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– Los misterios que vamos a contemplar hoy son dolorosos, ¿o no, abuela?

– Si, m'hijo -me contestó.

– ¿En el primero qué es lo que se contempla? ¿Que le dan como un millón ciento cincuenta mil quinientos latigazos en la espalda a Cristo y lo dejan vuelto un Nazareno?

– No te burlés de la religión, niño, que te vas a ir derechito a los infiernos.

– Mejor. Estoy harto de esta casa tan aburrida donde no pasa nada. Aquí lo único que hace uno es rezar. Lunes rosario, martes rosario, miércoles rosario, jueves rosario, viernes rosario, sábado rosario, domingo rosario. ¿No te cansás de esta repetidera?

– Pero si fuera una película, eso si les iba a gustar…

– ¡Claro! Es que cada película es distinta y el rosario es el mismo: avemarías y avemarías. ¿Nunca se te ha antojado ir al cine, abuelita?

Que para qué, que ésas eran novelerías.

– ¿Novelerías «El Corsario Rojo» o «El Corsario Negro»? Por Dios, abuela, estás loca, no sabés lo que decís. ¿Por qué hablás de lo que no conocés? Vos lo único que sabes es lavar, planchar, barrer, trapiar, cocinar, criar gallinas y marranos, cuidar perros y limpiar café. Ah, y oír radionovelas. ¿Cuántas te oís al día? ¿Cinco? ¿O diez? ¡Qué aburrición!

– ¡Eh! ¿Y por qué me tienen que llevar la cuenta? ¿Es que ustedes pagan la luz?

– No, abuelita, no es por la luz, la luz la paga el abuelo. Es que las radionovelas te pueden embrutecer.

Ola, como dije, entre cinco y diez y las mezclaba todas, la de las once de la mañana con la de las seis de la tarde, y si uno le preguntaba por una la confundía con otra. Su mundo era una lucha inacabable entre los buenos buenos y los malos malos. ¿Y yo, abuelita, dónde estaba? ¿Entre los buenos? ¿O entre los malos?

La televisión nunca le gustó porque no tenía poder de sugestión. Porque las imágenes, que son unívocas, no le encendían como las palabras la imaginación, que se le iba en las radionovelas a galope tendido sobre las ondas de radio por la estepa congelada de Rusia con el correo del zar, o al asalto lanza en ristre de un castillo medieval.

Por pobreza de presupuesto, por mezquindad de país, por indigencia mental, las telenovelas colombianas en cambio pasaban todas en un cuarto y sus actores eran tan feos, tan feos, tan sosos, tan desangelados que haga de cuenta usted gentecita corriente de la vida, de la que uno ve día a día por montones en la calle, orinando contra un poste o caminando en sus dos patas. ¡Qué aparatico imbécil el televisor! Maravilloso el radio y sus radionovelas en que la señora podía, si quería, imaginarse que andaba en lecho de rosas tomando champaña con el Príncipe Azul. Aunque pensándolo mejor, ¿para qué iba a querer mi abuela tomar champaña habiendo chocolate? ¿Y para qué un Príncipe Azul si tenía a su lado y para siempre a mi abuelo?

– Abuelita, ¿vos querés al abuelo?

– Qué pregunta tan boba, niño. ¡Claro que si.

– Entonces decíme a quién querés más: a él o a mí.

– A los dos.

– No, abuela, no me trampiés, no te me salgás por la tangente. Contestáme: a quién más: a él o a mí.

– A los dos.

Y de ahí no la sacaba nadie. Pero yo bien sabía que a quien ella quería más era a él. Después de él, eso si, la verdad sea dicha, por sobre sus centenares de hijos y nietos me quería a mí. Yo por mi parte la quería a ella más que a nadie, con un amor ilimitado. Si ella no me correspondía en la misma medida, qué me importa, qué carajos, el amor es así: desbalanceado, desajustado, desequilibrado, cojo.

Y ahí voy, arrastrado por la noche lenta, en esa cama desvencijada de tabla que crujía hasta por los vaivenes de mi conciencia, y en la que ni cabía porque la había hecho en tamaño liliputiense mi tío Argemiro, el genio, cuando le dio por meterse a carpintero, a fabricar mueblecitos en miniatura para adultos con los pies en el aire y zumbando en el aire los zancudos, cortando el tiempo inconsútil estos hijos de puta con su zumbido, trazando rayitas en la oscuridad como cuchillas de afeitar que me descosían el alma. Si la cama al menos no fuera tan corta y la noche tan larga y los «musiciens» no zumbaran y se callaran… Pero no, por las leyes de Murphy que rigen el Universo, todo en el peor de los mundos tenía que andar mal. Y maldecía del presidente perro de México José López Portillo que trajo a este planeta desventurado la plaga de los zancudos. Granuja ensoberbecido, vano, hinchado de presunción y de humo por tu PRI corrupto del que fuiste capo sexenal, ¿te nos vas a ir de este mundo impune, tu país alcahueta no te piensa castigar?

Y he aquí que volviéndome del país del peculado al país de los sicarios suenan afuera unos tiros de ametralladora, y el alma que me habían descosido los zancudos con sus cuchillas de afeitar me la vuelven a coser a bala las ráfagas de la metralleta: tastastastastastastas. Colombia asesina, malapatria, país hijo de puta engendro de España, ¿a quién estás matando ahora, loca? ¡Cómo hemos progresado en estos años! Antes nos bajábamos la cabeza a machete, hoy nos despachamos con miniuzis. Y remontando el río del tiempo, a contracorriente de sus apuradas aguas que me quieren arrastrar, empecinadas, a la muerte, volvía los ojos a mi niñez, a los descabezaderos de la noche en mi niñez cuando el machete tomaba posesión de Colombia. Machete conservador o liberal, compatriota, paisano, hermano, que saltabas desde el rastrojo a mansalva a cortar los fríos rayos de la luna con tu filo rojo de sangre, ya te cambiaron, ya te olvidaron, pero yo no, aquí estoy yo el que nunca olvido para rezarte y evocarte y recordarte y recordarle a tu Colombia desmemoriada, ingrata, que tú exististe un día en que fuiste el rey de la noche.

Municipio de Medellín, Departamento de Antioquia, República de Colombia, papel sellado, firmas, sellos y estampillas, burocracias, y bajando por los ríos de la patria los decapitados: descabezados por los machetes, despanzurrados por los gallinazos, hinchados por el agua y todos, todos, todos, conservadores y liberales por igual, igualados por la Muerte, mi madrina, la verraca que es la que rubrica siempre abajo todos los sumarios. Y que vengan los loros verdes poliglotas de lengua gruesa y me digan si sí o si no. Loritos conservadores y loritos liberales, hermanos míos en Colombia la del odio, no se hagan ilusiones con las palabras que son bien poca cosa: torpes, imprecisas, mendicantes, incapaces de apresar la cambiante realidad que se nos escapa como un río que pretendiéramos agarrar con la mano. «¡Viva el gran partido liberal, abajo conservadores hijueputas!» pasaba gritando una bandada de loros sobre la finca de mi niñez, Santa Anita. Salíamos corriendo con una escopeta a tumbarlos. ¿Tumbarlos? Se nos iban como un polvaredón verde, dejándonos en el azul del cielo una estela de carcajadas: «jua, jua, jua, jua, juaaaa!». Más tarde pasaba otra bandada, ahora de loros conservadores, copartidarios de mi papá, y gritaba: «¡Viva el gran partido conservador, abajo los liberales!». O sea lo mismo pero al revés. ¿Y eso por qué? ¿Por qué los unos una cosa y los otros otra? Hombre, porque a los unos les daba educación doctrinaría el Directorio Liberal de Antioquia, que presidía el doctor Alberto Jaramillo Sánchez, y a los otros el Conservador, que presidía el doctor Luis Navarro Ospina, santo varón que madrugaba todos los días a misa y que tenía el pelo cortado en cepillo. ¿Pero a quién carajos le importa hoy esto? A nadie. Conservadores y liberales por igual eran una mísera roña tinterilla, leguleya, hambreada de puestos públicos, y en siglo y medio de contubernio con la iglesia se cagaron entre todos en Colombia. Que tiene, claro, componedero, yo no digo que no, pero es más fácil armar un huevo quebrado. Amanecer de sinsontes y atardecer de loros, Colombia, Colombita, palomita, te me vas.

Sobre Puerto Valdivia en el Cauca y Puerto Berrío en el Magdalena vuelan bandadas de loros felices, burlones, rasgándome con su aleteo verde, brusco, seco, el luto lúgubre del corazón. Y se iba el río obsecuente de mí mismo en pos del Cauca que iba al Magdalena que iba al mar. En el Magdalena había caimanes pero en el Cauca no porque era demasiado malgeniado y torrentoso, todo un señor río arrastracadáveres, revuelcacaimanes. Ay abuela, ya los ríos de Colombia se secaron y los loros se murieron y se acabaron los caimanes y el que se pone a recordar se jodió porque el pasado es humo, viento, nada, irrealizadas esperanzas, inasibles añoranzas.