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– Bueno, digo, por decir. Por este complejo de culpa que mantengo desde que aterricé en este mundo. Porque no hay inocentes, Darío, porque todos somos culpables.

Y he ahí una diferencia fundamental entre él y yo. Que yo tenía vagos remordimientos de conciencia y él ninguno. ¡Como no tenía conciencia! Simplemente no se pueden tener remordimientos de conciencia cuando no hay conciencia. Se necesita materia agente.

Darío era un inconsciente desaforado. Desde hacía mucho que tiró ese estorbo a la vera del camino, volando su Studebaker destartalado de bache en bache entre nubes de polvo, mientras a los lados de la carreterita torcida, torcida como sus intenciones, saltaban pollos y mujeres embarazadas a un charco.

– ¿Estripamos a esa vieja, o qué?

– Parece que si, parece que no. El polvo no dejó ver Sigamos.

Y seguíamos como pasamos, volando, volando, volando.

– ¿Sí te acordás, Darío?

¡Claro que se acordaba! Por eso puedo decir aquí que si el muerto hubiera sido yo en vez de él no se habría perdido nada, porque la mitad de mis recuerdos, los mejores, eran suyos, los más hermosos. La manía contra las embarazadas era mía, pero como si fuera suya porque si yo veía una y le decía: «Acelerá, Darío, a ver si la agarrás», él aceleraba a ver si la agarraba.

La inconciencia o no conciencia es condición sine qua non para la felicidad. No se puede ser feliz sufriendo por el prójimo. Que sufra el Papa, que para eso está: bien comido, bien servido, bien bebido, y entre guardias suizos bellísimos y obras de arte, con Miguel Ángel encima, en el techo, arriba del baldaquín de la cama. ¡Así quién no! ¿Por qué en vez de esta manía por la presidencia no nos ha dado a todos en Colombia por ser Papas?

– Fumá más, Darío, más. Saciáte de humo y sí querés delirar, delirá que yo te sigo hasta donde sea, hasta donde pueda, hasta el fondo del barranco donde empiezan los infiernos.

Y la verdad le decía: hasta el fondo de un barranco ya lo había seguido, en el Studebaker, una noche en que se le cansó la mano al dar una curva. Pero hasta el infierno aún no, y él ahí está y yo aquí en el curso de esta línea, salvando a la desesperada una mísera trama de recuerdos.

El examen para ver si portábamos en el torrente sanguíneo, entre tanta vitalidad desviada, el bichito solapado del sida nos lo hicimos juntos la víspera de uno de mis viajes a México, uno de tantos que he hecho entre el país de la coca y el país de la mentira, y en los que se debate desde hace mucho mi vida, de aquí para allá, de allá para acá, como pelota de pingpong, yendo y viniendo, jugando contra sí mismo mi destino. Nos lo hicimos y yo partí y se me olvidó el asunto. Recuerdo que como tantas otras veces él me acompañó al aeropuerto.

– Juicio, ¿eh? -me dijo o le dije al despedirnos, él a mí o yo a él, ¡qué más da si de todos modos no íbamos a hacernos caso! Mientras una belleza furibunda a mí me trataba de acuchillar aquí, una belleza furibunda a él lo trataba de acuchillar allá.

Lo de la belleza mía fue así: desnudo y en plena erección, se levantó de la cama el angelito y de la mochila en que traía dizque el uniforme del gimnasio sacó un cuchillo feo, filudo, furioso, de carnicero. Yo me abalancé sobre mi ropa y con ella salí del cuarto y tratándome de vestir (a la carrera no me fuera a sorprender el lector en semejante facha) bajé a tumbos la escalera. Y él a tumbos detrás de mí, terriblemente excitado y blandiendo el vulgar cuchillo. Así pasamos por la recepción del hotel y yo sal¡ a la calle a medio vestir. Él se detuvo en el portón, frenado en seco por la luz del día. ¡Cómo no le tomé una foto ahí, en esa pose, así, con las dos armas en ristre, desnudas, desenvainadas, para mandársela a César Gaviria a la OEA!

Lo de la belleza de Darío fue más grave porque la cuchillada que la belleza le mandó casi le llega al corazón: se la detuvo el esternón o una costilla. ¿Que cómo me enteré? Van a ver. íbamos por la Carrera Séptima de Bogotá, en un regreso mío posterior al que acabo de contar, cuando al llegar a la Terraza Pasteur, conseguidero de soldados y malvivientes, parada obligada diaria en nuestro diario viacrucis, nos tropezamos con su belleza. Y que le dice Darío.

– Me quisiste matar, hijueputa.

El muchacho bajó la mirada y le dio a mi hermano esta explicación enternecedora: que la marihuana que le dio esa vez Darío le trastornó la cabeza, dizque porque llevaba un año en el ejército sin fumar. Como quien dice pues, digo yo ahora, fue por un simple rebote del síndrome de abstinencia.

– Ah… -comentó simplemente Darío y yo abrí la boca.

Continuando nuestro camino me contó Darío que el muchacho solía de vez en cuando irse con él al cielo entre una nube de marihuana en su apartamento, y que todo había marchado bien hasta esa ocasión en que después de un año de no verse y de no probar el pobrecito la inefable, al volverla a probar se enloqueció, y tomando el cuchillo de la cocina, de la cocina de su propia víctima, el asesino se lo quiso despachar tal cual estaban, desnudos ambos en cuerpo y alma. Tras la cuchillada fallida, Darío, que por entonces iba al gimnasio y se hallaba en inmejorable forma, lo pudo dominar; le quitó el cuchillo y lo sacó en pelota a la escalera. Después por la ventana que daba a la calle le tiró la ropa. En plena calle, en pleno barrio de La Perseverancia que miraba, se vistió el angelito, con ese pelito suyo cortado casi al rape de los soldados que me encanta, o mejor dicho me encantaba, nos encantaba, in illo tempore.

– ¿Ves aquí, cerca al corazón?

Y abriéndose la camisa me mostró Darío la cicatriz del cuchillazo.

– No hagás caso, Darío -le dije-, que ésas son cosas efímeras, bobadas y olvidáte que la vida es así, no nos deja sino cicatrices.

Además, digo yo ahora, ¡para eso está la caja torácica!

Al día siguiente al del atentado le dieron los resultados del análisis: sida.

Hacía las cinco de la mañana sonó el teléfono y contesté, desde este lejano país ajeno: era él, para explicarme que ya le habían entregado los resultados del análisis.

– ¿De cuál análisis? -le pregunté.

– Del del sida, del que nos hicimos, pendejo.

– Ah… -dije y entonces recordé que diez días antes, en Bogotá, habíamos ido a un laboratorio a hacernos el análisis-. ¿Y qué resultó?

– El tuyo negativo, y el mío positivo.

En ese momento le pedí a Dios que el laboratorista se hubiera equivocado, que hubiera confundido los frascos, y que el resultado fuera al revés, el mío positivo y el suyo negativo. Pero no, Dios no existe, y en prueba el hecho de que él ya está muerto y yo aquí siga recordándolo. Por lo demás, si el enfermo de sida hubiera sido yo y el sano él, juro por Dios que me oye que él me habría dado una patada en el culo y tirado a la calle. As¡ era mi hermano Darío: irresponsable a carta cabal.

Cuatro años han pasado desde el análisis, y henos ahora aquí en este jardín de esta casa, en la placidez de esta hamaca rememorando, echándole cabeza a ver quién lo pudo contagiar, por el muy humano deseo de saber, de saber quién fue el que te mató. Descartada como fuente de contagio la comunión, quedaban los parias de la Terraza Pasteur de la Carrera Séptima de Bogotá, país Colombia, planeta Marte. ¿Pero cuál? ¿Cuál entre diez o mil o diez mil?

– ¿Cuál, Darío, a ver? Echá cabeza a ver.

– Mmmm -me contestaba, con una «m» así cual la puse y con la cual quería decir: no sé.

¡Qué iba a saber este irresponsable! Se murió sin saber quién lo mató.

En cuanto a mí, a mí el sida no se me da, no se me pega porque el sida no entra por los ojos. Si no ya se habría acabado la humanidad.

¡Ay Darío, las cosas que me haces, morírteme en este momento tan delicado para mí! ¿No te habrías podido esperar un poquito?

No, Darío todo lo quería ya, en el instante, ipso facto.