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Fernando Vallejo

El Desbarrancadero

Cuando le abrieron la puerta entró sin saludar, subió la escalera, cruzó la segunda planta, llegó al cuarto del fondo, se desplomó en la cama y cayó en coma. Así, libre de si mismo, al borde del desbarrancadero de la muerte por el que no mucho después se habría de despeñar, pasó los que creo que fueron sus únicos días en paz desde su lejana infancia. Era la semana de navidad, la más feliz de los niños de Antioquia. ¡Y qué hace que éramos niños! Se nos habían ido pasando los días, los años, la vida, tan atropelladamente como ese río de Medellín que convirtieron en alcantarilla para que arrastrara, entre remolinos de rabia, en sus aguas sucias, en vez de las sabaletas resplandecientes de antaño, mierda, mierda y más mierda hacía el mar.

Para el año nuevo ya estaba de vuelta a la realidad: a lo ineluctable, a su enfermedad, al polvoso manicomio de su casa, de mi casa, que se desmoronaba en ruinas. ¿Pero de mi casa digo? ¡Pendejo! Cuánto hacía que ya no era mi casa, desde que papi se murió, y por eso el polvo, porque desde que él faltó ya nadie la barría. La Loca había perdido con su muerte más que un marido a su sirvienta, la única que le duró. Medio siglo le duró, lo que se dice rápido.

Ellos eran el espejo del amor, el sol de la felicidad, el matrimonio perfecto. Nueve hijos fabricaron en los primeros veinte años mientras les funcionó la máquina, para la mayor gloría de Dios y de la patria. ¡Cuál Dios, cuál patria! ¡Pendejos!

Dios no existe y si existe es un cerdo y Colombia un matadero. ¡Y yo que juré no volver! Nunca digas de esta agua no beberé porque al ritmo a que vamos y con los muchos que somos el día menos pensado estaremos bebiendo todos el aguamierda de ese río. Que todo sea para la mayor gloría del que dije y la que dije. Amén.

Volví cuando me avisaron que Darío, mi hermano, el primero de la infinidad que tuve, se estaba muriendo, no se sabía de qué. De esa enfermedad, hombre, de maricas que es la moda, del modelito que hoy se estila y que los pone a andar por las calles como cadáveres, como fantasmas translúcidos impulsados por la luz que mueve a las mariposas. ¿Y que se llama cómo? Ah, yo no sé. Con esta debilidad que siempre he tenido yo por las mujeres, de maricas nada sé, como no sea que los hay de sobra en este mundo incluyendo presidentes y papas. Sin ir más lejos de este país de sicarios ¿no acabamos pues de tener aquí de Primer Mandatario a una Primera dama? Y hablaban las malas lenguas (que de esto saben más que las lenguas de fuego del Espíritu Santo) de la debilidad apostólica que le acometió al Papa Pablo por los chulos o marchette de Roma. La misma que me acometió a mí cuando estuve allá y lo conocí, o mejor dicho lo vi de lejos, un domingo en la mañana y en la plaza de San Pedro bendiciendo desde su ventana.

¡Cómo olvidarlo! Él arriba bendiciendo y abajo nosotros el rebaño aborregados en la cerrazón de la plaza. En mi opinión, en mi modesta opinión, bendecía demasiado y demasiado inespecíficamente y con demasiada soltura, como si tuviera la mano quebrada, suelta, haciendo en el aire cruces que teníamos que adivinar. Como notario que de tanto firmar daña la firma, de tanto bendecir Su Santidad había dañado su bendición. Bendecía desmañadamente, para aquí, para allá, para el Norte, para el Sur, para el Oriente, para el Occidente, a quien quiera y a quien le cayera, a diestra y siniestra, a la diabla. ¡Qué chaparrón de bendiciones el que nos llovió! Esa mañana andaba Su Santidad más suelto de la manita que médico recetando antibióticos.

Toqué y me abrió el Gran Güevón, el semiengendro que de último hijo parió la Loca (en mala edad, a destiempo, cuando ya los óvulos, los genes, estaban dañados por las mutaciones). Abrió y ni me saludó, se dio la vuelta y volvió a sus computadoras, al Internet. Se había adueñado de la casa, de esa casa que papi nos dejó cuando nos dejó de paso este mundo. Primero se apoderó de la sala, después del jardín, del comedor, del patio, del cuarto del piano, la biblioteca, la cocina y toda la segunda planta incluyendo los cuartos los techos y en el techo la antena del televisor. Con decirles que ya era suya hasta la enredadera que cubría por fuera el ventanal de la fachada, y los humildes ratones que en las noches venían a mi casa a malcomer, vicio del que nos acabamos de curar nosotros definitivamente cuando papi se murió.

– ¿Y este semiengendro por qué no me saluda, o es que dormí con él?

No me hablaba desde hacía añales, desde que floreció el castaño. Se le había venido incubando en la barriga un odio fermentado contra mí, contra este amor, su propio hermano, el de la voz, el que aquí dice yo, el dueño de este changarro. En fin, qué le vamos a hacer, mientras Darío no se muriera estábamos condenados a seguirnos viendo bajo el mismo techo, en el mismo infierno. El infiernito que la Loca construyó, paso a paso, día a día, amorosamente, en cincuenta años. Como las empresas sólidas que no se improvisan, un infiernito de tradición.

Pasé. Descargué la maleta en el piso y entonces vi a la Muerte en la escalera, instalada allí la puta perra con su sonrisita inefable, en el primer escalón. había vuelto. Si por lo menos fuera por mí… ¡Qué va! A este su servidor (suyo de usted, no de ella) le tiene respeto. Me ve y se aparta, como cuando se tropezaban los haitianos en la calle con Duvalier.

– No voy a subir, señora, no vine a verla. Como la Loca, trato de no subir ni bajar escaleras y andar siempre en plano. Y mientras vuelvo cuídese y me cuida de paso la maleta, que en este país de ladrones en un descuido le roban a uno los calzoncillos y a la Muerte la hoz. Y dejé a la desdentada cuidando y seguí hacía el patio. Allí estaba, en una hamaca que había colgado del mango y del ciruelo, y bajo una sábana extendida sobre los alambres de secar ropa que lo protegía del sol.

– ¡Darío, niño, pero si estás en la tienda del cheik!

Se incorporó sonriéndome como si viera en mí a la vida, y sólo la alegría de verme, que le brillaba en los ojos, le daba vida a su cara: el resto era un pellejo arrugado sobre los huesos y manchado por el sarcoma.

– ¡Qué pasó, niño! ¿Por qué no me avisaste que estabas tan mal? Yo llamándote día tras día a Bogotá desde México y nadie me contestaba. Pensé que se te había vuelto a descomponer el teléfono.

No, el descompuesto era él que se estaba muriendo desde hacía meses de diarrea, una diarrea imparable que ni Dios Padre con toda su omnipotencia y probada bondad para con los humanos podía detener. Lo del teléfono eran dos simples cables sueltos que su desidia ajena a las llamadas de este mundo mantenía así en el suelo mientras flotaba rumbo al cielo, contenida por el techo, una embotada nube de marihuana que se alimentaba a si misma. El teléfono tenía arreglo. Él no. Con sida o sin sida era un caso perdido. ¡Y miren quién lo dice!

– Abre esas ventanas, Darío, para que salga esta humareda que ya no me deja pensar.

No, no las abría. Que si las abría entraba el viento frío de afuera. Y seguía muy campante en la hamaca que tenía colgada de pared a pared. ¡Qué desastre ese apartamento suyo de Bogotá! Peor que esta casa de Medellín donde se estaba muriendo. Nada más les describo el baño.

Para empezar, había que subir un escalón. Y este escalón aquí para qué? ¡Maestros de obra chambones!

¿En qué cabeza cabía hacer el baño un escalón más alto que el resto del tugurio? Me tropezaba con el escalón al entrar, y me iba de bruces sobre el vacío al salir.

– ¡Hijueputa dos veces el que lo construyó! Una por su madre y otra por su abuela.

El baño no tenía foco, o mejor dicho foco sí, pero fundido, y cuánto hace que se acabó el papel higiénico.

Desde los tiempos de Maricastaña y el maricón Gaviria. Y ojo al que se sentara en ese inodoro: se golpeaba las rodillas contra la pared. Ya quisiera yo ver a Su Santidad Wojtyla sentado ahí. O bajo la regadera, un chorrito frío, frío, frío que cala gota a gota a tres centímetros del ángulo que formaban las otras dos paredes heladas.