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Aquel viernes por la tarde, Jaywalker fue suspendido oficialmente de la práctica de la abogacía durante tres años. Entre los colegas de profesión comenzó a circular una petición para solicitar al comité disciplinario que la reconsiderara, teniendo en cuenta el último éxito de Jaywalker, pero él terminó con ella rápidamente. En realidad, tres años le parecían muy bien en aquel momento. No hacía mucho que un cliente suyo, un ladrón de larga trayectoria que se enfrentaba a una pena de doce a veinticinco años de prisión, se había enterado de la suspensión.

– ¿Tres años? -le había preguntado con incredulidad-. ¿Quieren darte tres años? Mierda, ojalá me dieran tres años a mí. Yo me haría tres años tranquilamente.

Después de la noche anterior, Jaywalker no había podido hacer nada tranquilamente, pero se imaginaba que podría cumplir tres años de suspensión de un modo u otro.

La aventura de Jaywalker con Samara duró más de lo que él pensaba. Salieron durante más de seis meses, si uno adoptaba la definición que había dado Samara del concepto salir durante su declaración, como mantener relaciones sexuales regularmente. De hecho, con un poco de suerte, la relación se habría convertido en la más rara de las cosas, un enamoramiento con un final de cuento de hadas. Samara iba a recibir su herencia, después de todo, y Jaywalker iba a cumplir su temporada sabática. En resumen, ambos eran libres.

Pero, evidentemente, no estaba destinado a salir bien.

Cuando se deshizo, se deshizo rápidamente. Estaban sentados frente a la chimenea una noche, la misma chimenea junto a la que habían hecho el amor la primera vez. Pero era julio, y el único fuego que había en aquel momento era el del extremo del generoso porro que Samara había liado para los dos. Estaban hablando del juicio. Lo hacían con poca frecuencia, pero lo hacían. Después de todo, había sido el último juicio de Jaywalker, y el primero y último de Samara. Algo crucial para ambos.

– ¿Cómo te imaginaste que tenía que haber otro cuchillo en el lavaplatos? -le preguntó ella, con los ojos húmedos del humo, pero tan deslumbrante como siempre.

– Tenía que estar en algún sitio -respondió Jaywalker-. Y el lavaplatos parecía un lugar lógico. En la nevera o el congelador, las huellas se habrían destruido, aunque la sangre se habría conservado. Así que me imaginé que el lavaplatos era un buen sitio.

Por algún motivo, no le había contado el sueño que había tenido. Eso permanecería entre su mujer y él.

– Muy inteligente por nuestra parte, ¿eh?

– ¿Por nuestra parte?

– Sí -dijo Samara, con una sonrisa de picardía-. Tú tienes mérito por haberlo deducido.

– ¿Y tú?

– ¿Ha terminado mi caso de verdad?

– Sí.

– ¿Y no pueden volver a juzgarme, pase lo que pase?

– Pase lo que pase.

– ¿Y los dos somos adultos?

– Yo sí.

Ella sonrió, y durante un momento, Jaywalker pensó que era una reacción a su inteligente respuesta. Sin embargo, aquella sonrisa era demasiado petulante y se mantuvo en sus labios demasiado tiempo como para que todo fuera tan sencillo. Era una sonrisa de satisfacción, de triunfo, de haber conseguido algo contra todo pronóstico. Jaywalker no tenía idea de qué podía ser.

Así que se lo preguntó.

– ¿Qué?

– Nada.

– Vamos -dijo él-. Puedes confiar en mí.

Ella sonrió y le dio una larga calada al porro.

– No creerás de verdad que fue Barry el que puso el cuchillo en el lavaplatos, ¿verdad?

Jaywalker no dijo nada. Probablemente, no habría podido hacerlo aunque hubiera querido. Sólo notaba un ruido atronador en los oídos, tan ensordecedor que anulaba todo lo demás. Las palabras de Samara, lo que él pensaba, todo.

Y aquél fue el final de la conversación. Ella nunca volvió a mencionarlo, por mucho que él la presionara. Era como si el humo del porro le hubiera soltado la lengua durante un momento, pero sólo un momento.

Así que Jaywalker nunca llegó a saberlo, de un modo u otro. Y aquello era un problema. Demonios, no habría pasado nada si él hubiera sabido, con seguridad, que era culpable. Podría haber vivido sabiendo que era culpable.

Lo que verdaderamente le resultaba intolerable era el hecho de no saber, la idea de que ella hubiera estado jugando con él durante todo el tiempo. Cada vez que abordaba el tema, ella esquivaba sus preguntas y sus acusaciones. «Siempre dijiste que no importaba si era una cosa o la otra», decía, o «Ya no eres mi abogado, así que nuestras conversaciones ya no son confidenciales». Sin embargo, sus comentarios no le parecían graciosos a Jaywalker.

Así que sólo le quedaba preguntarse.

Se dormía preguntándose, y se despertaba preguntándose. Se lo preguntaba mientras estaban haciendo el amor. ¿La mujer que tenía entre sus brazos era víctima inocente de una trampa siniestra que había estado a punto de funcionar? ¿O era una asesina en serie que emergía, como una plaga de langostas, cada doce o catorce años para matar de nuevo? Y cuando se sorprendió a sí mismo contando, por tercera vez, o quizá por cuarta o quinta, los cuchillos de carne que quedaban en el cajón de la cocina de Samara antes de acostarse con ella, para asegurarse de que todos estaban allí abajo, decidió que era demasiado.

Tom Burke había comenzado su recapitulación diciendo: «Algunas veces, las cosas no son lo que parecen. Pero otras veces, sí». Y pensándolo bien, quizá había una razón por la que Samara había parecido tan culpable desde el principio: porque lo era.

Hacía mucho tiempo, cuando la hija de Jaywalker tenía dos años, había aprendido una expresión y la usaba siempre que le hacían una pregunta en la que debía contestar sí o no: «Puede que sí, puede que no», canturreaba. Por muy mona que fuera, su respuesta no significaba nada, por supuesto. Lo único que hacía era recitar las posibilidades. Pero, con su sabiduría de dos años, su hija había sido más lista que Tom Burke, que Anthony Bonfiglio, y mucho más lista que Jaywalker. La verdad podía ser una cosa resbaladiza, mucho más esquiva y difícil de atrapar que una sencilla cuestión de blanco o negro, de culpable o no culpable.

Algunas veces, las cosas no eran lo que parecían.

Otras veces sí.

Y a veces, uno no podía saberlo.

Joseph Teller

Joseph Teller nació y se crió en la Ciudad de Nueva York y estudió derecho en la Universidad de Michigan. Regresó a Nueva York dónde estuvo tres años como agente en el departamento Federal de Narcóticos como policía secreta. Los siguientes 35 años trabajó como abogado defensor representando a asesinos, narcotraficantes, ladrones y a un asesino en serie. Cuando el estado de Nueva York reestableció la pena de muerte en los años noventa, Teller fue uno de los abogados seleccionados para prepararlos para defender a este tipo de acusados que tenían que enfrentarse a la pena de muerte.

No hace mucho tiempo que Teller decidió dejar la abogacía y empezó a escribir ficción. Vive y escribe en el norte del estado de Nueva York con su esposa, Sandy, que es distribuidora de antigüedades.

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