Y para colmo, con determinación repentina decidió no volver a fumar marihuana. Y que si no comía por no fumar y se moría por no comer, que se muriera, pero que él se quería morir en sano juicio, lúcido, con la cabeza despejada.
– ¿Y para qué, por Dios, hermano, a estas alturas? ¿Vas a descubrir que está mal formulada la ley de la gravedad? Si está, y qué, ¡si vamos barranca abajo de culos, en caída libre, rumbo a los infiernos! Fumá. Fumáte este cigarrillito que te hace bien.
Y me ponía a enrollarle un «vareto» con una torpeza de neófito.
En eso estaba cuando vinieron con la noticia de que acababan de matar a mi concuñada Marta. A Marta Garzón que hizo el bien, la caridad, y que luchó por la reivindicación de la pobrería en ese pueblo de pobres e hijueputas de Envigado, Colombia la generosa, que se tarda pero que a la postre muestra siempre su lado bueno, la condecoró: con una bala. Se la pegó por mano de un sicario.
– ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Dónde?
A las siete de la mañana cuando salía de su casa con su hijita a llevarla a la escuela, de un balazo. Uno solo, aquí, en la sien derecha, sin derecho a apelaciones.
Luego llegó Manuel con sus dos niñitas de su primer matrimonio y otra noticia: que Raquelita, la menor, de seis años -brusca y rabiosa y voluntariosa como un Rendón y móvil como una veleta enchufada en el culo-, acababa de matar a un perrito.
– ¡Pero cómo -exclamé indignado.
Si. Lo había abrazado con tal fuerza que lo ahogó. ¡Lo asfixió de amor!
– Si a esta niña no le falla el desván de arriba, la calamorra -le diagnostiqué a Manuel-, pinta para bombero o lesbiana. Pero no te preocupés, hermano, que si te sale bombero, pa que apague incendios; y si te sale lesbiana, mejor, en este país lo que sobran son paridoras. Hay veinticinco millones. Mas tus tres mujeres.
Y en mi interior acongojado me consolaba de la muerte del perrito diciéndome que ya no habría de sufrir más, que se había librado del peso de la existencia.
– ¡Ah! Y por favor no se lo cuenten a Aníbal ni a Nora porque sufren -les encargué-. Díganles que el perrito está bien, muy bonito, engordando. No hay para qué hacer sufrir innecesariamente a los demás.
– Yo nunca digo mentiras, tío -replicó de inmediato Raquelita-. El perrito si se murió. Y si sufrió. Pero se fue pa'l cielo.
Y como se percatara la hijueputica, la asesina, la cínica, de que yo estaba armando un «vareto»:
– ¿Otra vez van a fumar marihuana? -preguntó, con un tonito que no se sabía si era de interrogación o de exclamación, de chantaje o de reproche, de curiosidad o burla.
– Si, Raquelita -le explicó amorosamente su papá, el que la engendró-. Es que el tío Darío la necesita para que le den ganas de comer.
– ¿Y por qué el tío no quiere comer? ¿Y por qué está tan feo y tan flaco y con esas manchas tan horrorosas? ¿Es que se va a morir?
Se soltó por fortuna un aguacero, un chaparrón de esos de allá, inopinados, que se nos vienen encima de sopetón como un sicario. ¡Y a correr a quitar la hamaca y a desmantelar la tienda de sábanas! Un rayo voló el transformador de la esquina y nos dejó dos días sin electricidad ni para calentar un café. Total, si ni café había en esa casa… Las cucarachas se desprendían de las paredes aniquiladas por la inanición; como rociadas con Flit, pero no: era física hambre. Caían las pobrecitas patasarriba y sus almitas viscosas dejaban este valle de lágrimas.
Las manchas que dijo el angelito eran el sarcoma de Kaposi, que tras de haberle invadido el cuerpo a Darío ahora le invadía la cara.
Minutos después escampó y el sol se dio a sorberse los charcos del jardín, a beber agua sucia. Indecisos como gallina timorata que da un pasito, otro, otro entrando en casa ajena, chorreaban los últimos goterones de la lluvia de las ramas del mango y el ciruelo. ¿Caigo, o no caigo? ¿Caigo o no caigo?
Cuando armaba la tienda de sábanas y reinstalaba a mi hermano en su hamaca, me puse a recordar a Tales, a Anaximandro, a Zenón, a Heráclito, a Demócrito, olvidados amigos de una olvidada Facultad de Filosofía y Letras de mi lejana juventud, y a preguntarme por la realidad de la realidad y si de veras Darío y yo estábamos vivos o éramos el espejismo de un charco. Un vaho denso ascendía del empedrado del jardín, la respiración de las piedras. Entonces, haciéndole eco el espejismo de adentro al espejismo de afuera, creí entender algo que otros antes de mí también creyeron que habían entendido, en Mileto, en Elea, en Éfeso, en Abdera: los que digo, hace milenios. Nada tiene realidad propia, todo es delirio, quimera: el viento que sopla, la lluvia que cae, el hombre que piensa. Esa mañana en el jardín mojado que secaba el sol, sentí con la más absoluta claridad, en su más vívida verdad, el engaño. Mientras Darío se moría el vaho ascendía de las piedras, vacuo, falaz, embustero, y en su ascenso hacía el sol mentiroso se iba negando a sí mismo como cualquier pensamiento.
Pero de repente ¡pum! Que me cae del mango uno maduro en la cabeza y que me enciende el foco: Newton se equivocó: no hay que multiplicar las masas, cada una actúa por separado; y no hay que dividirlas por la distancia al cuadrado sino por la distancia simple. ¡O qué! ¿Es que la gravedad va y viene como pelota de pingpong? ¡Ve a estos ingleses!
Y me puse a renegar de Newton y a comerme el mango. En mala hora porque se le antojó a Darío.
– ¡No! -grité aterrado.
– ¿Y por qué no? -protestó Gloria, que pasaba-. ¿Por qué no se puede comer el pobre un simple mango que no les hace daño a los pajaritos de Dios?
– Porque los pajaritos de Dios no tienen sida. Además cuando un pajarito de Dios se muere de indigestión con mango ni quien se entere. ¿0 has visto alguna esquela de pajarito en El Colombiano?
Y he ahí por qué la sulfaguanidina, tan eficaz en las vacas, no le sirvió a mi hermano: porque las vacas, como los pajaritos de Dios, no tienen sida. Lo que les controla la criptosporidiosis a las consortes del toro es su sistema inmunitario intacto; la sulfaguanidina es una ayudita. La mejor medicina es la que se le receta a un sano; y el mejor médico el que convence al sano de que está enfermo. Para pararle la diarrea de la criptosporidiosis a Darío primero había que restaurarle el sistema inmunitario, pero para restaurarle el sistema inmunitario primero había que contrarrestarle el sida, pero para contrarrestarle el sida no había nada, ni la novena de Santa Rita de Casia.
En ese punto de su enfermedad y del siglo mi hermano no tenía salvación. Estaba más muerto que el milenio.
Manuel llama a las doce de la noche a su casa para anunciarle a su mujer Lala (la decimoquinta, con la que tiene dos niños) que está muerto. Y Lala es tan bruta que le cree y llama a Gloría llorando:
– ¡Ay, ay, ay! -gime la viuda afligida-. Manuel murió.
Gloria, que es una mujer sensata (como yo), en vez de echarse a llorar recapacita, y entre pregunta y pregunta le pregunta que cómo supo, que quién le dijo.
– ¡Él! -contesta histérica la gemebunda. ¡Me llamó de la Calle 80 con Colombia!
Y chilla y patalea en la otra punta de la línea.
– ¡Ah! -replica Gloría tranquilizada-. Si te llamó es que está vivo, y si está vivo es que está otra vez borracho bebiendo: con cualquier puta.
– ¿Pero con cuál? -pregunta la histérica.
– ¡Ah, yo no sé! Digamos que con Irma.
– ¿Y dónde, para irlo a buscar?
– Pues en la Calle 80 con Colombia.
Y le cuelga.
Mi hermana Gloría es una mujer fantástica, de armas tomar. A su primer marido, un borrachín de siete suelas, culibajito y grosero, lo tomó una noche del cuello de la camisa, lo llevó al balcón, y desde el penthouse de su edificio de apartamentos de siete pisos del que ella es dueña (y que en un país de indigentes le produce una millonada al mes) lo soltó al vacío como un calzón cagado. ¡Tas! Cayó el borrachito de culos pataleando. Sobrevivió. Y por ahí anda con otra mujer, borracho y descaderado, engendrando hijos y más hijos y bebiendo aguardiente y más aguardiente que es lo que hacen allá. Dizque ésa es la felicidad.