Burke no había ido solo. Había conseguido dar con el detective Bonfiglio y lo había citado allí también, quizá para que hiciera las veces de guardaespaldas, o quizá para que actuara como testigo.
– Buenas noches, abogado -dijo el detective.
– Buenas noches, Tony. A propósito, le debes un fax antes de las cinco a la telefonista de los números que no aparecen en la guía.
– ¿Cómo dices?
– No importa.
– Dejadlo, chicos -atajó Burke. Después le dijo a Jaywalker-: Más te vale que esto sea bueno.
– Es mejor que bueno. Es absolutamente increíble.
– Eso es exactamente lo que más miedo me da.
Resultó que José Lugo estaba de servicio aquella noche, así que no necesitaron las placas, después de todo. Mejor, porque Jaywalker había comprado la suya en una tienda de bromas de Times Square. Lugo los acompañó hasta el ático, donde le entregó la llave maestra a Anthony Mazzini que, después de romper el precinto policial, abrió la puerta. Los tres pasaron al apartamento.
Una vez dentro, tardaron unos instantes en encender los plomos y dar la luz. Era evidente que la cinta y el precinto habían cumplido su función. No parecía que nadie hubiera tocado nada desde la última vez que Jaywalker había estado allí.
– Bien -le dijo Burke-. Explícanos qué es lo que has descubierto.
– Claro -respondió Jaywalker-. Ahora sé quién fue el tipo que mató a Barry, pero estoy intentando averiguar cómo lo llevó a cabo.
– ¿El tipo? -preguntó Bonfiglio-. ¿Es que quiere decirnos que su novia es travesti?
– Sé bueno, Tony -le advirtió Jaywalker-. Puedes salir de todo esto convertido en un héroe, o en el genio que encerró a una mujer inocente. Tú eliges.
– Yo sí tengo una elección para ti, gilipollas.
– Eh -intervino Burke-. He dicho que lo dejéis.
Jaywalker los llevó hasta la cocina. La silueta del cuerpo de Barry todavía estaba dibujada en el suelo. Había pasado un año y medio, pero parecía que había muerto el día anterior.
– Bueno -dijo Jaywalker-. ¿Veis el abrigo que llevo puesto?
Con dificultad, alzó los brazos para demostrar lo cortas que le quedaban las mangas.
– Sí -dijo Bonfiglio-. Es una preciosidad.
– Era de Barry -dijo Jaywalker-. Lo tenía en casa de Samara, junto a otras cosas. Ropa, medicamentos, efectos personales. En otras palabras, se quedaba allí de vez en cuando. Tenía llave. Tenía acceso.
Ni Burke ni Bonfiglio se sentían demasiado impresionados.
– Barry se estaba muriendo de cáncer -prosiguió Jaywalker-. Tenía un tumor maligno inoperable que iba a terminar con él en cuestión de meses. Samara pensaba que era un hipocondríaco y se tragó su explicación de la gripe. Sin embargo, Barry sí lo sabía. Y lo cierto era que odiaba a Samara. Odiaba cómo lo había humillado paseándose por ahí con otros hombres, y le volvía loco pensar que, cuando él muriera, ella iba a heredar la mitad de su patrimonio. Incluso intentó que Alain Manheim la sacara del testamento, pero como le explicó Manheim, no serviría de nada, porque por ley Samara seguiría recibiendo la mitad de todo.
– ¿Estás seguro de que la ley dice eso? -preguntó Bonfiglio.
– La ley dice eso -corroboró Burke.
– ¿Y qué hace Barry? -preguntó Jaywalker retóricamente-. Planea una manera de desheredar a Samara. Se hace un seguro de vida. Le dice a Samara que firme el formulario, y ella lo hace sin mirarlo. Una semana más tarde, cuando Bill Smythe recibe la factura y le pregunta por ella a Barry, Barry le dice que pague con dinero de la cuenta conjunta. Smythe obedece.
Jaywalker estaba caminando de un lado a otro mientras encajaba las piezas del rompecabezas.
– ¿Recordáis por qué vino Samara a casa de Barry la noche del asesinato?
– ¿Para matarlo? -sugirió Bonfiglio.
– Él se lo pidió -dijo Burke.
– Exacto. ¿Y qué ocurrió?
– Comieron comida china -dijo Bonfiglio.
– Olvida lo que comieron. ¿Qué pasó después?
– Se pelearon -dijo Bonfiglio.
– Tuvieron una discusión a gritos -dijo Burke.
– Eso es. Por alguna idiotez. Samara ni siquiera se acuerda del motivo, sólo recuerda que fue Barry quien empezó. Eso es importante. Recuerda -dijo Jaywalker-, que él sabía cómo enfurecerla. Y cuando están discutiendo, Barry se asegura de que sus voces se oigan bien.
Burke asintió, pero sólo ligeramente.
– Samara se marcha furiosa, como dijo en el estrado.
– Y justo entonces -dijo Bonfiglio-, aparece Spiderman, entra por la ventana y se carga a Barry.
Jaywalker ignoró aquel comentario. Así era mejor; el detective estaba expresando de forma irónica todas las dudas, mientras Burke se había situado como una tercera persona imparcial.
– Y aquí se pone interesante -prosiguió-. Barry se toma una copa con un par de píldoras de Seconal. Quizá ya lo había hecho antes, o quizá se disculpa un momento y lo hace ahora. No importa. Toma un cuchillo que había sacado a escondidas de casa de Samara algún tiempo antes.
– Tonterías -dijo Bonfiglio.
Jaywalker no respondió. Se acercó a unos cajones y rebuscó en ellos hasta que dio con un cuchillo de punta redondeada. No iba a dejarle a Bonfiglio nada más afilado. Se lo entregó al detective y le dijo:
– Enséñanos todas las maneras en que podrías apuñalarme en el corazón. Ya sabes, por delante, por detrás, de costado, etc.
– Y un cuerno.
– Hazlo -dijo Burke.
Bonfiglio frunció el ceño, pero hizo lo que le habían indicado. Comenzó a fingir que acuchillaba a Jaywalker por delante, primero alzando el cuchillo con la mano derecha, después con la izquierda, después con ambas manos. Repitió el proceso desde abajo. Después se colocó detrás de Jaywalker, lo agarró por el cuello con innecesaria rudeza y lo apuñaló. Intentó otro par de variaciones, además.
– ¿Cuántas van? -preguntó Jaywalker.
– Diez, doce -dijo Burke.
– ¿Y qué es lo que tienen todas en común?
Burke se encogió de hombros. Bonfiglio frunció el ceño.
– Cada vez que has intentado matarme -dijo Jaywalker-, lo has hecho de manera que la hoja entraba inclinada hacia abajo o hacia arriba. Cualquiera lo habría hecho así. Así es como se acuchilla a alguien. Sin embargo, si ella lo hubiera hecho así, el cuchillo habría entrado perpendicularmente a las costillas de Barry, y sin duda, se hubiera topado con una o dos de ellas. Pero eso no ocurrió. ¿Cómo lo sabemos?
– Por Hirsch.
– Exacto. Hirsch explicó con claridad ese punto. La hoja entró horizontalmente, y por eso no chocó con ninguna costilla. Difícil de conseguir, a menos que…
– ¿A menos qué? -preguntó Bonfiglio.
– A menos que estuvieras palpándote las costillas con los dedos de una mano para localizar el punto blando, de modo que pudieras hundir la hoja lateralmente, entre los huesos.
Hubo un silencio extraño en la cocina. Burke se acercó a la silueta de tiza que había en el suelo y la miró.
– Interesante -admitió-. Sin embargo, no explica cómo se las arregló para llevar el cuchillo a casa de Samara después, esconderlo detrás de la cisterna, volver aquí, desplomarse y morir.
– No -dijo Jaywalker-, pero ésa es la parte más fácil. Recuerda la palabra «acceso». Barry había escondido aquellas cosas días antes, quizá semanas antes. Se sacó algo de sangre, o se cortó en un dedo. Recuerda que la cantidad total que había en la toalla, el cuchillo y la blusa no era excesiva. Y la sangre estaba seca. Pudo poner esas cosas ahí en cualquier momento, y la sangre se quedaría seca e intacta.
Burke todavía no estaba convencido.
– Entonces, ¿admites que el cuchillo era de Samara?
– Por supuesto -respondió Jaywalker.
– Pero dices que no es el arma homicida. O, como quieres que creamos, el arma del suicidio.
– Exacto.
En aquel momento, Jaywalker metió la mano en uno de los bolsillos del abrigo de Barry y, con considerable dificultad, sacó los seis cuchillos que había tomado de casa de Samara.