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El golpe ya no era sólo en las rodillas sino también en los codos cuando uno se trataba de enjabonar.

¿Pero jabón?

– ¡Darío, carajo, dónde está el jabón!

Jabón no había. Que se acabó. También se acabó. Todo en esta vida se acaba. Y ahora el que se estaba acabando era él, sin que ni Dios ni nadie pudiera evitarlo.

Se incorporó con dificultad de la hamaca del jardín para saludarme, y al abrazarlo sentí como si apretara contra el corazón un costalado de huesos. Un pájaro cortó el aire seco con un llamado inarmónico, metálico: «¡Gruac! ¡Gruac! ¡Gruac!». O algo así, como triturando lata. Que iba graznando del mango al ciruelo, del ciruelo a la enredadera, de la enredadera al techo, sin dejarse ver.

– Hace días que trato de verlo -comentó Darío-, pero no sé dónde está, se me esconde.

– Ya conozco a todos los pájaros que vienen aquí, menos ése.

En este punto recuerdo que un año atrás había subido con papi al edificio de al lado, recién terminado, a conocer sus apartamentos que acababan de poner en venta, y que vi por primera vez desde arriba el jardincito de mi casa: un cuadradito verde, vivo, vivo, al que llegaban los pájaros. Uno de los últimos que quedaban en ese barrio de Laureles cuyas casas habían ido cayendo una a una a golpes de piqueta compradas y tumbadas por la mafia para levantar en sus terrenos edificios mafiosos.

– ¿Y a quién le piensan vender tantos apartamentos? -le pregunté a papi.

– No hay a quién -me contestó-. Hoy por hoy aquí sólo hay ricos muy ricos y pobres muy pobres. Y los ricos no venden porque los pobres no compran.

– Los pobres jamás compran -comenté-: Roban. Roban y paren para que vengan más pobres a seguir robando y pariendo. Menos mal papi que ya te vas a morir y a escapar de ver tumbada tu casa.

– ¡Qué va! El que se va a morir es este siglo que está muy viejo. Yo no. Pienso enterrar al milenio y vivir hasta los ciento quince años. O más.

– ¿Ciento quince años bebiendo aguardiente? No hay hígado que resista.

– ¡Claro que lo hay! El hígado es un órgano muy noble que se renueva.

Tres meses después yacía en su cama muerto, justamente porque el hígado no se le renovó. ¡Qué se va a renovar! Aquí los únicos que se renuevan son estos hijos de puta en la presidencia. Pobre papi, a quien quise tanto. Ochenta y dos años vivió, bien rezados. Lo cual es mucho si se mira desde un lado, pero si se mira desde el otro muy poquito. Ochenta y dos años no alcanzan ni para aprenderse uno una enciclopedia.

– ¿O no, Darío? Tenemos que aguantar a ver si acabamos de remontar la cuesta de este siglo que tan difícil se está poniendo. Pasado el 2000 todo va a ser más fáciclass="underline" tomaremos rumbo a la eternidad de bajada. Hay que creer en algo, aunque sea en la fuerza de la gravedad. Sin fe no se puede vivir.

Entonces, mientras yo lo veía armar un cigarrillo de marihuana, me contó cómo se había precipitado el desastre: a los pocos días de estarse tomando un remedio que yo le había mandado de México empezó a subir de peso y a llenársele la cara como por milagro. ¡Qué milagro ni qué milagro! Era que había dejado de orinar y estaba acumulando líquidos: después de la cara se le hincharon los pies y a partir de ese momento la cosa definitivamente se jodió porque ya no pudo ni caminar para subir a ese apartamento suyo de Bogotá situado en el pico de una falda coronando una montaña, tan, tan, tan, tan alto que las nubes del cielo se confundían con sus nubes de marihuana. De inmediato comprendí qué había pasado. La fluoximesterona, la porquería que le mandé, era un andrógeno anabólico que se estaba experimentando en el sida dizque para revertir la extenuación de los enfermos y aumentarles la masa muscular. En vez de eso a Darío lo que le provocó fue una hipertrofia de la próstata que le obstruyó los conductos urinarios. Por eso la acumulación de líquidos y el milagro de la rozagancia de la cara.

– Hombre, Darío, la próstata es un órgano estúpido. Por ahí empiezan casi todos los cánceres de los hombres, y como no sea para la reproducción no sirve para nada. Hay que sacarla. Y mientras más pronto mejor, no bien nazca el niño y antes de que madure y se reproduzca el hijueputica. Y de paso se le sacan el apéndice y las amígdalas. Así, sin tanto estorbo, podrá correr más ligero el angelito y no tendrá ocasión de hacer el mal.

Y acto seguido, en tanto él acababa de armar el cigarrillo de marihuana y se lo empezaba a fumar con la naturalidad de la beata que comulga todos los días, le fui explicando el plan mío que constaba de los siguientes cinco puntos geniales: Uno, pararle la diarrea con un remedio para la diarrea de las vacas, la sulfaguanidina, que nunca se había usado en humanos pero que a mí se me ocurrió dado que no es tanta la diferencia entre la humanidad y los bovinos como no sea que las mujeres producen con dos tetas menos leche que las vacas con cinco o seis. Dos, sacarle la próstata. Tres, volverle a dar la fluoximesterona. Cuatro, publicar en El Colombiano, el periódico de Medellín, el consabido anuncio de «Gracias Espíritu Santo por los favores recibidos». Y quinto, irnos de rumba a la C'Ote d'Azur.

– ¿Qué te parece?

Que le parecía bien. Y mientras me lo decía se atragantaba con el humo de la maldita yerba, que es bendita.

– Esa marihuana es bendita, ¿o no, Darío?

¡Claro que lo era, por ella estaba vivo! El sida le quitaba el apetito, pero la marihuana se lo volvía a dar.

– Fumá más, hombre.

Palabras necias las mías. No había que decírselo. Mi hermano era marihuano convencido desde hacía cuando menos treinta años, desde que yo le presenté a la inefable. Con esta inconstancia mía para todo, esta volubilidad que me caracteriza, yo la dejé poco después. Él no: se la sumó al aguardiente. Y le hacían cortocircuito. El desquiciamiento que le provocaba a mi hermano la conjunción de los dos demonios lo ponía a hacer chambonada y media: rompía vidrios, chocaba carros, quebraba televisores. A trancazos se agarraba con la policía y un día, en un juzgado, frente a un juez, tiró por el balcón al juez. A la cárcel Modelo fue a dar, una temporadita. Cómo salió vivo de allí, de esa cárcel que es modelo pero del matadero, no lo sé. De eso no hablaba, se le olvidaba. Todo lo que tenía que ver con sus horrores se le olvidaba. Que era problema de familia, decía, que a nosotros dizque se nos cruzaban los cables.

– Se le cruzarán a usted, hermano. ¡A mí no, toco madera! Tan tan.

Andaba por la selva del Amazonas en plena zona guerrillera con una mochilita al hombro, llena de aguardiente y marihuana y sin cédula, ¿se imagina usted? Nadie que exista, en Colombia, anda sin cédula. En Colombia hasta los muertos tienen cédula, y votan. Dejar uno allá la cédula en la casa es como dejar el pipí ¡quién con dos centigramos de cerebro la deja!

– ¿Por qué carajos, Darío, no andás con la cédula, qué te cuesta?

– No tengo, me la robaron.

– ¡Estúpido!

Dejarse robar uno la cédula en Colombia es peor que matar a la madre.

– ¿Y si con tu cédula matan a un cristiano qué?

Que qué va, que qué iban a matar a nadie, que dejara ese fatalismo. ¡Fatalismo! Esa palabra, ya en desuso, la aprendimos de la abuela. Viene del latín, de «fatum», destino, que siempre es para peor. ¡Raquelita, madre abuela, qué bueno que ya no estás para que no veas el derrumbe de tu nieto!

Por la selva del Amazonas andaba pues sin cédula. ¿Cómo pasaba los retenes del ejército sin cédula para irse a fumar marihuana en el corazón de la jungla? Vaya Dios a saber, de eso tampoco hablaba. De nada hablaba. Vidrio que él quebró, casa que él destrozó, ajena o propia, vidrio y casa que se le borraban de la cabeza ipso facto. Los horrores que me hizo a mí no tienen cuento. Cuando el eminentísimo doctor Barraquer me trasplantó una córnea, Darío de un guitarrazo en la cabeza me desprendió la retina. ¡Cuántas guitarras en su vida no quebró! Canción tocada guitarra quebrada. El amasiato de la marihuana y el aguardiente le desencadenaba a Darío una verdadera furia de destrucción. ¿Cómo lo aguantaban los amigos? No sé. ¿Cómo lo aguantaba la familia? No sé. ¿Cómo lo aguantaba yo? No sé. No sé cómo lo aguanté cincuenta años. ¡Y los vecinos, por Dios, los vecinos! Dejaba el grifo del agua abierto, cerraba con triple llave su apartamento para que no se lo fueran a robar, y se iba quince días a la Amazonia a meditar. Les inundaba a todos los apartamentos: al vecino de abajo, al de más abajo, al de la planta baja, chorreando el agua, bajando en chorritos cristalinos por la escalera, de escalón en escalón y diciendo din dan. Din dan, din dan… ¿Y no le inundaban a él su apartamento? Si, se lo inundaba el cielo cuando llovía, por las goteras del techo, que era el del edificio y estaba vuelto una coladera.