Y a Martita y a mí sólo se nos ocurría compadecernos de lo mucho que África iba a sufrir antes de morir y entristecernos por lo mucho que íbamos a sufrir nosotros viéndolo. ¿Y la indignidad de la podredumbre progresiva? ¿Y la humillación del desvalimiento y la fealdad? Si hay un Dios lo suficientemente cruel como para permitir que un alma frágil e incomunicada cargue con el peso de tanta miseria, seguramente África Anglés se acabaría santificando con la paciencia absurda de los que se resignan y yo, al menos, lo maldeciría. Y lo peor de todo era que aquella mujer había pasado por la vida sin ser consciente de que su dolor debía de ser mucho, sin parecerle que su pena fuera en nada extraordinaria, convencida de que lo que le ocurría era así, normal, porque un capricho de la fortuna la había privado del derecho a la felicidad, como, por otra parte, pensaba ella, les sucedía a la mayoría de las gentes. Pero yo que fui testigo amante de todo, padecí con ella la desoladora verdad. Y lo sé.
Un día, muy al final ya, sorprendí a la enfermera cuando la llevaba al cuarto de baño. Apenas si tenía que recorrer dos o tres metros pero ya no le era posible llevarla en brazos: África estaba tan inerte, tan sin fuerza, que se habría doblado en dos y se habría deslizado por entre las manos de quien la llevaba.
Fue espantoso de ver: la enfermera se la había echado al hombro como si se tratara de un sudario mojado. Tan fina como una manta doblada, tan inerte como la piel de algún animal muerto.
Pero África nunca dejó de asombrarme. Había vivido amargamente, con una pasividad que me parecía totalmente inaceptable y, sin embargo, cuando empezó a intuir que se moría, se aferró a la vida con más fuerza que nunca. La existencia sólo le había proporcionado sufrimiento y, sin embargo, con tal de vivir no le importó seguir padeciéndolo hasta el final. Yo creo que para ella, el hecho mismo de vivir era una reivindicación. ¿Pero de qué diablos podía ser una reivindicación? No. Qué tontería. Simplemente, su instinto de supervivencia era tal que podía con todo. ¿O se trataba de recordar algo permanentemente? ¿Algo cuya sola existencia, cuya sola memoria la compensara de todo?
Al principio de la enfermedad, ella misma insistía en maquillarse a diario. Lo hizo durante meses hasta que la traicionaron las manos y fue ya incapaz de pintarse los labios. Entonces exigía con palabras roncas y casi brutales que lo hiciera su hija. Y, después que dejó de hablar, escribía en la pizarra con su lápiz de fieltro «Píntame» o «¿Y ojos?». Y cuando ya no pudo ni escribir, fruncía el ceño y miraba muy fijamente a Martita hasta que ésta se daba por enterada.
Se trataba de su único tesoro y nadie se lo iba a robar: quería estar guapa hasta la muerte.
Creo que murió el día en que había dejado de importarle. Cerró su propia espita y se rindió.
La mañana antes estuve con ella largo rato. Me senté en una silla en vez de quedarme de pie apoyado en la barra metálica del fondo de la cama como era mi costumbre. África me miraba fijamente sin parpadear con los enormes ojos malva muy abiertos; para entonces ya, las comisuras de la boca le colgaban como carne inerte, dejando al descubierto las encías y los pocos dientes que le quedaban; los carrillos se le habían hundido y, debajo de la sábana que la cubría, apenas si podía distinguirse una mancha huesuda. Ni siquiera parecía que estuviera respirando. La enfermera se inclinó sobre ella para ponerle unas gotas con las que humedecerle los ojos: África era ya hasta casi incapaz de parpadear.
Tomé una de sus manos entre las mías. «Vaya pesadez, ¿eh? -dije. Y sonreí-. Esta tracamundana no se acaba nunca, ¿verdad? Con lo bien que estarías de pie y bailando por ahí…» África me miraba. «Bueno, en fin, vamos a ver si conseguimos salir de ésta de una vez, ¿no? ¿Te acuerdas de cómo decía mi padre? Hijito mío, qué crujía.» África me miraba. «¿Sabes lo que estaba recordando el otro día? Sé que tú no te acordarás porque seguramente no fue muy importante para ti, pero un día hace como, qué sé yo, diez o doce o quince años, pasamos tú y yo la tarde en el jardín de Las Rozas. Fue la última de nuestras charlas del jardín. ¿Te acuerdas? ¡Me gustaría tanto que pudieras decirme que te acuerdas!» Sonreí otra vez. «Se me quedó grabada porque nos hicimos muchas confesiones.» África me miraba, pero ahora de pronto me pareció que en sus ojos ya no estaba la mirada fija de la moribunda, sino un calor repentino y expectante; me pareció que en el fondo del iris le brillaban muy tenues unas chispitas de brillantes. Sí que se acordaba. ¿Sería así? ¿Tan cerca de la muerte? Era más bien probable que todo aquello fuera ilusión mía, un espejismo apasionado, y que creyera estar viendo algo que en realidad había dejado de existir. África estaba ya más en el otro lado que en éste y la llama de la vida se le había vuelto hacia adentro. «Sí que te acuerdas, ¿eh?», dije. África me miraba y lo que alimentó mi esperanza fue que parecía mirarme a mí, no al frente, no al vacío, no hacia adentro, sino a mí. «Fue una tarde, bueno, un atardecer de un mes de junio.» ¿Cómo podría haberlo olvidado? «Me acuerdo porque todos los rosales estaban en flor y olían muy fuerte. Estábamos, como siempre, en la parte de abajo del jardín, en el recodo del camino. ¿Recuerdas el camino? Era como de albero y tú y yo nos reíamos porque era como el de la plaza de toros y al andarlo nos parecía que íbamos de paseíllo. Tú te sentaste en el banco del fondo, nuestro banco, ¿eh? -sonreí de nuevo-, allí donde daba la sombra de los cipreses, junto a una gran mata de bambú y al montículo en el que el jardinero esta vez había sembrado flor de rocalla amarilla y naranja y encarnada como grosellas. Nos escondía de la casa una enorme mata de rosas rojas; había una, ya pasada, con los pétalos completamente abiertos, ¡tan decadente! Tú empujaste el tronco con la punta del pie y hubo una cascada de color sobre la yerba. ¿Qué edad tendría yo? ¿Treinta y cinco? Por ahí. ¿Y tú? Siempre dieciocho más que yo.» Giré la cabeza. Estábamos solos en la habitación de la moribunda. Martita hoy había tenido que ir a su banco a despachar los asuntos del día y la enfermera seguramente habría ido a descansar un poco mientras yo estaba con África. Bajé la mirada y, en un murmullo, añadí: «Ése fue siempre mi problema, ¿sabes? Que toda la vida tuviste dieciocho años más que yo.» Cobardemente no me atreví a alzar la vista para comprobar si, por un milagro cualquiera, había chispitas de brillantes en el fondo del lago. Sin mirarla, continué: «Aquella tarde estuve a punto de decirte que te había querido desde siempre y, ya ves, no me atreví. Hubiera querido decirte que nos fuéramos en aquel mismo momento a Tahití o a Zanzíbar, para desaparecer tú y yo, así, puf, como por ensalmo. Y no me atreví», susurré.
¿Fue una ruindad decírselo ahora? «¿Te acuerdas?», le dije. «¿Te acuerdas?», le pregunté. ¿Pero era para mí o para ella? ¿Pretendía iluminarla con cuánto la quise o, ahora que se moría sin remedio, la cargaba con el peso de haberle robado la oportunidad de hacer algo con ese secreto tan terrible? Oh, Dios. No la quise lo bastante, no: fui avaro con el único consuelo que podía ofrecerle. ¿Diez, doce o quince años, le había dicho? ¡Qué hipocresía! ¿Cómo no me iba a acordar de aquella tarde? Fue el 3 de junio de 1974. Nuestra última tarde. Después, todo se me hizo tan insufrible que me puse a viajar como el holandés errante, para no detenerme más y así evitar tener que enfrentarme conmigo mismo y aquellos ojos malva a solas, en el fondo del jardín. Salí huyendo, sí. Sólo una vez África se quejó de mis ausencias: con una voz muy suave, sin reproches: «Chamaquito, ya no vamos al fondo del jardín, lo echo de menos.» Y en seguida, como siempre hacía, se dio a sí misma la explicación que me libraba de toda culpa: «Claro, viajas mucho, escribes sin parar y casi ni vienes ya a Madrid.» Luego, sonrió. «Bueno, al menos me llevas a los toros en San Isidro.» Pero yo, con una crueldad que ahora me sonrojaba como nada me había avergonzado en mi vida nunca, seguía huyendo. Huyendo por no decirle lo que un sentido del ridículo convencional e idiota me impedía decirle y simultáneamente porque no habría sido capaz de aguantar en silencio más intimidades, más complicidades.