– No estarás fumando basuco, ¿o si?
– ¡Qué va! -me contestó, con un tono de simple marihuanero que disipó mis dudas.
Unos días después, sin embargo, cuando la sulfaguanidina fracasó y le volvió la diarrea y mi vida se convirtió en un infierno, me confesó que sí, que durante el último año lo había estado fumando.
– Te jodiste, hermano, te jodiste, la coca es inmunosupresora. Le has estado echando leña al incendio.
Fue sólo entonces cuando me enteré de lo del basuco, cocaína fumada. Pero ya no había nada que hacer, la Muerte acechaba afuera, bajo el dintel de su puerta, aguardando cualquier cambio de la brisa para entrar.
Al final, me cuentan sus amigos, se había vuelto egoísta, lo que nunca fue. Que escondía hasta la marihuana, que no vale nada. Entonces por asociación de ideas recordé la furia que le entró un día de esos últimos años (cuando el sida aún no le explotaba) a la simple mención del nombre de un conocido suyo que le había quitado un muchacho.
– Los muchachos, Darío -le increpé-, son un bien público, no propiedad privada. Que los tome el que quiera y los pueda pagar. ¡O qué! ¿De viejo te va a entrar la posesiva?
Que eran los dos, el muchacho y su ex amigo, unos hijueputas.
– Que se vayan, Darío, los hijueputas, cada quien con cada quien.
Con los años se le había agriado el genio. Cada día más y más se le expresaba un temperamento de Rendón, como si ése fuera su primer apellido. Y tras el mal carácter el retraimiento. Se había vuelto hosco, sombrío. Se estaban sumando en él los dos sidas, el del virus y el de la vejez. Pero volvamos al jardín, a los felices días en que la sulfaguanidina funcionaba y cuando yo no podía ni siquiera concebir que Darío se pudiera morir.
Estábamos conversando, de lo uno, de lo otro, de la infinidad de cosas que vivimos juntos y que para rememorarlas no nos alcanzaría la eternidad, cuando volvió el Gran Güevón de la calle y puso su equipo de sonido a lo que daba.
Ignorando su primer apellido (y el tercero y el cuarto y el quinto y el sexto y el enésimo y Último) el Gran Güevón era Rendón Rendón Rendón Rendón. Todos los genes responsables de la imbecilidad rabiosa se habían dado en él sin atenuantes, sin que un solo alelo no Rendón enfrente contrarrestara al menos uno de ellos. No. Los alelos no Rendones estaban en él silenciados. El Gran Güevón era una piedra roma, un Rendón puro, un verdadero fenómeno de la genética. Y ahora, sin respetar que Darío y yo nos estábamos muriendo, prendía el loro infecto y lo ponía a tocar sambas. De lo primero que se apoderó fue de la sala, donde estaba el piano, y del estudio del órgano, que daba al jardín. Cuando papi se murió se siguió con la casa. En el estudio instaló el loro y una cosa que llaman «Internet».
– Decile Darío a ese engendro, vos que todavía le hablás, que ponga por lo menos el Réquiem de Mozart.
¡Qué Réquiem ni qué Mozart! No bien se lo dijeron y que prende dos parlantes más, atronadores. Los vidrios del comedor reverberaban a punto de tronarse como cuando cantaba Caruso en la Scala.
Detesto la samba. La samba es lo más feo que parió la tierra después de Wojtyla, el cura Papa, esta alimaña, gusano blanco viscoso, tortuoso, engañoso. ¡Ay, zapaticos blancos, mediecitas blancas, sotanita blanca, capita pluvial blanca, solideíto blanco! ¿No te da vergüenza, viejo marica, andar todo el tiempo travestido como si fueras a un desfile gay? En esas fachas te va a agarrar un día la Muerte. Las sambas del Gran Güevón envenenaban el aire y me enturbiaban el alma.
– Me voy. Vuelvo más tarde -le dije a Darío.
Y dejándolo en su etérea hamaca que flotaba en el humo de la cannabis salí a la calle.
Salí pues, como quien dice, del infierno de adentro al infierno de afuera: a Medellín, chiquero de Extremadura trasplantado al planeta Marte.
A ver, a ver, a ver, ¿qué es lo que vemos? Estragos y mas estragos y entre los estragos las cabras, la monstruoteca que se apoderó de mi ciudad. Nada dejaron, todo lo tumbaron, las calles, las plazas, las casas y en su lugar construyeron un Metro, un tren elevado que iba y venía de un extremo al otro del valle, en un ir y venir tan vacío, tan sin objeto, como el destino de los que lo hicieron. ¡Colombian people, I love you! Si no os reprodujerais como animales, oh pueblo, viviríais todos en el centro. ¡Raza tarada que tienes alma de periferia!
Bajo las altas estaciones del Metro y entre las ruinas, como islitas del silencio eterno quedaban en pie las iglesias. Pero cerradas. Cerradas no les fueran a robar el copón y la custodia y con la custodia el Santísimo expuesto. Expuesto al robo. Ni siquiera eso me dejaron, esos oasis de paz, frescos, callados, donde yo solía de muchacho refugiarme del estrépito y el calor de afuera y me ponía a escuchar reverente, en un recogimiento devoto, el silencio de Dios. No tenía pues ni ciudad ni casa, eran ajenas. Culpa del tiempo y de la proliferación de la raza. Al tiempo se lo perdono, qué remedio, pero no a esta paridera sin ton ni son que lo saca a uno del rincón de la perra y no le deja al cristiano un campito siquiera donde meterse a morir.
Por los días en que Darío se moría terminaron el Metro, de suerte que a mi regreso, después de diez años de gestación en la panza del presupuesto, ya volaba el gusano veloz, elevado, recién inaugurado, por sobre las ruinas de mis recuerdos. La gran ilusión de Darío, la última, era viajar en él. ¿Pero cómo iba a permitir yo que saliera, que saliera a exponerse a la conmiseración de la turba un cadáver, un Señor Caído, un Divino Rostro?
– No vale la pena, Darío, te lo aseguro, es un Metro cualquiera, rápido, feo -le decía tratando de disuadirlo-. Y en el estado en que estás no vas a poder subir su infinidad de escalones.
– Me suben ustedes cargado.
– Yo voy en tu representación, hermano, si me lo pedís. Yo me monto por vos en él.
– No. Yo quiero experimentar por mí mismo lo que es viajar en Metro en Medellín.
– Lo mismo que en Nueva York, ni más ni menos, hacé de cuenta el tramo elevado de Queens. ¿Si te acordás de las fiestas que armábamos con Salvador en Queens, en su burdel de muchachos?
– Cerca de la estación Elmhurst Avenue.
– Exacto, cerca de la estación Elmhurst Avenue. Salíamos de esas fiestas de noche en plena nevada.
– Y los pasajeros del Metro se nos apartaban al oírnos hablar colombiano, no los fuéramos a atracar.
Claro que se acordaba, nos acordábamos, andábamos muy bien de la memoria, funcionándonos a todo vapor la locomotora, echando humo y arrastrando al tren. Y nos acordábamos de fulanito, de zutanito, de menganito, del Pájaro, el Gato, el Camello, el zoológico colombiano entero que vivía en Queens.
– Qué será del Pájaro?
– El Pájaro se murió, Darío, ya tiene musgo en la tumba.
– ¡Cómo que se murió! ¿Quién te lo contó?
– Me lo contó Salvador, que ya también se murió.
– ¡No te puedo creer que se murió Salvador!
– ¡Cómo! ¿No sabias? ¿En qué mundo andás, hermano? Vos viviendo aquí y yo viviendo afuera y te tengo que enterar de los muertos.
Darío había vivido tan egoístamente que le importaban un comino los vivos y los muertos. Y ahora que se iba a morir empezaba a darse cuenta de que los vivos por más vivos que estemos al final nos morimos.
– Pero no te pongás triste, hermano, que hoy amaneció muy bonito, brillando el sol y cantando un pájaro. El pájaro Gruac. ¿Si lo oís en esa rama?
Ahora era él el que no lo oía.
– Acordáte entonces, pasando la última estación del Metro y terminando Queens, del Amazonas River Aquarium donde vendíamos pescaditos.
– Pirañas.
– Pirañas colombianas, las más fieras, que importábamos a los Estados Unidos de la Amazonia. Colombia produce las pirañas más bravas del mundo: se ven y se matan unas con otras como la población. En pirañas, Darío, no hay quien nos gane, ni siquiera el Brasil. Y decile a esa piraña güevona que apague esas sambas.