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– ¡No!

– Si, ¿por qué no? Y expiró. Aquí el que está vivo está expuesto a todo, máxime si le va bien y se ríe En este país lo que respira estorba.

– ¿Y por qué lo mataron, m'hijo?

– Porque estaba vivo y somos muchos y ya no cabemos. Hay que matar para abrir campo donde acomodar a los que nazcan pues el espacio es finito. ¡Además vaya uno a saber qué cuentas pendientes tendría el viejo, qué culebras! Aparte de vos, abuela, en este mundo hoy por hoy no hay inocentes. Vos sos la última que queda y ya te nos vas a morir.

– No te creo nada, me estás inventando lo del señor, zumbambico.

– Ojalá, abuela. ¡Qué más quisiera yo que todo fuera leche y miel! Pero no, esto es un valle de lágrimas cargado de sufrimiento.

A la abuela, que cuando yo era niño me tenía que inventar cuentos de brujas, de muchacho yo le tenía que inventar noticias. Mucho trabajo no me costaba teniendo como tenía afuera, de modelo, la realidad. Me quedaba siempre corto. A veces, para darle una tregua en medio de tanta tragedia y un asidero a la esperanza, le inventaba que el papá de un amigo mío, que era pobrísimo, se había ganado la lotería:

– ¡Ciento cincuenta mil ochocientos millones de billones! ¿Te imaginás?

– Me alegro por él. Que haga mucha caridad.

– ¡No, si no es pendejo! Caridad harán los pobres en sus mentecitas sucias en las que regalan a manos llenas porque no tienen qué dar. ¿Pero los ricos? Del dicho al hecho hay mucho trecho. Y me voy, a leer a Heidegger. Más tarde te cuento lo que pasó esta mañana en Junín.

¡Qué iba a pasar en Junín aparte de los consabidos muertos! Bellezas y más bellezas eran las que pasaban por esa bendita calle de esos benditos tiempos de mi atrabancada juventud. Ya no más. Las bellezas se esfumaron y el humo se fue derechito al cielo de los recuerdos. Y no podía ser de otro modo, regidos como vivimos por las leyes de Murphy y de la termodinámica que estipulan que: que todo lo que está bien se daña y lo que está mal se empeora. Muchachitos y muchachos de Junín, idos sois. Os borró de un plumazo Cronos, el descabezador de bellezas. Y hoy por mi pobre calle sólo transitan zombies y saltapatrases, que es en lo que se ha convertido esta raza asesina, cada día más y más mala, más y más fea, más y más bruta, más hijueputa, que camina con las dos patas metidas en el lugar común de unos tenis apestosos. ¿Por qué desperdiciará China en pruebas subterráneas tanta bomba costosa habiendo aquí donde tirarlas, a la luz del día y calentando el sol? ¡Ay, abuela, si supieras, si vivieras, pero no! Por fortuna no.

Pero dejemos esto y que los vivos sigan matando a los vivos y los muertos enterrando a sus muertos que la oscuridad ahora es reina de la noche. Aparte de mi cama y una silla del comedor para poner mi ropa, no hay pues más mueble en este cuarto mío que el sillón vacío de la abuela, a quien no quiero volver a recordar. Lo que me quiero es dormir, sin oírme, sin pensarme, sin hablarme, sin volverme a decir las mismas cosas, contando ovejas o lo que sea, muchachos en una piscina o soldados en un cuartel. ¡Qué fresquecito que era mi Medellín en mi infancia! Soplaba la brisa juguetona sobre los carboneros de mi barrio, meciéndoles las ramas, pulsándoles las hojas, improvisando sobre el pavimento de la calle, con mucha séptima de segunda y novena de dominante, una rapsodia de sombras en sol mayor. ¡Nunca más! Mi barrio se murió, los carboneros los tumbaron, las sombras se esfumaron, la brisa se cansó de soplar, la rapsodia se acabó y esta ciudad se fue al carajo calentando, calentando, calentando por lo uno, por lo otro, por lo otro: por tanta calle, tanto carro, tanta gente, tanta rabia. Subiendo de grado en grado por un concepto u otro hemos terminado bajando de escalón en escalón a los infiernos. ¡Ay amigo Jorge Manrique, todo tiempo pasado fue más fresco!

Conseguido el Eutanal, fui con mi hermano Carlos a donde el último amigo que le quedaba a papi, Víctor Carvajal, a avisarle que papi se moría. La Loca, con su roñoso egoísmo, no quería que nadie se enterara para poderse disfrutar ella sola toda su muerte. Pero una cosa es lo que quería ella y otra muy distinta lo que quería yo. Unos meses antes, sin alcanzar a tomarse siquiera el aguardiente de la despedida, por el trillado camino de la muerte se nos había ido el otro cercano amigo de papi, Leonel Escobar. Pues mientras caminábamos rumbo a la casa de Víctor rumiando la tristeza, recuerdo que una repentina felicidad nos invadió porque nos pusimos a recordar el entierro espléndido que le hicieron a Leonel sus hijos, durante el cual se bebieron, entre ellos y otros deudos, y entre rezo y rezo del cura y canción y canción de los serenateros, ciento cuarenta botellas de aguardiente que se dicen rápido, una gruesa. Una gruesa se bebieron los cabrones en botellas de aguardiente a la salud del difunto, o mejor dicho en su recuerdo. ¡Y pensar que el pobre Leonel al final no podía ni probar al inefable!

– Olerlo si -me explicó cuando conversamos la última vez en su casa, fluyendo su última tarde por su balcón.

Ya le habían dado tres infartos, tenía diabetes, y con la diabetes la circulación hecha un desastre, «una alcantarilla taquiada».

– ¿Y por qué no destaquiás, hombre, la alcantarilla con aguardiente, que es bendito pa licuar la sangre?

Que qué más quisiera, pero que el médico no lo dejaba.

El espíritu, eso si, lo tenía Leonel intacto, con su alegría de siempre y su optimismo risueño, en do mayor.

– Mirá, Leonel -le expliqué-, no les hagás caso a los médicos que vos ya no tenés remedio. El caso tuyo está más perdido que el hijo de Lindbergh. Mañana voy a venir con una tira para medir el azúcar, una botella de aguardiente y una ampolleta de insulina, y vas a ver si podés tomar o no. ¿Que el aguardiente te sube el azúcar? Te inyecto insulina y te la bajo. ¿Que la insulina te la baja? Te doy más aguardiente y te la subo. Y así, cayéndose y parándose Cristo vas a ver que llegás al Calvario.

No alcanzó a ver, no pudo. Esa noche le dio el cuarto infarto y mi señora Muerte se lo llevó, dejándomelo grabado en lo más hondo de la cabeza, para siempre, mientras me siga bombeando sangre el corazón.

Un diciembre en Santa Anita, siendo nosotros niños, se nos apareció Leonel con un globo de ciento veinte pliegos, inmenso. Inmenso, inmenso, inmenso, el más inmenso que hubieran visto mis ojos y los cielos de Antioquia, un regalo colosal. En el corredor delantero de la finca lo elevamos. Sesenta manos de cristiano se necesitaron para sostenerlo y veinte mechones para llenarlo. Cuando el último mechón le acabó de llenar la insaciable panza de humo y empezó a tirar, le encendimos la candileja y soltamos. Y dejando abajo la humana especie, la alta palma y los gallinazos, el globo se fue, se fue, se fue, y subió, subió, subió hasta llegar al cielo de mi señor Diosito desde donde ahora está Leonel mirándome.

– Leonel, ¡hace aquí abajo un calorón!

Entonces Leonel me manda, con su bendición, la lluvia: una lluviecita traviesa, irresponsable, anizada, con un saborcito indeciso entre aguardiente de Antioquia y aguardiente de Caldas.

– Gracias, Leonel, merci beaucoup.

Llegamos a donde Víctor, tocamos y nos abrió, y antes de que se recuperara de la sorpresa de verme en Medellín pues me hacía en México le di la noticia:

– Papi está prácticamente muerto. Los médicos le recetaron cáncer del hígado, y que ya no hay nada que hacer. Que dizque tiene para unas horas o días, si acaso. Te lo venimos a avisar para que estés enterado.

Así, de sopetón, con la rotundidad de un rayo que cae sin decir agua va es como damos las noticias los que fuimos educados en una casa de locos por una loca. Qué le vamos a hacer, así hemos sido y somos y seguiremos siendo; el árbol torcido no lo endereza nadie. Claro que con esa forma de dar uno las noticias a veces uno mata al que las recibe, pero eso está bien, ya no cabemos, hay que controlar como sea el desenfreno de la población.