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Decididamente, la prensa estaría en la sala.

Como era de esperar, Tom Burke anunció que había conseguido una acusación contra Samara, y la juez fijó una fecha para una audiencia en el Tribunal Supremo. Eso fue todo.

Cuando terminó la sesión, Jaywalker subió al piso duodécimo del edificio, a la zona donde los abogados se reunían con sus representados. Era una sala con cierta privacidad a la que se accedía después de pasar, escoltado por un guarda, a través de una puerta de barrotes que comunicaba con el área de los abogados. Consistía en una fila de sillas atornilladas al suelo que tenían delante una pequeña superficie para escribir, con unos paneles de madera a cada lado. Sobre las superficies de escritura había una ventanilla con una rejilla de metal. Si uno entrecerraba los ojos, podía ver que al otro lado de la rejilla había otra superficie de escritura, y tras ella, otra silla atornillada al suelo enfrentada a la suya.

Los prisioneros eran conducidos a la sala a través de otras puertas, separados por sexos. De ese modo se mantenía una segregación en tres grupos: abogados, presos y presas. Aparentemente, alguien había pensado que no era peligroso que se mezclaran los abogados con las abogadas.

Aquella organización era imperfecta, porque a menos que el letrado hablara en susurros con su representado o usando el lenguaje de signos, la conversación podía ser escuchada por los abogados que ocuparan las sillas contiguas a cada lado, o por los presos que estaban sentados junto a su cliente. Sin embargo, era mejor que hablar a través de un teléfono o de un agujero en un cristal de seguridad, así que Jaywalker no iba a quejarse.

Pasó los primeros veinte minutos esperando a que los guardas llevaran a Samara, y mientras, repasó el expediente de su caso, que ya tenía cinco centímetros de espesor.

Cuando por fin llegó ella y se sentó frente a él, Jaywalker se quedó asombrado por lo diminuta y vulnerable que parecía. Había estado a su lado en la sala del juicio media hora antes, pero entonces su atención estaba en otras cosas, en el juez, en el fiscal, en el relator, incluso en los periodistas. En aquel momento sólo estaba frente a Samara, y lo que vio fue a una chica joven que estaba a punto de llorar. Se preguntó si se le había pasado por alto aquel detalle en la sala, donde sólo le preocupaba el trabajo.

– ¿Estás bien?

– No, no estoy bien -dijo ella, y se secó las lágrimas de los ojos con el dorso de la mano.

– Lo siento -respondió Jaywalker.

Lo decía en serio; lamentaba la evidente consternación de Samara y el hecho de que su estúpida pregunta la hubiera hecho llorar de verdad.

Ella respiró profundamente y se esforzó por recuperar la compostura.

– Escucha -le dijo-, tienes que sacarme de aquí.

– Haré todo lo que pueda -le prometió Jaywalker.

Sólo era una mentira a medias. Él haría todo lo que pudiera, eso era cierto. La mentira era que ni siquiera haciendo todo lo que pudiera conseguiría sacarla de la cárcel. Sin embargo, Jaywalker sabía que ella no estaba lista para oír aquello. Todavía no.

– Tenemos que hablar del caso -le dijo-, para poder averiguar cuál es nuestra mejor oportunidad para sacarte de aquí.

– ¿Qué es lo que quieres saber? -preguntó Samara.

– Todo.

– ¿Desde el principio?

– Desde el principio.

8.

Prairie Creek

– Nací en Indiana -dijo Samara-. En Prairie Creek. Bonito nombre para un pueblo, ¿eh?

Jaywalker asintió.

– Era una mierda.

Él hizo una anotación en su cuaderno amarillo. No puso Indiana, ni tampoco Prairie Creek.

Limpiarle la boca, escribió.

– No conocí a mi padre -prosiguió ella-. Me crió mi madre. Vivíamos en una caravana oxidada. Mi madre… bueno, trabajaba como una esclava, eso es lo que tengo que decir de ella.

– ¿Vive todavía?

Samara se encogió de hombros, indicando que no lo sabía, o que no le importaba.

– Creo que trabajaba de prostituta, pero no lo sé con seguridad. Era guapa. Más guapa que yo.

Jaywalker intentó imaginarse a alguien más guapo que Samara, pero no supo por dónde empezar.

– No estaba mucho en casa. Siempre estaba trabajando, o lo que fuera. Me dejaba muchas veces con canguros. Tíos, sobre todo.

– ¿Y qué tal era eso?

Se encogió de hombros otra vez.

– Aprendí mucho.

– ¿Qué aprendiste?

– A tirar cañas de cerveza. A liar porros.

– ¿Algo más?

Ella bajó la mirada.

– ¿Es importante?

– Quizá lo sea.

Pareció que Samara reflexionaba sobre aquello durante un momento, antes de volver a elevar la mirada. Cuando lo hizo, Jaywalker la observó fijamente. «Confía en mí», le dijo, aunque sin pronunciar las palabras en voz alta.

– Sí -dijo entonces ella, y ladeó la cabeza, aunque no apartó la vista-. Aprendí a hacer mamadas, pajas y a follar con los muslos.

– ¿Follar con los muslos?

Algo nuevo para Jaywalker. Subrayó Limpiarle la boca dos veces.

– Sí, ya sabes. Dejar que el tipo la meta entre las piernas. Hasta el fondo, pero no dentro. Yo era demasiado pequeña para eso. Entonces, apretaba las piernas con fuerza alrededor del tipo, y dejaba que se moviera hasta que…

– Está bien -dijo Jaywalker, que ya se había hecho una idea.

– Sácame de aquí y te lo enseñaré -eso, con una sonrisa.

– ¿Cómo te fue en el colegio? -le preguntó él.

Ella se rió con ganas, quizá por su brusco cambio de tema o quizá por la mención de su carrera académica.

– ¿Cómo les va a los niños borrachos y colocados? -replicó ella.

Jaywalker se tomó aquello como una respuesta.

– ¿Hasta qué curso llegaste?

– Me quedé hasta el día después de cumplir catorce años. Quería ver si me hacían algún regalo.

Parecía que no se lo habían hecho.

– Tomé un autobús hacia Terre Haute, y después hice autoestop hasta Nevada. Quería ser corista, o actriz, algo de eso, pero, ¿sabes lo que me dijeron? Que era demasiado baja. Demasiado baja. Si hubiera sido demasiado gorda, o demasiado delgada, o demasiado de otra cosa, podría haber hecho algo al respecto, pero, ¿demasiado baja? ¿Qué iba a hacer con eso?

– ¿Y entonces?

– Entonces me puse a servir mesas, sobre todo.

– ¿Sobre todo?

– Complementaba mis ingresos de vez en cuando.

– ¿Haciendo qué?

– Haciendo lo que habría hecho de todos modos. Lo único era que, si algún tipo quería darme algo después, yo lo aceptaba.

– ¿Y ese algo incluía dinero?

– Algunas veces.

– ¿Te arrestaron alguna vez? ¿Aparte de ese incidente con el Lamborghini?

Sus antecedentes penales no mostraban nada más, pero Jaywalker sabía que podía haber casos de fuera del estado, o arrestos que no hubieran terminado en condena, que a menudo no aparecían registrados.

– No.

– ¿Estás completamente segura?

Una pausa.

– Quizá eso de Reno, por intento de ejercer la prostitución callejera. Era una idiotez. Yo estaba enfrente de un club, fumando un cigarro. Un poli decidió que yo estaba buscando cliente.

Bajo Limpiarle la boca, Jaywalker escribió Trabajar para conseguir que diga la verdad, y lo subrayó tres veces.

– ¿Qué pasó con el caso? -preguntó.

– Lo desestimaron.

– ¿Cuánto pagaste de multa?

– Cincuenta dólares.

Cuando se desestimaba un caso, no había que pagar ninguna multa. Jaywalker añadió un signo de exclamación en su último recordatorio.

– ¿Otros arrestos?