¡Bailarina brillante en campo oscuro, espigada, lujuriosa, espiroqueta pálida, con tu ceñido vestido de plata y tu cuerpazo de mujer, qué bella te ves bailándome la danza de los siete velos e igual número de pecados capitales, retorciéndote como un tirabuzón bajo mi microscopio! ¡Ay, todo pasa, todo se acaba, todo cambia! Hoy la sífilis es una enfermedad inocua que no tiene más que carga semántica. Como la palabra «hijueputa» que dijo arriba la Loca. Al perro feroz se le cayeron los dientes.
– Y ahora, Darío, tomáte por favor el caldito caliente que te traje, que hoy no has comido.
Un sorbito y eso era todo, que no quería más, que le sabía raro, que todo le olía a vaca, que tal vez por el remedio que le estaba dando.
– ¿Dónde te huele a vaca?
– Aquí, en el jardín.
– Como no sea la que está instalada arriba y que nunca baja, en esta casa, Darío, no hay más vaca.
Eran sus alucinaciones olfativas gustativas. El sida le estaba afectando el cerebro. Y el pájaro Gruac Gruac era una alucinación auditiva. ¡Por lo menos no lo veía!
– ¿Qué ves aquí, Darío?
– Un dedo.
– ¿Y aquí?
– Dos.
– Muy bien. De la vista seguía bien, aún no se la destruía el toxoplasma.
Salvo el enflaquecimiento y una que otra fiebre nocturna de las llamadas «de origen desconocido», el primer año de enfermedad de mi hermano (contado a partir del resultado positivo del análisis) transcurrió libre de síntomas, pasó en calma. Incluso, motu proprio; por fin, Darío dejó el aguardiente, y por indicaciones escritas mías no volvió a la selva ni a la sabana. «La naturaleza está llena de gérmenes peligrosos -le escribía-, para los que tarde o temprano no tendrás defensas. Quedáte en Bogotá en la calma seca de tu apartamento. Mientras menos humedad menos riesgos». Lo felicitaba por haber sido capaz de dejar el aguardiente y le echaba la bendición. ¡Qué voluntad la de mi hermano, empezaba a creer en él! Claro, era explicable, la fuerza de voluntad la tenía intacta. ¡Nunca la había usado!
La intacta fuerza de voluntad por falta de uso previo se gastó en un año, exactito, como entran con exacta regularidad en Europa las estaciones. Para celebrar el aniversario, el milagro, Darío se tomó una medía de aguardiente ¡y adiós Panchita! A la medía siguió otra medía y a la entera otra entera y ése fue el comienzo de su acabóse. Yo digo que la voluntad es como el derecho, que se ejerce con la fuerza: por eso se llama «fuerza de voluntad», pero uno tiene que ejercerla desde chiquito. Si no, le coge a uno ventaja la pendiente y al fondo del rodadero va uno a dar.
El aguardiente se aprovechó pues de mi hermano viéndolo tan desforzado de voluntad. Débil del cuerpo, sin embargo, no estaba: era un roble seco. Y el roble seco se subía a pie sin paradas las cuatro cuadras de escalera del Planetario, la pendiente de la Veintisiete y los cinco pisos de su apartamento. Al llegar, sin que le faltara el aire, como si nada, se prendía un cigarrito de marihuana, un «vareto», que se escribe con «v» o con «b», aún no se sabe porque aún no lo ha aceptado la Academia.
– ¡Qué sida voy a tener! -decía el cabrón tras de fumarse el vareto-. Lo que tengo es sed.
Y se tomaba un aguardiente.
Tenía la misma sed de Darío, el poeta, en recuerdo del cual papi le puso el nombre sin imaginarse cuánto lo iba a emular: Rubén Darío. Cuando Darío fue de joven a Nicaragua con una delegación colombiana de agrónomos, que era lo que era él, a no sé qué, tuvo un éxito resonante, etílico: en semejante país, con semejante sed y semejante nombre… Nicaragua es un país de borrachos y de bueyes que se agota en Rubén Darío, el poeta. Darío en Nicaragua es Dios, como el Papa en el Vaticano. Van los bueyes de Nicaragua arando los algodonales o cargando en carretas por las carreteritas pacas de algodón, soltando motitas blancas que se van al cielo, y eso es todo lo que sé de ese país amado porque Darío, mi hermano, me lo contó. Algún día iré a Nicaragua a desandar sus pasos, para poderme morir en paz.
Agarrada de nuevo la jarra yo también cedí: ¡para qué prohibirle que fuera a la Amazonia! Si no lo mataban sobrio los bichitos de la selva, lo mataban borracho las fieras de Bogotá. Que fumara, que tomara, que fornicara, que viviera que para eso estaba. ¡O qué! ¿Va a dejar uno de vivir por cuidar un sida? La vida es un sida. Si no miren a los viejos: débiles, enclenques, inmunosuprimidos, con manchas por todo el cuerpo y pelos en las orejas que les crecen y les crecen mientras se les encoge el pipí. Si eso no es sida entonces yo no sé qué es.
– Viví, Darío. Fumá, tomá, pichá que la vida es corta. La vida es para gastársela uno en el aquí y ahora, dijo Horacio, dijo Ovidio, digo yo.
Así transcurrió el segundo año, según mis consejos, según sus designios: desaforadamente. ¡Pero qué desafuero! Con decirles que yo mismo me asusté y le dije:
– Hermanito, basta, que ya estás mas papista que el Papa.
¿Basta? ¿Decirle «basta» a un huracán? El huracán para cuando se acaba.
Y como el segundo año el tercero y como el tercero el cuarto: en un inmenso fulgor in crescendo. ¿Se diría el último resplandor de la llama? sí, pero lo diría usted porque yo no hablo con lugares comunes tan pendejos. Y si a eso vamos Darío no fue una llama, fue un incendio.
Durante el tercer año sus dos más cercanos amigos, correligionarios de la hermandad de la yerba, se enteraron porque él les contó, les contó lo que antes sólo sabíamos él y yo. A partir de ese momento fuimos tres los cirineos que le ayudamos a Darío a cargar la cruz de su secreto. No por mucho tiempo es verdad, porque día con día su aspecto a voces lo delataba. Los últimos en enterarse fueron los de mi casa, en el último mes, cuando Darío regresó a morir. Un año antes había muerto papi, quien por lo tanto no lo supo. Y ése era el más inmenso terror entre los terrores y alucinaciones que acometían a mi hermano: que papi lo supiera. No lo supo. La muerte le llegó antes que la noticia. ¡Y papi que iniciaba el día leyendo El Colombiano, el periódico de Medellín, para estar enterado! Así suele suceder.
– Esmeraldas gotas de aceite, rubíes ojos de gato, zafiros, diamantes, decidme: ¿No habéis visto pasar por aquí a la siempreviva, la sempiterna, la Parca, en cuyas aguas de silencio deberían abrevarse estos presidentuchos de América, loritas gárrulas que hablan y hablan y hablan? ¿No? Pues entonces sigamos.
Y seguí buscando a la Muerte por todos los rincones de la casa hasta que la encontré atrás, abajo, en la escalera:
– Puta que te vas con todos, ¿cuándo te vas a llevar al Papa?
– ¡Uf! Llevo más de doscientos treinta, perdí la cuenta.
– A éste, al actual, boba, a Wojtyla, alias Juan Pablo II, de solideo blanco y culo negro como su alma.
– En ésas andamos -me respondió con una sonrisita ecuménica.
– Pues apuráte que ya no me lo aguanto. Va, viene, sube, baja, sale, entra, se cree el loco Cristóforo.
Le di a mi madrina una palmadita en las nalgas, y siguiendo un fino hilito de humo que me iba guiando seguí rumbo a la hamaca del jardín. Allí estaba Darío, extendido, fumando, lanzando al aire caliente las volutas indecisas, azulosas, de cannabis. Las volutas se rompían y se alargaban en los hilitos insidiosos, que metiéndosele por las narices iban a entorpecerle la cabeza y el recto juicio a la Muerte.
– Ya no la dejás trabajar de lo enmarihuanada que la tenés. No sabe ni lo que hace. Pega aquí, pega allá dando palos de ciego, no discrimina. Descabeza cristianos, ateos, musulmanes y hasta al Gran Visir.
– ¿De quién estás hablando, loco?
– No, de nadie.
Me gustaba que mi hermano me llamara «loco» transponiendo lo suyo a mí. Pero como «loco» es también el trato en Bogotá entre basuqueros, ¿no sería que Darío estaba fumando basuco? Y la duda infernal me entraba.