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Que me gane la lotería.

Que el esquivo amor no se me vaya como un pez escurridizo por entre los dedos.

Y que muera en la impenitencia final maldiciendo de Ti y bendiciendo al Demonio, mi Señor Satanás que sobre la noche reina.

Amaneció y vino un empleado de banco a dar fe de que papi nos traspasaba el dinero de su cuenta bancaria y de que ante su imposibilidad de firmar lo hacía mi hermano Carlos por él. Concluida la diligencia y cuando el empleado se iba llegó Víctor. Lo hice pasar y nos quedamos un instante en silencio en el vestíbulo, junto a la escalera, sin saber qué hacer. En la fugacidad de ese instante desolado pude leer sus pensamientos: estaba pensando en papi y en lo mucho que habían vivido juntos.

– Subí a verlo -le propuse.

Pero no me contestó. Lo sentí perdido. Para no tener que subir siguió con timidez a la sala. A la sala de esa casa ajena que sin embargo era la de su amigo del alma. ¿Y por qué ajena? En sus muchos años de amistad con papi, que abarcaban la vida mía, no recuerdo haberlo visto más que unas cuantas veces en mi casa, y sólo en la sala. La presencia de la Loca lo excluía. Para los que no fuéramos su marido y sus hijos la Loca había levantado en torno de mi casa una muralla de intimidad polvosa insalvable. ¿Pero de mi casa, digo? ¡Su manicomio, idiota! El manicomio donde reinaba esta mujer desquiciada con el engendro que tras de nosotros parió. En cuanto a éste, silbaba por donde iba como si fuera un pájaro: era su forma de respirar. ¿O estaría cortejando a alguien? ¿A una gallina?

Víctor pasó a la sala y se sentó en un sillón. Entonces vi a la Muerte mirándonos. Ahí estaba, la solapada, con sus mil ojos burlones de omnipresencia rabiosa que todo lo ven, envuelta en unos velos sucios, desgarrados, su manto de ceniza. Cuando me dirigí a la cocina a prepararle a Víctor un café, los velos a mi paso se esfumaron: la Muerte se hizo a un lado y se deshizo.

En la cocina me tropecé con Marta y me eché a reír. Me acordé del diagnóstico que acababa de hacerle mi hermano Manueclass="underline" que estaba la pobre tan flaca que se le podía tomar una radiografía con una vela. Y así era, en efecto, la angustia la iba a matar. Si papi no se moría pronto de lo que tuviera, se moría ella de angustia antes que él. Lo cual me afirmó en mi decisión.

– Martica -le dije entonces en la cocina-, papi ya no tiene remedio, y que siga sufriendo no tiene sentido. Lo voy a ayudar a morir.

Y moviendo ollas, vasos, tazas, platos, rompiendo con su ruido su silencio angustiado empecé a buscar el café y a maldecir de la Loca y su insania: no había. En esa casa de un país que había apostado su destino a esa maleza y que la producía por millones de toneladas no había ni un miserable paquete de café. Claro, como la Loca no tomaba café… ¿Por qué habríamos de tomar entonces nosotros? Y como la Loca de paso tampoco comía porque le había dado por ponerse a dieta… ¡Que aguantáramos hambre también!

– El que come poco vive más -sentenciaba y punto. Palabra de DIOS.

El egoísmo de esta mujer destornillada que se creía infalible, dueña de la verdad como Papa, se expandía con una insanía tal que mucho cuento era que no estallara y nos volara en una explosión iracunda la casa.

– ¿Y ahora qué le vamos a dar a Víctor? -le pregunté a Marta enfurecido.

– Aire que es lo que comemos aquí -me contestó y nos echamos a reír.

– ¿De qué se ríen? -preguntó con curiosidad la Muerte, que me había seguido retardada a la cocina y no había alcanzado a oír.

– De vos, entrometida, zángana -le contesté-. ¡De quién más! ¿Y dónde andabas, haragana? ¿Descansando? Quitáte de ái que estás estorbando, no te me atravesés más. Dejáme pasar.

Se hizo a un lado ofendida, salió de la cocina al jardín y por el cielo del jardín se marchó.

– ¿Adónde vas, puta? -le grité mientras se iba dejando en el ciruelo enredados jirones de sus velos de ceniza-. ¿Vas por el Papa, o qué? Andá pues de carrera por ese viejo mariquetas pero no te tardés que aquí hacés mucha falta. En este país de mierda sobran como cuarenta millones. Llevátelos a todos, incluyendo a las bellezas si querés, que total de unos años para acá ni se les para. Han caído en una impotencia rabiosa y sólo copulan para parir. Te lo digo yo, mujer, que conozco íntimamente a todos estos hijos de puta.

– ¿A quién le estás hablando? -me preguntó Marta asombrada-. ¿Se te corrió la teja?

¿La teja? ¿A mi? ¿A mí, a mí, a mí, en un planeta devastado y cuando ya no tenemos redención? ¡Si morirse no es tan grave, niña! Lo grave es seguir aquí. Qué manía tan mezquina ésta de los mortales de aferrarse como garrapatas a la vida, a contracorriente de nuestra profunda esencia.

No sé por qué le conté a Marta que había decidido apurarle la muerte a papi, y después de ella a Carlos y a Gloria. Tal vez porque era demasiada la carga para mí solo. Necesitaba cómplices en el horror. A Aníbal lo excluí porque con sus quinientos perros y doscientos gatos tenía sufrimiento de sobra. A Manuel y a Darío por irresponsables. Que siguieran este par de irresponsables el uno fabricando hijos con sus mujeres y el otro en sus orgías con sus muchachos: con su sida, su aguardiente y su marihuana, y no pongo en la presente lista el basuco porque de ése sólo me enteré más tarde, cuando mi pobre hermano Darío, que nunca tuvo remedio, ya no tenía salvación.

Pero volvamos a donde estábamos y sigamos para adelante, rumbo al sitio designado donde nos está esperando la Muerte, el vacío inconmensurable de la nada, el despeñadero de la eternidad.

– Víctor, no hay nada que darte, ya sabés como es esto aquí. Vivimos en el permanente ayuno, en un faquirismo inveterado. ¿Vos ya desayunaste? Pues contentáte entonces con eso, hombre feliz, afortunado, que el manido verbo «comer» lo borramos nosotros desde hace mucho del diccionario por originales. Y en eso si, modestia aparte, nos podemos considerar pioneros del género humano. Hambre es lo que llevamos aguantando en esta casa desde que sentó su infame culo en el solio de Bolivar el bellaco de Samper, y lo que le espera al mundo. Por lo pronto al que no lo mate en este puto manicomio un cáncer o un sida lo mata el hambre.

Y para llenar el silencio que amenazaba con instalarse entre nosotros le pedí que me contara de sus hijas, de sus hijos, de lo que fuera. Que se acordara de cuando ellas eran tres y tres nosotros y salíamos de paseo los domingos, en dos carritos destartalados, a acampar a la orilla de las quebradas y a bañarnos los niños en sus charcos. Después nacieron otros en su casa y otros en la mía y fuimos muchos, y las quebradas fueron a dar al Cauca, al río, al río, rumoroso, que tiene una «u» en medio y que ya va llegando al mar.

Volvió la noche como todos los días, puntual, exacta, a las seis que es cuando en Medellín oscurece. El cielo se encendió de estrellas y cocuyos y se encendieron de foquitos las montañas.

– ¿Cuántos hijos de puta estarán naciendo en estos precisos momentos? -me pregunté.

– Millones -me contesté-. La Muerte no se da abasto con semejante paridera.

Pero al decírmelo reparé en que «darse abasto» no era una expresión mía sino de la abuela. Ay abuela, Raquelita, niña mía, no habías muerto, seguías viviendo en mí, extraviada en mis pensamientos.

Pasé al cuarto de papi y me encontré con que Carlos le estaba conectando una nueva botella de suero:

– Quedan ésta y otra para la noche -me informó-. Mañana habrá que comprar más.

Pero bien sabía él que no, que papi ya no tenía mañana. Lo había dicho para que papi oyera y creyera que iba a seguir viviendo. Y hacía bien. Mientras uno no se dé cuenta de que se muere, bendita sea la Muerte.

Carlos graduó la nueva botella, y las goticas que en un principio cayeron rápido se dieron a desgranarse pausadamente, calmadamente, al ritmo incesante y seguro de un rosario.