– Es que está aprendiendo portugués después de que aprendió griego.
– ¡Ya nos resultó un San Pablo políglota! ¿Y para decir qué?
políglota el loro Fausto, el difunto, que en esta parra de este jardín de esta casa, hace años, siglos, berreaba como un bebé universal. Aprendió a berriar de Manuelito, que aprendió a leer de mí. Yo le enseñé. Y a mí la Loca, en una cartilla de frases tontas: «El enano bebe», «Amo a mi mamá». Manuelito, mi decimoquinto hermano (el último porque al Gran Güevón no lo cuento), era un tierno niño cuando aprendió a leer, y yo un muchacho apuesto cuando le enseñé: un mocito de una innegable belleza como dan testimonio las fotos. Con decirles que si hoy me lo encontrara en la calle lo invitaría a pecar. ¿Pero se iría él conmigo? Esos encuentros con uno mismo por sobre la brecha del tiempo a mí me asustan. En fin, iba la voz angelical de Manuelito silabeando las frases manuscritas que yo le escribía en una hoja blanca, impoluta, con una aplicación de su parte que hoy me parte el alma:
– «Dios no existe, pendejo», «el dragón caga fuego».
Y en lo anterior, por poco que se repare, se puede descubrir el gran secreto de las madres de Antioquia: paren al primer hijo, le limpian el culo, y lo entrenan para que les limpie el culo al segundo, al tercero, al cuarto, al quinto, al decimosexto, que encargándose exclusivamente de la reproducción ellas paren. Así procedió la Loca y yo, el primogénito, que no era mujer sino hombre, varón con pene, terminé de niñera de mis veinte hermanos mientras la devota se entregaba en cuerpo y alma, con la determinación del funicular que sube a Monserrate, a propagar su sacro molde por las galaxias no se fuera a perder: los ciento cincuenta genes de la mansa cordura del apellido Rendón. Ciento cincuenta según mis cálculos, ¿porque qué menos?
Verdades incontrovertibles de un valor permanente.
Yo lavaba, planchaba, barría, trapeaba, ordenaba, como si tuviera vagina y no pene, y lo que yo lavaba, planchaba, barría, trapeaba y ordenaba la Loca lo ensuciaba, arrugaba, empolvaba, empuercaba, desordenaba. Un closet, por ejemplo, o un ropero en el que yo iba metiendo sábanas, pantalones, camisas, fundas de almohada que le acababa de lavar y planchar. Llegaba la Loca de carrera a buscar unos calzones (suyos), e iba sacando fundas de almohada, camisas, pantalones, sábanas, que iba lanzando al aire a donde cayeran.
– ¿Pero no ves, carajo, que las acabo de planchar y ordenar?
– ¡Grñññññ! -gruñía la tigra hembra.
– Fue la última vez, vieja hijueputa -le grité con la dulce y delicada palabra aprendida de ella.
Y fue porque cuando yo digo basta es basta. Pero después me arrepentí de haberme rebajado tanto, hasta su bajeza. Además Raquelita, mi abuela, la madre de la furia era una santa y yo la quise de Medellín a Envigado, y de Envigado hasta el último confín de las galaxias. En Envigado estaba su finca Santa Anita, y por eso la pausita que hago en la medición.
¿Cómo un ángel puede concebir un demonio? A ver, dígame usted, Sherlock Holmes. Muy simple, mi querido Watson, es cuestión de genética. ¡Son los genes Rendón! Los genes Rendón que a veces se expresan y a veces se dan silenciados. Así por ejemplo mi abuelo materno Leonidas Rendón, causa mediata de estas desgracias, era un buen hombre. Loco y rabioso sí, pero en grado humano, y con un poquito de esfuerzo uno hasta lo podía querer. Tenía por consiguiente una parte de los ciento cincuenta genes Rendón silenciados. Pero la Loca casi todos prendidos, y el Gran Güevón todos sin excepción. No tuvo la mínima caridad para con nosotros el cielo y nos mandó estas dos pestes.
Catorce años tenía yo cuando el incidente que acabo de referir. Catorce sin que lo pueda olvidar, ¿pues qué esclavo olvida el día de su liberación? Papi en cambio en sesenta no se pudo liberar: hoy está en el cielo y no lo volveré a ver pues los hombres libres caemos en plomada a los infiernos. ¿Y la Loca cuando se muera, adónde irá? ¿Al cielo? Entonces para papi el cielo se convertirá en un infierno. ¿Al infierno? Entonces, señor Satanás, hágame el favor de darme de alta que me voy p'al cielo porque un infierno al cuadrado no me lo aguanto yo.
Papi fue convertido en cómplice de esta insania perpetuadora porque la nuestra es una especie bisexual. Si no, la Loca habría sido una fábrica partenogénica.
Inactivada por la edad la máquina reproductora, para llamar la atención y que se ocuparan de ella la Loca se entregó a las enfermedades y a los médicos. ¡Y a hacerse operar! De un tobillo, de una rodilla, del otro, de la otra, del apéndice, las amígdalas, el útero, la cervix, la próstata, tuviera o no tuviera, de lo que fuera. Que las amígdalas, decía, no sirven y que lo que no sirve estorba, que hay que sacarlas. Y a sacarlas. Y que el apéndice idem, igual. E idem, igual.
– Y si de paso, doctor, me puede cortar un tramo del intestino grueso o del delgado, mejor, así le rebajamos las posibilidades de cáncer.
Veinticinco operaciones le conté antes de perder la cuenta. Batió en operaciones su marca en hijos. Al dentista le hizo ver su suerte, al psiquiatra lo dejó de psiquiatra, y al cardiólogo le contagió las palpitaciones. Yo odio a los médicos, pero como para mandarles una alhajita de éstas, tanto no. Que hágame, doctor, otro electrocardiograma para confirmar.
– ¿Y este piquito qué es?
– La onda Q.
– Ah… No se ve como bien.
Tomaba Artensol para bajarse la presión, pero como el Artensol le bajaba también el potasio, entonces se subía el potasio con jugo de naranja y bananos.
– Ya que vas p'abajo, hacéme en la cocina un juguito de naranja con banano picado -le mandaba al que tuviera a la mano.
Y cuando uno subía con el juguito:
– Ponéle menos azúcar que estoy diabética.
Y a bajar y a volver a subir con otro jugo con menos azúcar para la diabética.
– Quedó muy simple. ¡Eh, ustedes si no sirven ni para hacer un jugo de naranja! Yo no sé qué van a hacer cuando me muera.
Amenazas que eran promesas que no cumplía. ¡Qué se iba a morir! Un día empezó a ver caras y nos sentenció:
– Me les voy a tirar por el balcón.
– Que se tire -le decía yo a papi que sufría y sufría sin saber qué hacer con su alma-. Y no la vayas a agarrar: cae parada.
¡Que se iba a tirar! seguía viendo caras.
– ¿Y cómo son las caras? -le preguntaba yo, su amante hijo.
– Espantosas, horribles.
Eso era lo que contestaba como si tuviera enfrente un espejo.
– No las mirés.
Que las veía cuando cerraba los ojos.
– No los cerrés.
Que le hacían daño la luz, los reflejos.
– Mediocerrálos entonces, y así no ves tanta luz que te moleste ni tanta cara que te asuste. Ves medias caras. Y una medía cara no es una cara, es un cuadro de Picasso, que ya murió y no te puede hacer daño.
– Apagá esa luz que me estoy asando.
– Alargá la mano y apagála vos, que no sos manca. Entonces estallaba en una explosión de odio, y en cumplimiento de lo único que sabía hacer, mandar, me mandaba a la puta mierda. Sólo abría la boca para mandar, pero la mantenía abierta. ¡Pobres cuerdas vocales las suyas, qué agotamiento! Por ese solo concepto de ese solo agotamiento de sus solas cuerdas vocales se nos iba a ir al cielo. Por lo pronto que me iba a desheredar.
– La ley colombiana te lo prohíbe. Aquí los padres les heredan forzosamente a los hijos todo, quieran o no quieran: los genes y demás cachivaches viejos como el piano, el órgano y el televisor que te voy a quebrar en pedacitos no bien te murás y te los voy a echar junto con el alud de tierra sobre tu ataúd para rellenarte hasta el tope del cogote tu tumba.
Revolcándose en sus aros de odio la culebra, lanzando por los ojos fuego que sin embargo no me podía alcanzar, se debatía en su rabia impotente la Loca entre hijueputazos y maldiciones que me hacían recordar a su furibundo sobrino Gonzalito, la Mayiya. ¿Y si le dijéramos la palabra mágica para probar?