Empiezo a escribir en forma tan arrevesada, cortando a machetazos los párrafos, separando sus frases, por culpa de Vargas Vila, por la influencia maldita de ese escritor colombiano del planeta Marte que escribía en salmodia, pero, cosa curiosa, no para echarle incienso a Dios sino para excitar al prójimo. Vargas Vila era un marica vergonzante, pese a lo cual sólo trató en sus libros de sexo con mujer. Un maromero. Un maromero invertido. Pero volvamos al jardín.
Hay en el jardín de mi ex casa una enredadera tupida que cubre dos muros. Cuando regresé a Colombia porque Darío se estaba muriendo le traía de México un remedio, una planta milagrosa proveniente del Brasil que aquí venden, escasísima, carísima, pero que lo cura todo y que se llama «uña de gato». Cura el cáncer, el sida, el lupus eritematoso sistémico y la corrupción oficial, que de hecho ya va cediendo. La venden picada y en capsulitas, y es más valiosa, en peso bruto, que la cocaína y el azafrán.
– ¿Y esto qué es? -me preguntó Darío cuando le quise hacer tomar la primera capsulita.
– Uña de gato -le contesté, y le expliqué lo que costaba y sus virtudes curativas.
– Uña de gato es eso -y me señaló la tupida enredadera-. No sirve ni para alimentar ratones, que en esta casa se están muriendo de inanición.
– ¡Ay Darío, lo que son las cosas, tan cerca uno del cielo y suspirando por él!
Entonces volvió a oír el «gruac gruac» del pájaro. Que si yo lo oía.
– No. Oigo afuera pitando carros.
– Prestá atención.
Pero por más atención que le prestaba al pájaro invisible yo no lo oía. Para mí además era mudo.
– Es imposible que no lo oigás. Es un sonido fuertísimo. Dice «gruac, gruac, gruac, gruac…».
– La verdad no lo oigo.
Entonces sin decir «agua va» se soltó el aguacero. Uno de esos aguaceros de Medellín, marcianos, en que llueven piedras. Allá las gotas son pedradas del cielo, y el granizo quiebra las tejas y descalabra al cristiano. Por eso existían antaño los aleros. Ya no más porque la humanidad avanza, y cuando la humanidad avanza retrocede. Ayudé a Darío a levantarse de la hamaca y me puse a recoger de prisa el tinglado. Al dar unos pasos para ir a resguardarse bajo techo Darío se cayó y no pudo levantarse. Tiré al suelo lo que tenía en la mano, unos platos, y corrí a auxiliarlo. No pesaba nada, se me estaba desapareciendo. De mi hermano Darío que me acompañó tantos años, que me ayudó a vivir, sólo quedaba el espíritu, un espíritu confuso. Y los huesos.
Cuatro años habían pasado entre el resultado del análisis y la situación presente. Pero el contagio según mis cálculos venía de más lejos, pues de tiempo atrás estaba perdiendo peso y por eso le hice hacerse el análisis. Un medicucho amigo suyo le había diagnosticado hipoglucemia, palabra que suena muy bien, muy sabia, pero la hipoglucemia como enfermedad no existe, sólo como un estado pasajero. Era sida en proceso lo que tenía mi hermano, y se lo habían contagiado vaya Dios a saber desde hacía cuánto.
– Para mí, Darío, que desde que te pegaron la sífilis.
– ¿Cuál sífilis?
– La que yo te curé.
– No me acuerdo.
– Yo si me acuerdo. Aquí tengo en la computadora del coconut archivado todo tu expediente, el sumario. Con la sífilis entró el sida, fue una infección mixta la tuya, promiscua, por una desaforada promiscuidad. Pero bueno, no te lo estoy reprochando, simplemente estoy comentando. Por interés científico.
Puro cuento. A mí la ciencia me importa un comino. Si con ciencia o sin ciencia nos vamos a morir… Qué más dan dos o tres años de más…
Qué bueno que Darío se murió y se escapó del recalentamiento planetario.
Que Darío estaba en excelente forma cuando el soldado lo quiso matar, según dije atrás, es un decir o mera aproximación a los hechos. Ya había empezado a perder peso, y por eso iba al gimnasio. Y estaba perdiendo peso no por ninguna hipoglucemia sino por el sida. En él ésa fue la primera manifestación de la enfermedad. Después quién lo hubiera dejado de ver unos meses y se lo volviera a encontrar le notaba un indefinible cambio en la cara. Un color como de ceniza o cobrizo. ¡El tinte de la muerte.
Una vieja gorda y mala conocida nuestra con quien una vez nos tropezamos en un ascensor, entrando ella y saliendo nosotros, lo saludó con estas exactísimas y textuales palabras que me acompañarán por lo visto hasta la tumba:
– ¡Darío, qué te paso!
¡Le pasó que se estaba muriendo de sida, pendeja!
Y lo mismo y con aproximadas palabras se preguntaban en mi casa:
– ¿Qué le pasa a Darío que está tan flaco? -me preguntaba la Loca.
– La marihuana, que no lo deja engordar -respondía yo.
– ¿Y por qué no la deja?
– Es más fácil que papi te deje a vos. Es otro matrimonio de por vida, otro infierno.
Y dije bien. El matrimonio entre mi padre y la Loca era un infierno, aunque disfrazado de cielo. Y aquí digo y sostengo y repito lo que siempre he dicho y sostenido y repetido, que el peor infierno es el que uno no logra detectar porque tiene vendados como bestia de carga los ojos. Papi tenía sobre los ojos un tapaojos grueso, negro, denso, que nunca le pude quitar.
– Dejá esa vieja y largáte con una muchacha de veinte años. O con dos -le aconsejaba-. Yo te caso con ambas, yo te doy la bendición. Aquí te bendigo, padre, y que seas feliz y si no te sirven el par de putas cambiálas que mujeres es de lo que hay en este mundo, y a cuál más mala.
Pero no, estaba ligado a ella por el grillete de una felicidad obnubilada. Un grillete que dizque se llamaba «amor». En cuanto a la Loca, aunque silenciosamente y no con palabras como a nosotros, sé que desde el fondo de su corazón envenenado, y Dios lo sabe porque Dios lo vio y aunque Dios no oye ve, vio, vio que desde el fondo de su corazón lo hijueputiaba. Perdón por la palabra, pero el castizo «hideputa» de Don Quijote vuelto «hijueputa» y su verbo es lo máximo de que dispone Colombia para insultar, para odiar. Colombia, país pobre rico en odio.
Yo no soy hijo de nadie. No reconozco la paternidad ni la maternidad de ninguno ni de ninguna. Yo soy hijo de mí mismo, de mi espíritu, pero como el espíritu es una elucubración de filósofos confundidores, entonces haga de cuenta usted un ventarrón, un ventarrón del campo que va por el terregal sin ton ni son ni rumbo levantando tierra y polvo y ahuyentando pollos. ¡Ay Vargas Vila, indito feo y rebelde y lujurioso, buen hijo de tu mamá pero apátrida, qué olvidado te tiene la desmemoriada Colombia! Pero si no es ella, ¿quién te va a recordar?
Calmado el aguacero y el ventarrón del campo volvimos a instalar la hamaca y el parasol y reanudamos la conversación interrumpida. ¿En qué estábamos?
En la sífilis, en la bíblica sífilis, noble enfermedad de los abuelos. La de Maupassant, Pío Quinto, Baudelaire y tantos otros ilustrísimos de que con tanta propiedad trata el padre Acosta en su documentada monografía «Estragos del Mal Gálico». «Pío Quinto» es Pío Quinto Rengifo, ex gobernador de Antioquia, y digo «noble» no tanto por la calidad de los afectados (pues la mayoría eran bellacos, que son la mayoría en este mundo), sino por el comportamiento de su causa agente, la espiroqueta: después de medio siglo de estarle dando nosotros los médicos con penicilina en la testa, esta gentil bacteria sigue respondiendo a ella y a infinidad de antibióticos de la primera, segunda y tercera generación. No como otras bacterias mal nacidas que desarrollan resistencia. La sífilis hoy, Darío, se cura con cualquier antibiótico para la gripa. Así infinidad de buenos cristianos que no han tenido más que gripa, pescada en misa, han sido sifilíticos sin saberlo. Tú tuviste suerte, hermano, porque a ese medicucho tuyo, al genio que te diagnosticó hipoglucemia, se le ocurrió mandarte a hacer la prueba del VDRL para la sífilis y te salió positiva; si no, jamás habrías tenido enfermedad de tanta prosapia.