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He aquí el retrato hablado del monstruo: siete pisos con treinta apartamentos de cartón en riesgo permanente de quemarse y de irse al cielo en pavesas con sus ocupantes, otros tantos negros y puertorriqueños excretores de ambos sexos, la hez de esta especie bípeda que no sé qué dependencia demagógica del municipio pretendía curar de su adicción a la heroína en un experimento dizque «piloto», para el que contrataron a Darío, inmigrante sin papeles, con el sueldo mínimo y el trabajo de «super» o portero, más limpiapisos, sacabasuras, destapainodoros y juez de paz. Yo, desocupado hermano de la victima, y como él sin donde caer muerto, le ayudaba a sobrellevar la carga. Y ahí me tiene con un balde de sirvienta y una sonda de plomero destaquiando inodoros de negros, Su Santidad. ¿Que sabe lo que son? Igualitos a los de los blancos, la cosa no cambia. En las humildes funciones excretorias los blancos no difieren de los negros, los perros de las ratas, los infieles de usted. Dios en eso a todos los mortales nos hizo iguales.

Mete el oficiante la sonda y la va girando, girando, hasta que con un poco de suerte (y siempre y cuando no hayan echado fetos) desobstruye el taco. Acto seguido jala la cadena y lo inefable fluye, baja rumbo a las entrañas de la urbe a llevar con canto de agua, hasta las más profundas oquedades del subsuelo, la luz del Evangelio. Creo sinceramente que todo Papa debe enterarse de estas cosas antes de ponerse a hablar. ¡O qué! ¿Magister dixit urbi et orbi?

Una tarde en que destapaba, entre pestilencias de retrete, el de la negra Evelyn, que empieza a sacudirse el cuartucho por los embates de una furia salida de madre y razón como si temblara la tierra.

– lt's Dick -me informó Evelyn, con la simplicidad de quien comenta que hace calor.

Y era Dick, en efecto, un negro puerco y grasiento, evangélico, a quien ni la heroína ni la santa Biblia le atemperaban la lujuria, horadando desde el otro lado del baño, con el instrumento que nuestro padre Adán el Australopithecus puso a funcionar en su jardín hace cuatro millones de años cuando bajó del árbol y gracias al cual estamos aquí, el frágil tabique de cartón que hacía de pared y que nos separaba de su apartamento o covacha. Lo primero que apareció, abriendo brecha, fue el casco negro, lustroso, al cual siguió, con un embate enfurecido, endurecido como un fierro, el barreno inmenso, desmesurado, prodigioso, de un grosor excelso y veinticinco centímetros cuando menos de longitud (o diez pulgadas si mide usted, Santísimo Padre, en el sistema inglés) hasta la base ensortijada por la que se unía al cuerpo.

– What? -exclamé.

– Yes -contestó la condenada, con un «si» tan obvio como estúpido.

Como un brazo tenso y erguido en ángulo recto que nos mentara la madre, hinchadas las arterias y las venas y a punto de explotar, a empujones, a empellones, palpitando, trepidando, con sacudidas violentas, el instrumento portentoso eyaculo, y nos dejó inundado del liquido lechoso y viscoso el sucio piso del baño.

¡Carajo! ¿Por qué hará Dios tan mal las cosas? Un aparato tan fantástico pegado a semejante asqueroso… Inescrutable en sus designios, a veces el Todopoderoso se comporta como cualquier Alfonso García chambón.

– What sign are you, super? -me preguntó Evelyn.

– Scorpio. And you?

– Virgo.

– Virgo? Jua, jua, jua, jua.

¡La risa que me hizo dar la maldita! Los negros, Su Santidad, no tienen alma, no los meta en el rebaño. Perezosos por naturaleza como son, para lo único que sirven (y no siempre) es para el sexo. El óxido nitroso los infla por delante, y respiran por detrás.

Pero el gran personaje del Admiral Jet no era Dick sino Sam, otro hijueputa: una trituradora de basura malgeniada y megalómana que oficiaba en el sótano. Todo lo que le tiraban por los botaderos de basura de los siete pisos -jeringas sin heroína, revistas pornográficas, toallitas vaginales, calzoncillos cagados, tenis apestosos, sobras de comida, empaques de leche, cajas de cartón, botellas, latas, tarros, trapos, fetos- todo lo trituraba con un rugido de huracán y nos lo devolvía comprimido en bolsitas. ¡Lo que pesaban esas putas bolsitas! Cien kilos, doscientos, medía tonelada, una, dos. Y medirían cuarenta centímetros si acaso… Entonces entendí lo que eran los agujeros negros del universo: la materia comprimida hasta alcanzar una densidad demoníaca. Del mismo modo que lo que le dan, querido amigo, cuando usted compra un apartamento es aire encerrado entre cuatro paredes, así el átomo no es más que unos suspiros de electrones girando en torno a un núcleo minúsculo y separados de éste por nada, por una nada inmensa, gigantesca, monstruosa, como la que hay entre las estrellas, la nada de Dios.

De escalón en escalón por la escalera del sótano, juntando esfuerzos, Darío y yo, a duras penas si lográbamos subir entre los dos a la calle, para que las recogiera el carro de la basura con una grúa, cada una de esas bolsitas. Herniados, derrengados, rengos, con la columna vertebral rota, regresábamos entonces a nuestro apartamento del primer piso, el del «super», a fumar marihuana y a esperar, a ver qué muchacho del Central Park nos caía: si blanco, negro, amarillo o cobrizo.

– Super, super! -llamaban entonces con urgencia de parto a la puerta.

¿Qué pasó? ¿Qué pasó? ¿Un muchacho? ¿Una belleza?

¡Cuál muchacho! ¡Cuál belleza! El negro Dick, Dick el negro: que se le había vuelto a taponar el inodoro.

– Oh no, not again! -exclamaba Darío en inglés, desesperado, iracundo.

Y con una varilla de hierro que mantenía siempre a la mano para estos efectos, una varilla ad hoc, le aplicaba al relapso en inglés un varillazo en la cabeza.

Y santo remedio para las erecciones del negro. jamás volvió a perforar otra pared, no se le volvió a parar jamás el hijueputa!

Yo siempre he dicho y redicho que el sexo lo tienen los negros enquistado en la cabeza. Hay que sacárselo de allí a varillazos. O qué ¿Vamos a permitir que sigan estos desaforados desgraciando impunemente los edificios? ¡A son de qué! ¿Acaso somos candidatos demócratas? ¡Abajo Cristo! ¡Viva el racismo! ¡Muera la democracia alcahueta!

– Darío -le aconsejé-. Al próximo que le des un varillazo, medilo bien, no se te vaya a ir la mano o te vas a la silla eléctrica.

– ¡Qué va! Si en el Estado de Nueva York no hay silla eléctrica… ¡Cuánto hace que la abolieron!

Me iba entonces, tranquilizado al respecto, al sótano, a ver en qué andaba Sam y a darles comidita a mis hermanas las ratas.

– ¡Muchachitas, niñas, ya llegué! -anunciaba entrando con un platón de arroz que sostenía con ambas manos-. ¡Vengan, vengan!

De los oscuros rincones del recinto, acudiendo a mi llamado iban surgiendo. Venían de sus moradas de desdicha, las humildes alcantarillas del subsuelo adonde llega la mierda humana pero no la misericordia de Dios. ¿A qué venían? A verme, a saludarme, a quererme. Religiosamente, equitativamente, sin permitir que me armaran tumultos, guardando el orden, arrodillado en el suelo, les iba repartiendo el arroz granito por granito, que les iba dando en las bocas (y oigan que dije «bocas», no «hocicos»), de las que iban saliendo lenguas: las lengüitas húmedas de mis comulgantes a recibir la Divina Forma. Y cierta noche en que estaba en esto, una que se distinguía por lo cariñosa, Maruquita, que se sube, para quedar a mi altura, a la base de hormigón armado sobre la que descansaba Sam, y que se pone a lamerme la mejilla.

– ¡Ay Maruquita, qué loca que sos! ¿No te da miedo de que te infecten los humanos?

Mandé la imparcialidad al carajo y le di el doble. No le pidan equidad al amor que el amor es ciego.

– Muchachitas, me voy, hasta más tarde. A las diez viene una belleza del Central Park a visitarnos. ¡Y dejen la pichadera que ya no caben y se acabó el arroz!