, y que me llamaba Samantha Musgrove. Supongo que pensé que, si no se lo contaba a nadie, sería como una pesadilla que no había ocurrido en realidad.

– ¿Por qué elegiste el nombre de Samara? Quiero decir, entiendo lo de Moss. Es corto y bonito, y fácil de recordar. Pero, ¿Samara?

– ¿Sabes lo que es una samara?

– No.

– La samara es la semilla del arce. Tiene un par de alitas diminutas. Cuando se desprenden del árbol, el viento las hace volar y las aleja para que puedan empezar una vida nueva por sí mismas.

– Bonito -dijo Jaywalker-. ¿Y sólo tenías catorce años cuando te diste cuenta de que eso eras tú?

– Era una niña de catorce años muy vieja.

– Es verdad. Samara -repitió él, sólo para oír el sonido-. Bonito nombre, Samara Moss.

– La parte de Moss, que significa musgo, era porque esperaba tener un aterrizaje suave. De todos modos me gustaba más que Musgrove.

Jaywalker asintió solemnemente, o tan solemnemente como podía asentir un hombre que estaba comiendo pizza desnudo. No estaba seguro, pero tenía la sensación de que el dolor de cabeza ya estaba remitiendo. Quizá fuera buena idea acordarse de comer algo todos los días, pensó.

– Es curioso -continuó Samara-. En todos estos años, es la segunda vez que cuento esto.

– ¿El qué?

– Lo de Samara Musgrove.

– Me siento muy honrado -dijo Jaywalker-. ¿Cuándo fue la primera?

– Hace ocho años. Cuando creía en el amor verdadero, en compartir tus pensamientos más íntimos, en toda la porquería de «hasta que la muerte os separe».

Jaywalker acababa de dar otro mordisco, y al quedarse boquiabierto, el pedazo de pizza se le cayó, algo poco aconsejable cuando se estaba sentado y desnudo. Lo cierto era que sus oídos habían captado lo que acababa de decir Samara, pero su cerebro todavía estaba intentando encontrarle sentido.

– ¿Se lo contaste a…?

Ella asintió.

– ¿Barry?

– Íbamos a casarnos -explicó Samara, encogiéndose de hombros-. Yo creía que lo quería. Pensé que tenía derecho a saberlo.

– ¿Se lo contaste todo?

Otro asentimiento.

– ¿La violación, el acuchillamiento, incluso que tu nombre era…?

– Todo.

– ¿Samantha Musgrove?

– Sí.

– Musgrove, Musgrove -repitió Jaywalker-. ¿Dónde he oído yo ese apellido?

– En el juicio. Era mi apellido cuando vivía en Indiana. De eso hemos estado hablando todo este tiempo.

– Lo sé, lo sé. Pero, ¿en qué otro sitio lo he visto?

– En la etiqueta del Seconal. Es el apellido del médico que extendió la receta. El que no existía. Samuel Musgrove. Por eso, en cuanto descubrí el Seconal, supe que tenía que ser parte de una trampa, pero no podía decírtelo, porque habría tenido que contarte todo el pasado…

– Vaya.

– ¿Vaya, qué?

– ¿Quién más, aparte de Barry, conocía el apellido Musgrove?

Ella se quedó pensativa un momento.

– Nadie.

– ¿Estás segura?

– Claro. Hasta el viernes, cuando me dijiste que el señor Burke lo había averiguado todo, Barry era la única persona a la que yo se lo había contado.

Jaywalker se puso en pie rápidamente y comenzó a pasearse de un lado a otro, completamente ajeno a su desnudez. El dolor de cabeza había regresado con intensidad, y le retumbaba entre los ojos y en las sienes. Samara lo estaba mirando como si él y su mente se hubieran disociado. Sin embargo, cuando ella abrió la boca para decir algo, él alzó la mano para indicarle que se callara.

Barry sabía lo del viejo acuchillamiento, y lo del nombre de Samantha Moss. Nadie más lo sabía. ¿Habría pedido Barry el Seconal, usando el nombre de Samuel Musgrove, para que pareciera que lo había asesinado Samara? Por otra parte, si Barry se había dejado aspirinas o ibuprofeno en casa de Samara, como ella había dicho, eso significaba que pasaba tiempo allí. Si quería, podía haber llevado el Seconal en una de sus visitas. Y también podía haberle robado uno de sus cuchillos a Samara.

– Dime, ¿tenía Barry llave de esta casa?

– Sí, una vez la tuvo, así que supongo que sí. ¿Por qué?

– ¿Qué hora es?

Samara se levantó, fue a otra habitación y dijo:

– Las dos y cuarto.

– Un teléfono -dijo Jaywalker-. Necesito un teléfono.

Cuando ella volvió, llevaba puesto su albornoz. Parecía que quería tener algo encima si a él le daba un ataque y tenía que llevarlo a urgencias. Sin embargo, llevaba un teléfono inalámbrico en la mano.

Jaywalker lo tomó y marcó un número.

– Información de suscriptores que no figuran en la guía telefónica -dijo una voz femenina.

– Soy el detective Anthony Bonfiglio -dijo Jaywalker-. De la vigésimo primera División de Homicidios, número de placa dos dos cero cinco. Necesito el número de Thomas Francis Burke.

Mientras hablaba, le hizo una señal a Samara para que le diera papel y lápiz. Ella lo hizo.

– En el ordenador aparecen cinco Thomas Burke sin segundo nombre ni inicial, y tres T. Burke.

– Démelos todos.

La telefonista leyó todos los resultados.

– Necesitaré la confirmación escrita hoy, antes de las cinco de la tarde -le dijo después, y le dio un número de fax.

– Muy bien -respondió Jaywalker, sin molestarse en apuntarlo.

Habló brevemente con dos Tom Burke y con tres mujeres sin nombre. Ninguno de ellos se mostró entusiasmado por el hecho de que lo hubieran despertado a las tres de la mañana. Sin embargo, al sexto intento, Jaywalker oyó una voz familiar, aunque somnolienta.

– Tom, despierta. Soy Jaywalker.

– Dios, ¿qué hora es?

– No lo sé -mintió Jaywalker-. Un poco después de medianoche.

– ¿Cómo has conseguido mi número?

– Uno tiene sus recursos.

– ¿Qué quieres?

– Necesito que te levantes y te vistas.

– ¿Estás loco?

– Probablemente sí -dijo Jaywalker-, pero creo que acabo de entender este caso.

– Por lo que sé, el jurado también.

– El jurado no tiene ni idea. Y tú y yo tampoco la hemos tenido durante todo este tiempo. Pero cuando te reúnas conmigo, voy a explicártelo todo.

– Estoy seguro de que así será -dijo Burke-. En el juzgado, a las nueve y media.

– ¿Tom?

Hubo un silencio al otro lado de la línea, y durante un momento, Jaywalker temió que Tom había colgado. Sin embargo, oyó un «¿Qué?» que sonó entre la exasperación y la resignación.

– Tom, sabes que no te tomaría el pelo, ¿verdad?

– ¿Qué hora es de verdad?

– Cerca de las tres menos cuarto de la mañana.

– Tú, el que nunca me tomaría el pelo.

– Necesito que confíes en mí, Tom. Quiero que te reúnas conmigo en casa de Barry cuanto antes. ¿Y, Tom?

– ¿Sí?

– Lleva tu placa.

– ¿Mi placa?

– Ya sabes -dijo Jaywalker-, la placa de latón que os da el viejo a los fiscales. Por si acaso te paran por exceso de velocidad.

Burke apareció con una cazadora, unos vaqueros y una gorra de los Yankees. Al menos, él estaba seco. Jaywalker había tenido que sacar su ropa calada del montón que Samara y él habían dejado en el vestíbulo aquella noche. El abrigo estaba tan mojado que ella le había obligado a que se llevara uno de Barry, aunque las mangas le quedaban por debajo de los codos y eran tan estrechas que parecía que iban a cortarle la circulación. Aquel tipo debía de ser como una gamba, pensó Jaywalker.