– ¿Y al final no fuiste a la fiesta?
– Al final, fui. En realidad, fui, pero un rato sólo y sin poderme despegar de mis padres. Mamá se acabó apiadando de mí por el berrinche que me había dado y, como papá iba a ir un momento a que le vieran con toda la buena sociedad, me dejaron que los acompañara. Allí me hicieron la foto… -Soltó una carcajada alegre que se me antojó mucho más sensual que de costumbre-. En el vestíbulo de entrada. Menuda se armó: hubo unos cuantos que quisieron hacerme reina de la fiesta allí mismo y a papá casi le da una apoplejía. -Rió con más fuerza y tuvo que secarse una lágrima-. Uno, sobre todo, que era muy mayor… Bueno, yo lo veía muy mayor, tendría tu edad de ahora, y era más bien bajito, con las cejas muy anchas, pero iba hecho un dandy, todo repeinado, aunque me parecía muy peludo, pero bueno, de smoking y con una flor en el ojal. Me miraba como si me quisiera comer. No te creas que no lo vi. Estas cosas las intuye una mujer aunque tenga diez años… Vino a sacarme a bailar. Le pidió permiso a papá con gran solemnidad, se presentó muy finamente, ¿me permite que saque a su hija a bailar esta pieza? o algo así. Casi me da la risa porque todo aquello resultaba un poco ridículo, pero no creas, me hizo mucha ilusión.
– ¿Y qué dijo el abuelo?
– ¡Buf! Se puso muy serio y le dijo: caballero, le agradezco el cumplido que nos hace, pero esta señorita es demasiado joven y no baila. Es más, me temo que nos vamos ahora mismo. No me atreví ni a rechistar. -Se quedó pensativa durante un momento y añadió-: Además, iba yo tan contenta con el alboroto que se había armado por mí y de que uno cualquiera me hubiera pedido bailar, que me di por satisfecha.
– Aquel tipo iba a ser tu marido, ¿verdad?
– Sí, chamaquito, sí. Aquel tipo iba a ser mi marido. Ése no se rendía tan fácilmente ni se resignaba a renunciar a la carne tierna.
Así había empezado todo.
VI
África me miraba siempre directamente a los ojos cuando, intrigado; no, intrigado, no; angustiado por encontrar los recovecos en los que se movían dentro de su alma y de su voluntad los mecanismos de cualquier decisión, le preguntaba una y otra vez por la razón de su matrimonio. Y, allá muy hondo, se le entristecía la mirada con la desesperación infinita de haber destruido su vida a los diecisiete años, sin que nadie, ni ella misma, le diera la oportunidad de enderezarla. Había bastado un solo gesto de asentimiento. ¡A los diecisiete años!
Pero ahora, en aquel último 3 de junio de 1974, sentada conmigo en el banco del jardín de Las Rozas, rodeada de rosas que se marchitaban un siglo después de su boda, tenía cincuenta y tres años de edad y estuve seguro de que se le hacía interminable el camino que le quedaba por recorrer antes de morir. Por eso, aquel día en su mirada no había solamente tristeza. Había mucho más: por una vez, arrancándose las ataduras de lo convencional, no pudo esconder, no quiso esconder la violencia de la desilusión, la rabia infinita que aún le causaba haberse casado con aquel hombre.
Y allí estaba yo. No era la primera vez que me asomaba al pozo de desolación que era la historia de su vida. Pero en esta ocasión, la única que de verdad contaba, encontré que era totalmente incapaz de dar consuelo. Una vez, mi madre, siendo yo un adolescente, me había regalado un marca-libros de plata en el que había grabado la parte de la oración de san Francisco que según ella mejor se adaptaba a mi forma de ser: dove ce tñstezza ch'io porti gioia, donde hay tristeza que yo aporte alegría. Pues vaya. La primera ocasión de hacerlo y me quedaba completamente paralizado. Hubiera necesitado ser mucho más valiente. Mucho más valiente y mucho más decidido. Pero ¿cómo podía yo saberlo? ¿Y si la hubiera cogido en mis brazos allí mismo para decirle todo? Todo lo que me hervía en el corazón desde el día en que la fuimos a recoger a la estación de Príncipe Pío. ¿Cómo afrontar el espantoso ridículo que podía hacer?
Creo, Dios mío, creo que aquel día tuve su vida en mis manos y que la tiré por la borda, por un instante de cobardía.
El único riesgo verdadero que debí tomar en la vida y me eché para atrás. No sé cómo voy a poder seguir con esto.
– ¡Bah, chamaquito! -me había dicho África una vez-. Rafael era un hombre paciente. Sabía esperar. Y esta historia casi no existe de puritito vulgar que resulta. Era el jefe de la aduana de Santa Cruz… -se había reído-, un verdadero personaje y luego resultó que muy importante para papá porque los materiales de construcción y esas cosas venían de Alemania y de Italia, de Suecia y Dinamarca… Todo pasaba por Rafael. -Había cerrado el puño y lo había girado hacia tierra, dejando muy lentamente que se le escurriera el albero por entre los dedos; luego se había limpiado las manos sacudiéndose el polvo con lenta armonía, como si estuviera haciendo sonar los platillos de una orquesta-. Lo más fácil del mundo era para él llegar hasta papá, inspirarle confianza y esperar.
En otras ocasiones había añadido detalles bufos sobre su encuentro con su pretendiente o indicaciones sobre la vida que la familia hacía en Tenerife, el club, la piscina, las meriendas por la tarde, las subidas a las casas de los ricos en La Orotava. Solamente hoy, en nuestra última charla añadió por primera vez:
– A veces pienso en Rafael, muy pocas veces, chamaquito, te juro, y me lo imagino como una serpiente silenciosa esperando su momento el muy pendejo.
De su paso por México, a África le habían quedado palabras y expresiones de allá y, sobre todo, un deje muy suave, casi tropical, que se hacía más pastoso cuanto mayor era la intensidad emocional de su enfado. Ahora hablaba muy despacio y casi en voz baja y se le hinchaba una vena del cuello, como si le fuera a estallar. Cruzó la pierna derecha sobre la izquierda, hacia mí, y se rearregló la falda.
– ¡Bah! Me lo imagino por las noches impacientándose enrabietado, furioso por no poder ir más de prisa… pero él sabía que tenía que esperar. Utilizó a cuanta gente le pareció necesario para ponerle cerco a la familia: el consignatario de una línea marítima sueca, Renato Gustavsson, un hombre muy popular en Tenerife; Antonio Laguna, el médico de todo el mundo; la familia de tu padre, que ésa sí que era conocida en Santa Cruz: tu abuelo paterno era ya entonces el gran abogado de la isla, el hombre que manejaba los intereses de todos los plataneros… Los utilizó a todos en su espera. Jugaba al ajedrez, ¿sabes?
– ¿Hasta cuándo fue eso?
– ¿Hasta cuándo esperó? Fáciclass="underline" hasta el día de la boda de tu madre. Cuatro o cinco meses. -Rió nuevamente-. Se le debieron de hacer eternos. Por eso me cogió con tantas ganas. Sé por papá que lo visitaba con frecuencia, le invitaba a comer o a un café por la mañana. El muy pinche preguntaba muy educadamente por la familia y -adoptó un tono untuoso- «por esas hijas tan encantadoras que tiene usted, querido amigo Anglés». Papá jamás le invitó a casa. Eso no se estilaba; los nombres se veían en el club o en el casino y las mujeres hacían vida aparte. Así se hacían las cosas. -Se encogió de hombros-. Eran otros tiempos.
Asentí.
– Igual si le hubieran invitado se le habrían visto las intenciones y todos os habríais escandalizado y le habríais echado a patadas.
– ¿Las intenciones? No. Qué va. Rafael era demasiado hábil para que nadie le notara nada. No, no… -Se interrumpió de golpe y después añadió pensativamente-: Bueno, en realidad, mamá no se fiaba nada, nunca se fió. Decía, sobre todo al principio, que no le gustaba nada aquel petimetre y que le parecía que sus intenciones no eran santas.