Ahora seguía poniéndose corbata todos los días y su única concesión a la vida rural era una gran chaqueta de punto con la que había sustituido el temo gris. Pero seguía utilizando el sombrero homburg de ala redonda que había llevado toda su vida y los zapatos de lazo sobre los que se colocaba unos chanclos de goma negra. Un hombre bueno y poco flexible, mejor hijo de su tiempo que muchos otros, puesto que, siendo extremadamente conservador y por tanto muy franquista, no se había contagiado de la inmoralidad en la que siempre era posible caer durante el régimen de Franco; más bien había pasado por la vida sorprendiendo a todos cuantos lo conocían por su extrema honradez y por la inflexibilidad de sus principios morales y sus convicciones.
África y yo habíamos empezado a tener nuestras charlas al fondo del jardín una primavera, probablemente uno o dos años antes de aquel 3 de junio de 1974. Fue una simple casualidad. Yo estaba en Madrid, entre libros, quiero decir habiendo concluido uno y sin haberme decidido aún a comenzar el siguiente, probablemente porque todavía rumiaba el nuevo argumento sin acabar de perfilarlo, y porque en los meses de mayo solía venir a la feria de toros de San Isidro a ver torear en la catedral. Había sido más o menos entonces cuando había empezado a invitar a África a que me acompañara a la plaza de Las Ventas.
Una tarde simplemente no fuimos a los toros. De tácito acuerdo, África y yo paseamos hasta el fondo del jardín y nos sentamos en el banco del recodo del camino. No hubo razón alguna para que fuera así, pero ni uno ni otro nos acordamos de que teníamos un par de excelentes localidades de sombra en la plaza de toros. Sencillamente nos pusimos a charlar y se nos pasaron las horas.
Todo empezó con una broma:
– Si tú y yo no fuéramos tía y sobrino, te propondría que nos escapáramos a París…
– ¡Huy, qué escándalo! -exclamó África riendo-. Eso debe de ser un incesto o algo así, ¿no?
– … No, boba. Digo que, en vez de estar en este banco, nos sentaríamos en uno al borde del Sena, frente a Notre-Dame, y luego te llevaría a cenar a la Tour d'Argent: ¡Imagínate si le digo al abuelo que te voy a llevar a cenar, ¡los dos solos!, a un restaurante de Madrid! ¡Buf! No. Lo digo porque es más bonito hacerse confidencias en París que en el fondo de un jardín de Las Rozas.
– ¿Confidencias? ¿Y quién te ha dicho a ti, mocoso, que te voy a hacer confidencias? Y, además -rió de nuevo con más fuerza-, ¡qué puedo yo confiarte que sea interesante! Y si tuviera algún secreto, ¿te lo iba yo a contar para que lo sacaras en una de tus novelas? ¡Ya! -Se puso pensativa y frunció el ceño-. Oye, cha-maquito, y además este banco está estupendo y no le pasa nada. Está la tarde preciosa y… vamos, que no pienso ir contigo a París, vamos. ¿Será descarado? -Sonreía.
Y así empezamos. Primero con recuerdos, inevitablemente con aquella tarde en Cádiz cuando yo había vuelto del colegio todo manchado y ella, ya de punta en blanco para ir a ver torear a su primo Carlos, me había tenido que limpiar en la bañera. Y yo, con su regreso de México, pero cuidándome mucho de no revelarle cuánto me había impresionado. Tenía la sensación de que mientras no inmiscuyera seriamente mis sentimientos en nuestras charlas, no perderíamos la intimidad o, mejor aún, la complicidad y podría seguir haciendo bromas sobre a dónde pensaba llevarla una vez que la hubiera raptado o sobre cómo éramos novios en realidad. ¡Con qué poco llegué a conformarme! Unas cuantas palabras creaban la ilusión, como si me hubiera refugiado en un cuento de hadas y ese mundo mágico cobrara vida. El banco del jardín de Las Rozas se convirtió en mi mundo del nunca jamás. ¿No vivía yo de las palabras?
A veces hablábamos de su soledad, de lo duro que era ser viuda o separada en Madrid, del miedo que le producía abrirse a la vida, bajar a la ciudad y trabajar en ella, incluso si el abuelo lo hubiera permitido. Imagino que, con un poco de presión por parte de todos, lo habría permitido, pero África prefería seguir escondida allá arriba en la casa de las afueras.
Siempre coqueteábamos un poco, muy poco, lo justo para mantenerme abierta la ilusión. Y luego, poco a poco, quise empezar a escarbar en su vida; al principio no me resultó muy difícil.
– ¿Por qué te casaste con aquel hombre, África? -le pregunté un día.
Suspiró.
– Ay, chamaquito, ¡qué de tonterías se hacen en la vida! Ya ves, me casé con aquel hijo de mala madre porque me había peleado con mamá por un disfraz de carnaval. Ya ves…
– ¿Qué?
– Áy sí, chamaquito bobo: había un baile en el Casino en Santa Cruz de Tenerife. Papá estaba destinado allí con la compañía de construcciones. Y tu madre y yo queríamos ir al baile, claro. Tu madre estaba a punto de casarse ya y yo ni pensaba todavía en aquellas cosas. Bueno, sí, supongo que soñaba con el príncipe azul. ¿Y qué niña no? ¿Pero hombres? ¡Si por la mañana iba al colegio con calcetines! ¡Si sólo tenía dieciséis años! Era una cría más inocente que un cubo. No íbamos ni al cine a ver las películas de John Barrymore porque no nos dejaban. -Dejó que le soñaran los ojos-. Era mi ídolo. -Suspiró-. Pero entre papá y mamá se pasaban la vida asustados porque en la República había mucha inmoralidad -puso voz de regañona, como lo habría hecho la abuela-, y las niñas bien no debían ir solas a fiestas y mucho menos aún debían hacerlo con disfraces procaces. -Rió alegremente y me miró-. ¡Procaces! Pero, chamaco, si lo que quería ponerme era un vestido de japonesa de satén marrón con un gorrito de esos redondos de los que cuelgan las trenzas…
– Me parece que eso es un vestido de chino -dije.
– Bueno, pues de chino. O de china. Bueno, de chino porque era con pantalones y la blusa se cruzaba y tenía los botones a la izquierda y un cuello redondo que me subía hasta la garganta. -Miró hacia arriba y fijó la vista en los grandes cipreses que, rectos como husos, estaban plantados en el costado de la casa-. Los botones eran de raso negro, redondos y grandes, los recuerdo muy bien. Hay alguna foto por ahí. En fin. Da igual. El caso es que, cuando me vio vestida de chino, mamá se puso a gritar y a decir que se me adivinaban los pechitos por el satén, imagínate, eran como dos albaricoques, y que se me ponía el trasero respingón y que los republicanos me iban a asaltar y me iban a violar…
– Bueno, a los dieciséis años no suelen ser sólo como albaricoques -dije con cautela.
– … Bueno, sí… -rió-. A lo mejor estaban un poquito más grandes. Pero el caso es que el abuelo dijo que, china o japonesa, yo no iría de ningún modo a la fiesta del carnaval en el Casino y que se había acabado la discusión. Lloré, pataleé, hice de todo, pero no hubo remedio. Tu madre y tu padre, que estaban formalmente prometidos, iban, y tu padre se ofreció a hacerme de carabina… pero ni con ésas… -África se inclinó a recoger un puñado de albero del camino; se lo puso en la palma de la mano izquierda y con el índice derecho se dedicó a removerlo con mucho cuidado, como si buscara una pepita de oro. Desde entonces, siempre que estuvimos sentados en nuestro banco tuvo la costumbre de coger un poco de arena del sendero, jugar distraídamente con ella y luego dejar que se le escapara por el hueco de los dedos doblados sobre la palma de la mano-. Creo que me llevé la mayor desilusión de mi vida. -Sonrió tristemente-. Cuando se es así de joven, las desilusiones son siempre las mayores, ¿verdad?, los primeros amores son los que no se olvidan y los que más duelen al romperse. Bueno, bueno, bueno; creo que me pasé dos días llorando sin salir de mi cuarto.