Mi abuela, la madre de África y de la mía propia, era una vallisoletana de armas tomar, con un corazón de oro, pero de gran impaciencia en sus modos. Siendo yo ya mayor, cuando subía como hoy lo había hecho a la casa de Las Rozas, me solía mirar, se ponía en jarras y exclamaba: «¡A este niño que le den un vaso de leche, hijo, que estás más flaco que el caballo del Quijote, y te lo tomas que, si no, te doy un cachete!» Y levantaba la mano derecha igual que se hace con los niños pequeños cuando se les amenaza con darles tas-tas. Siempre rezongaba y vigilaba por la salud y el bienestar de su grey y andaba soltando las verdades del barquero. Sólo cuando se rendía frente a algo que no conseguía controlar, solía decir «hijo, lo que es de natura, tararura». A lo que África contestaba «y si no pega, para cuando pegue, en el culo te pinto un loro». No sé de dónde vendrían esas expresiones, pero evidentemente habían entrado en la cultura familiar de antiguo y nosotros todos las habíamos heredado (sólo que la generación de mis sobrinos había adaptado el lenguaje y la frase de contestación concluía con un «en el culo te pinto un loro, tío»). La abuela no era ni por asomo persona que viviera en el mundo de la intelectualidad, ni siquiera en el tan delicado de la música del abuelo que compartió durante medio siglo. Tenía una inteligencia práctica grande y hacía las mejores rosquillas y tortillas de patatas del mundo (por eso le robaba trozos el abuelo en cuanto despistaba la vigilancia). Pero su única misión en la vida era, fue, ser la compañera de mi abuelo, el pararrayos, el calor y el frío, y el día en que se casó con él, se le pegó y no lo abandonó ni se separó de su vera hasta la muerte ni en los peores momentos. Durante la guerra civil, gran parte de la cual pasaron en Madrid, el abuelo, que no escondía sus simpatías por los asaltantes nacionales (lo que le costó más de un disgusto y algún riesgo grave), se ponía su terno, su corbata y el sombrero homburg en un momento en que no estaba precisamente bien visto llevar apariencia de burgués en el Madrid revolucionario, y se iba al frente del palacio de Oriente y, junto a los milicianos, observaba con unos gemelos los movimientos del enemigo sin que se le despintara la sonrisa. Creo que nunca le hicieron nada porque pensaban que estaba loco, sobre todo cuando acudía cotidianamente a un lugar tan peligroso acompañado de una señora muy puesta con sombrero y velo y sobriamente vestida de negro. Así era la abuela.
– Rafael acabó consiguiendo lo que quería -continuó África-, que era que le invitaran a la boda de tus padres. Y allí estuvo, resplandeciente en su chaqué, aunque a mí me seguía pareciendo que era demasiado bajo y muy feo. Pero, ¿qué crees? Una mujer tiene esas intuiciones, no le fallan nunca: desde el baile de carnaval yo sabía que él iba a por mí y cuanto más tiempo pasaba, más impaciente me ponía por poder coquetear con él cara a cara. A veces le veía de lejos por la calle y hasta me daban ganas de dar corriendo la vuelta a la manzana por pasar delante de él y provocarle. Pero luego me miraba los calcetines y el uniforme del colegio y, claro, me daba vergüenza. De todos modos, era una especie de reto, no creas. Una especie de cosa instintiva… No pensaba en otra cosa, ¿sabes? Así era yo de inocente. Sólo en flirtear y bailar. Mientras que él lo que quería era arrancarme la flor y ponérsela en el ojal. -Dijo esto último con violencia y luego se ruborizó intensamente. Dejé de mirarla para que no se avergonzara-. ¿Pero a nosotras? ¡Menuda cosa! La educación que nos daban era tan severa y tan estrecha que te entrenaban a limitar las calenturas de tu cuerpo, a ni siquiera reconocer por qué te sudaban los costados o se te… se te…, bueno, te pasaban cosas en el vientre… y… y. -África se calló de golpe, como si le asombrara haber podido llegar a ser tan franca conmigo. Enrojeció de nuevo.
Me encogí de hombros para quitar importancia a la carga íntima de sus palabras y ayudarla a salir del trance embarazoso en el que la había metido la rabia que llevaba dentro del cuerpo. Nunca la había oído ser tan explícita respecto de nada. Vaya con la tía África.
– Bah, bah -dije-. No es posible que toda tu generación fuerais un montón de pavisosas. No me digas; ¡si la República fue el momento más abierto, yo creo que más descarado del siglo! Allí había amantes, nudistas, naturalistas, canciones verdes, de todo. Ahora no; ahora no hay más que grisalla y Franco obliga a las tonadilleras a que se tapen el escote cuando salen en televisión. Pero entonces, sí… Hombre, no lo viví, pero era así, no me lo niegues…
– No te digo que no, chamaquito. Sólo te digo que las niñas bien, las de colegio de monjas, éramos todas unas mojigatas que no sabíamos ni por dónde andábamos. Pues sí… Así nos iba. La noche de bodas nos ponían en manos del primer bestia entrenado en casas de putas que se nos había cruzado por delante y, ¡hale!, te desfloraban como quien se come una manzana y si te gusta, bueno, y si no, te aguantas.
Debí de mirarla con tal sorpresa, tan asombrado de su vehemencia, que África se puso a reír de forma incontenible. Cuando lo hacía, se llevaba la mano derecha a la boca, un antiguo gesto de toda su vida. Yo creo que había empezado a hacerlo por disimular un colmillo un poco torcido que tenía que le empujaba los incisivos hacia atrás (¡la única imperfección de toda su cara!) y luego la costumbre le había enseñado que, además, cuando se es tímido es un buen modo de protegerse.
– Claro -siguió diciendo-, si tenías un poco de suerte, acababas encontrando un buen amante que te enseñaba todo lo que el miserable que se había casado contigo se guardaba para sus putas. -Se puso repentinamente seria-. Yo no, ya ves. Yo no. Bueno, bueno, ¡qué cosas estoy diciendo, chamaquito! Esto me cuesta por lo menos una semana de misas.
Reímos ambos.
África me puso una mano sobre la muñeca derecha.
– Pero hoy estamos de confidencias, ¿no, chamaquito? Y ya somos todos un poco mayorcitos para no recordar la verdad. Hazme un favor, ¿quieres? Súbete a la casa y tráeme una coca-cola, que tengo mucha sed.
Siguiendo cuidadosamente el camino de albero que zigzagueaba entre rosales y césped, llegué al frente de la casa, subí los seis grandes peldaños que alcanzaban al porche, empujé la puerta, crucé el gran vestíbulo y entré en la cocina. La cocina estaba al otro lado de la casa y una de sus ventanas daba sobre la piscina. No había nadie en el chalé: todos habían bajado a Madrid al cine a ver no sé qué película española de risa. Aquellas cosas tan patéticas y tan censuradas de los años finales del franquismo.
Preparé un vaso grande, le puse hielo, corté una rodaja de limón de uno que había en la nevera, lo llené de coca-cola y cuando empezaba a marcharme de la cocina, decidí servirme una bebida también. Me preparé una coca-cola y le añadí un chorrito de ginebra de una botella que había por ahí. No era mi bebida favorita, pero me daba pereza buscar otra cosa.
Volví al recodo del camino en el fondo del jardín donde África me esperaba sentada en el banco junto al montículo de rocalla. No parecía haberse movido: seguía con las piernas cruzadas y tenía una mano apoyada en la rodilla como si se acabara de alisar nuevamente la falda para esconderse las rodillas de las miradas indiscretas. Le di su vaso.
– Gracias -me dijo y luego añadió, sorprendida-: ¿tú también tomas coca-cola? ¡Pero si la odiabas! Te viene de vivir en Nueva York, ¿eh? Y tú, en Nueva York, todos estos años ¿qué has hecho?
– No, no -dije-. Todavía no hemos acabado contigo. Primero tú.
– ¡Pero si hay tan poco que contar ya! -exclamó, poniéndose seria.
– ¿Que no? Por ejemplo, nunca me has dicho qué hiciste con tu vida.
Se encogió de hombros.
– ¿Qué más hay que contar, chamaco? -Una ligera brisa empujó una mata de pelo sobre su frente y se la apartó de un manotazo, con impaciencia-. ¿Por qué quieres oír la historia de un desastre detrás de otro?