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Y ahora mi confesión a África moribunda llevaba consigo el peor de los castigos porque ya nunca sabría qué le hubiera parecido entonces o cómo, acaso, le dolía ahora, si es que ya le podía doler algo. Porque la tarde que intentaba recordarle para que se llevara esa memoria mía a la tumba, la tarde de la que había esperado a contarle mi versión hasta el momento mismo en que me pareciera que sólo quedaba en el ánimo de África apenas el hálito suficiente para percibir lo humano, había sido la más importante de mi vida.

Quince años antes, los abuelos llevaban cinco o seis viviendo en un chalet fuera de Madrid en la urbanización de Las Rozas. El boom de la construcción en los años sesenta los había enriquecido y habían podido dejar el pequeño piso de la calle de Casado del Alisal para irse lejos de la capital a disfrutar del aire de la sierra vecina, de un gran jardín y de una enorme casa de piedra que tenía un amplio porche delante y una pequeña piscina detrás. El piso de Madrid había sido cerrado y sólo después de que murieran los abuelos -primero él y después ella, apenas con unos meses de diferencia-, el chalet fue vendido y África, por fin sola, decidió regresar al apartamento. Se instaló en la habitación que había sido de los abuelos y dejó desocupada la que había compartido con Martita por si ésta quería regresar algún día a hacer vida de niña soltera o simplemente a pasar un fin de semana.

Ya no tiene importancia, pero el piso de Casado del Alisal nunca me gustó. Dos pequeñas habitaciones, que hacían las veces de salones, daban a la calle, pero el eje, el centro de la casa, era un gran cuarto muy oscuro que estaba al otro lado de los saloncitos y separado de ellos por un minúsculo vestíbulo de entrada. Una sola ventana daba al patio, pero en aquella habitación se hacía la vida; allí estaban la mesa del comedor, el pesado aparador con los platos de Talavera, un escudo de los Anglés, un cuadro enorme y oscuro que atribuíamos generosamente a Murillo y que representaba a una Virgen apoyada sobre un hilo de luna en su cuarto creciente, un tresillo de terciopelo marrón y el televisor. Desde un ángulo del comedor, un largo y oscuro pasillo conducía a las habitaciones, ninguna con luz a la calle sino sólo con ventanas al mismo patio: primero, la de África y Martita; después la de los abuelos, desde la que se accedía al cuarto de baño; después, el planchero y luego, la habitación de la chacha, un pequeño aseo, la puerta de entrada del servicio y, finalmente, la cocina.

No traería estos detalles a colación si no fuera para contrastarlos con la luminosidad del jardín de Las Rozas, con los grandes salones con parqué, las gigantescas chimeneas y el cuarto de música del abuelo. El abuelo era muy aficionado a la música romántica, a los trompetazos de Wagner y a la zarzuela. Una vez que le llevé un disco de los Beatles, lo escuchó con gran atención y después de mirarme con solemnidad, me aseguró que sin duda tenía armonía pero que como expresión musical, le interesaba poco. Siempre me infundió gran respeto.

Sospecho que, tras la muerte de sus padres, África decidió regresar al piso de Madrid no sólo porque la venta de la casa de Las Rozas había supuesto para las tres hermanas un ingreso importante, sino por una reivindicación de la miseria, por apurar el cáliz del infortunio hasta las heces. Tenía esa especie de hipnosis del dolor que me descomponía y de la que no había manera de apartarla. Pero así era ella.

Podría haberse quedado en la casa de las afueras (así lo habían dispuesto sus padres en el testamento), pero una quisquillosa puntillosidad en su interpretación de la justicia distributiva respecto de sus hermanas, o al menos eso fue lo que alegó, la impelió a poner el chalé en venta y, creo yo (aunque ni a sí misma lo quisiera confesar), irse lo más lejos posible de lo que en los últimos años había sido su cárcel. Y, cosas de la más espantosa rutina, regresó al lugar de su primer y más oscuro encierro.

Sí, aquel 3 de junio de 1974 que intentaba recordarle (ahora que ni me podía discutir los sentimientos, ni podía ya escandalizarse con ellos, ni siquiera santiguarse), me había sentado como de costumbre a su lado en el banco del fondo del jardín junto a la rocalla de flores de primavera y frente al gran matorral de rosas rojas. Con mi pie hacía dibujos distraídos sobre el albero del camino y África acababa de empujar el tronco del rosal con la punta del zapato para que se deshojara la rosa marchita y cayeran sus pétalos sobre la yerba. Sonrió como si hubiera hecho una travesura. Estuvimos así en silencio un rato.

– Estos rosales han sido la vida para el abuelo -dije por fin-. No piensa más que en cuidarlos, ¿verdad?

África asintió. Llevaba puesto un camisero de algodón blanco estampado con grandes florones negros; se lo abrochaba con un amplio cinturón negro que le tenía reducida la cintura a una mínima expresión; tenía las piernas tostadas, como recién untadas de suavidad. Un discreto escote dejaba que le adivinara un primer atisbo de los pechos; por allí serpenteaba apenas sugerida, una diminuta vena azul. Cuando llevaba el escote así, siempre se reía y mirando con picardía hablaba «del arranque del caminito real». Se me cortaba la respiración.

– Los tiene contados -dijo-. Son quinientos sesenta y tres de treinta variedades distintas de rosas. Me parece que los recuenta cada mañana por si falta alguno. -Rió con su risa pastosa y terriblemente alegre.

Con los muchos años, el abuelo había seguido siendo el hombre enhiesto y pulcro que había sido toda la vida. Yo lo recordaba desde mi primera memoria en Cádiz, los ojos muy azules protegidos por unas gafas que al cabo de los años acabarían siendo del modelo Truman con los cristales al aire y sin montura, la cara ancha y honrada, con el pelo fino y entrecano cuidadosamente peinado hacia atrás. Tenía las manos grandes y anchas, de fuertes dedos rectangulares en los que las uñas siempre estaban perfectamente limpias y limadas. Había dejado de fumar en Cádiz a causa de un amago de angina de pecho que entonces se cuidaba suministrando cotidianamente al enfermo la misma comida durante dos años: un sopicaldo de arroz sin sal. Con el tiempo, contrajo diabetes y desde entonces se estableció en su casa una permanente batalla campal entre la abuela, que le pesaba hasta el mínimo currusco de pan que se comía, y él, que se dedicaba a robar tortilla de patatas o una cucharada de natillas o una rebanada de pan untada con mantequilla y mermelada. Pero nunca volvió a fumar. Decía mi madre que el abuelo había sido tan fumador que, antes de dormir, solía liarse un cigarrillo de picadura, lo encendía, le daba una chupada y dejaba que se apagara en el cenicero de la mesilla de noche; por la mañana, al despertarse, lo primero que hacía era encenderlo para que le supiera bien fuerte a tabacazo. Sólo una vez, en una merienda de cumpleaños en la casa de Las Rozas, treinta o treinta y cinco años después de dejarlo, le robó un cigarrillo a mi padre y lo encendió y aspiró hondo. La abuela dio un grito y se lo arrebató de un manotazo, mientras él se ponía muy colorado, más por efecto de retener el humo cuanto pudiera que por la vergüenza que hubiera podido producirle ser pillado en falta. Lo recuerdo muy bien porque sonreía como un colegial después de haber hecho una travesura.