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– ¡Voilà! -dijo.

Burke prestó toda su atención, mientras Bonfiglio intentaba no hacerlo. Pero incluso él estaba mirando.

– Estos son los cuchillos de carne de Samara -dijo Jaywalker-. Vienen en paquetes de seis o de ocho, nunca en números impares, ¿recuerdas? Uno de ellos terminó detrás de la cisterna de Samara. Eso nos deja siete; y eso deja uno para que el número vuelva a ser par. Ése es el que usó Barry para suicidarse.

– ¿Y después se lo comió? -quiso saber Bonfiglio.

– No -respondió Jaywalker-. Si se lo hubiera comido, Hirsch lo habría encontrado durante la autopsia.

– Entonces, ¿dónde está? -preguntó Burke.

– Eso no lo sé.

– Bien -dijo Bonfiglio-. Lo tienes todo, salvo lo más importante.

Burke asintió.

– Si resuelves eso, quizá tengamos algo de lo que hablar. Pero sin ello, me temo que…

– Lo sé -dijo Jaywalker-, y de veras que no puedo imaginar cómo se deshizo Barry del cuchillo. Sólo sé esto: con el alcohol y el Seconal en el cuerpo, habría podido soportar el dolor, incluso habría podido sacarse el cuchillo. Me imagino que a Barry le quedaba un minuto en aquel punto antes de desplomarse. Así que el cuchillo tiene que estar por aquí.

– Nosotros registramos concienzudamente este lugar -dijo Bonfiglio-, y también lo hicieron los de la policía científica. Si hubiera un cuchillo, lo habríamos encontrado.

– ¿Como encontrasteis el Seconal que había en el armario de la cocina de Samara?

– ¿Qué Seconal? -inquirió Burke.

– Alguien llamó para dar una receta falsa a una farmacia, una semana antes de la muerte de Barry. Se suponía que era para Samara, pero ella no sabía nada al respecto. Encontró el frasco entre las especias y me llamó para que fuera a verlo. Piénsalo. Si fuera suyo, y si lo hubiera usado para drogar a Barry antes de apuñalarlo, ¿por qué iba a enseñármelo? ¿Por qué no lo tiró sin más? El médico que lo recetó, por otra parte, no existe. Iba a preguntarle por esto en el juicio, pero como un idiota, deseché la idea. Temía que el nombre del doctor fantasma se pareciese demasiado a Samara Moss, su nombre de soltera. Y ahora, escuchad esto -continuó Jaywalker-: cuando Samara se fugó de Indiana, dejó la violación y el acuchillamiento detrás. Durante los catorce años siguientes, nunca le ha contado a nadie lo que ocurrió, ni que su nombre verdadero es Samantha Musgrove. Ni siquiera yo lo sabía. Nadie lo sabía. Salvo una persona.

– Barry -dijeron al unísono Burke y Bonfiglio.

– Eso es. Y ahora, a ver si adivináis el nombre que hay en la etiqueta del frasco de Seconal.

Como no hubo intentos, Jaywalker se sacó el frasco del otro bolsillo del abrigo y se lo entregó a Burke.

– Samuel Musgrove, M. D. -leyó Burke.

– Bingo -dijo Jaywalker.

– De acuerdo -contestó Burke-. Así que Barry pudo ser quien pusiera allí el Seconal. Eso te lo concedo, sí. Pero, ¿qué pasa con el octavo cuchillo? ¿Quieres decirnos dónde está?

– Yo creo que tiene que estar por aquí, en la cocina.

Entonces, dividió la cocina en tres zonas y asignó cada parte a uno de ellos. Jaywalker se quedó con la que contenía la nevera, el congelador y el microondas. Le dio a Burke la mayoría de los armarios. Bonfiglio terminó con el fregadero, el cubo de la basura y el lavaplatos, gruñendo que ya habían hecho todo aquello y el resultado había sido negativo.

Registraron en silencio durante quince minutos.

Jaywalker no encontró nada.

Burke tampoco.

Sin embargo, Bonfiglio abrió el lavaplatos y lo encontró cerrado, como si estuviera preparado para empezar un lavado, pero, cuando lo abrió, se vio claramente que no era el caso.

Bonfiglio miró con sumo cuidado. Vio que estaba cargado de platos, todos limpios. Y allí, en la parte de abajo, en la cesta de los cubiertos, entre las cucharas, tenedores y cuchillos de mesa, estaba el octavo cuchillo de carne. Barry Tannenbaum había hecho exactamente lo que Jaywalker había pensado: anestesiado con el Seconal y el alcohol, había encontrado un punto blando entre sus costillas, se había hundido el cuchillo en el pecho y se lo había sacado. Después lo había puesto en el lavaplatos, que estaba preparado para comenzar un lavado y lleno de jabón. Lo único que tenía que hacer en aquel momento era cerrarlo y apretar el botón de puesta en marcha. Después, cayó al suelo y se desangró.

– Buen trabajo, detective -dijo Jaywalker, con cuidado de no utilizar un tono irónico ni sarcástico. Sabía que, al final, necesitaría que Bonfiglio estuviera de su lado.

– Gracias -respondió el detective, con el primer esbozo de una sonrisa de héroe en los labios.

– Es absolutamente increíble -dijo Burke.

– No digas que no te lo advertí -respondió Jaywalker.

Lo mejor había sido, por supuesto, dejar que fuera Bonfiglio quien encontrara el cuchillo. Después de llevar casos durante dos décadas, Jaywalker había aprendido una lección muy valiosa. Algunas veces, lo más inteligente que podía hacerse era dejar que los miembros del jurado encajaran por sí mismos la última pieza del rompecabezas. Así que, una vez que Jaywalker lo hubo resuelto, con una pequeña ayuda de su mujer, que había vuelto a visitarlo en sueños y le había regañado por no sacar las cosas del lavaplatos, se lo había guardado todo y le había dejado el momento de triunfo al detective.

31.

Sí, no, quizá

Era por la mañana en la sala cincuenta y uno. Los miembros del jurado, que habían llegado pronto, sólo para que les dijeran que se suspendía su deliberación, fueron conducidos al interior de la sala y tomaron asiento en la tribuna. Los periodistas llenaban casi los tres primeros bancos del público, y el resto de las filas también estaban abarrotadas. Además, había unas cincuenta personas alineadas contra las paredes laterales y del fondo.

Las noticias corrían rápido en un juzgado.

Samara y Jaywalker estaban sentados en la mesa de la defensa. Burke se puso en pie lentamente.

– De conformidad con nuestra conversación anterior, con respecto al caso del Pueblo de Nueva York contra Samantha Musgrove, la fiscalía solicita la nulidad del proceso.

– Entiende lo que eso conlleva -dijo el juez Sobel-. Estoy seguro de que sabe que cuando la defensa obtiene una anulación, el caso puede juzgarse con otro jurado. Sin embargo, si la anulación se concede por acción de la fiscalía, queda cerrado para siempre.

– Sí -dijo Burke.

– Y entiendo que la oficina del fiscal presentará una declaración escrita explicando los motivos de su petición.

– Exacto.

– ¿Señor Jaywalker?

– No tengo objeciones.

– La petición es concedida -dijo el juez Sobel.

Tan fácil como eso.

Los medios de comunicación se volvieron locos. Se interrumpieron los programas y se emitieron especiales elaborados rápidamente, y se pusieron en circulación los titulares relativos al juicio. Antes de que Jaywalker pudiera salir del juzgado, se vio sitiado por reporteros que querían entrevistarlo para Oprah, Katie Couric, Larry King, Court TV y todos los grandes de la televisión nocturna. Como de costumbre, él los rechazó a todos y desapareció.

Samara fue un poco menos tímida. Se enfrentó a los focos y a los micrófonos durante doce segundos, lo suficiente para explicar lo contenta que estaba, y para darle las gracias al señor Burke, al detective Bonfiglio, al juez, al jurado y al señor Jaywalker. Si había alguna futura ganadora de un Oscar o de un certamen de Miss Norteamérica escuchando, podría aprender un par de cosas.

Resultó que los miembros del jurado estaban realmente enfrentados once a uno por la condena. Pero quien se resistía no era Carmelita Rosado, ni Angelina Olivetti. Era el jurado número doce, George Stetson, el coronel de la marina retirado a quien Jaywalker no había podido rechazar porque se había quedado sin más opciones. «Tendrían que haberme sacado con los pies por delante», declaró Stetson, «antes de que me hubiera rendido». Algunos de sus compañeros del jurado tenían un recuerdo distinto de la situación, y dijeron que Stetson estaba dispuesto a cambiar su voto por el de culpable aquella mañana, antes de que de repente les hubieran indicado que debían interrumpir la deliberación.