– Ven, anda, vamos a pasear hasta la casa que se hace tarde; así me recompongo esta cara y luego veo lo que hay de cena. Martita y los abuelos deben de estar a punto de volver.
Me levanté, le ofrecí una mano para que pudiera ponerse en pie sin esfuerzo. Entonces África enlazó su brazo con el mío y echamos a andar.
– Ay, chamaquito, me has hecho hablar y tú de ti no me has contado nada. ¡Qué sinvergüenza! Pero de ésta no te escapas. Menudo fresco. Ahora, mientras estemos en la cocina, me vas a contar de tu vida en Nueva York. ¿Tú sabes que estuve en Nueva York hace muchísimos años? Mira, ésa es una confesión que te hago y que nadie sabe.
Y así, África recompuso en un instante su rostro bello y apacible detrás del que anidaba la tristeza infinita. Esa mujer que nunca había sido feliz, transitaba por la vida como una diosa, sin permitir que se trasluciera nada, sin una arruga, con un hoyuelo, grandes ojos color malva, unas piernas interminables de muslos ligeramente combados, una cintura inverosímil y el disfrute desaprovechado de lo que prometía el «arranque del caminito real».
– Dime una sola cosa más. ¿Cómo haces para vivir así, África?
– ¿Una sola cosa más en serio? No pienso nunca en el minuto de después.
Tres semanas más tarde la operaban a vida o muerte de un cáncer de ovarios. Hasta eso tuvo que pagar.
Yo ya había regresado a Nueva York y dedicaba gran parte de mi tiempo a intentar olvidar la tarde del 3 de junio de 1974.
África se repuso. ¡Oh, sí, claro! La cirugía obra milagros y África vivió quince años más, sí. Pero no por suerte sino porque el destino aún no consideraba que hubiera pagado lo suficiente.
VII
– ¿Qué otra cosa podía hacer? -dijo el abuelo-. Ante un fracaso así, había pocas soluciones razonables, hijo. La vida en España era muy formalista, vivíamos todos frente a los demás, sujetos al juicio de la gente, y para mí y para tu abuela y, en realidad, para toda la familia, lo más importante ha sido siempre nuestro buen nombre. Lo único preciado que tiene una persona es su honra.
Me miró fijamente, sentado en su butacón de cuero. No había desafió en su mirada, ni severidad ni desaprobación. Simplemente, el convencimiento apacible de estar en posesión absoluta de la verdad. No intentaba convencerme; sólo explicaba algunas verdades fundamentales a alguien que por una misteriosa razón no acababa de entender lo que se le decía aunque fuera sencillo.
Delante de mi abuelo siempre tuve sensación de inferioridad; es más, nunca dejé de pensar que me consideraba un débil, si no mental, al menos moral, probablemente alguien que carecía de escrúpulos y de principios porque algo fundamental había fallado en su educación. No podían ser mis padres, a los que tenía en alta estima, a menos de que creyera que la educación que me habían dado había sido tolerante en exceso. Me parece que había mucho de eso, aunque es posible que lo achacara a mis viajes al extranjero, a mis más que relativos sentimientos patrióticos, al abandono de la religión, a la laxitud de mis hábitos, qué sé yo.
Para él, la literatura terminaba en don Benito Pérez Galdós (igual que la música en Wagner) y cualquier producción escrita, como la cantada en el caso de los Beatles, podía contener cierta armonía pero nunca nada merecedor de excesiva atención. Un nieto dedicado a la escritura como actividad principal bien entrado el último tercio del siglo XX no podía ser muy serio. No es, por consiguiente, necesario explicar en qué consideración tenía él mi obra publicada: ligeramente por debajo de las gacetillas de un periódico de provincias sin duda. Eso sí, se sumó siempre a las celebraciones familiares en las que se festejaba la aparición de una de mis novelas, un premio (aunque Dios sabe que de ésos ha habido bien pocos), una buena crítica o un éxito de ventas. Yo le dedicaba puntualmente un ejemplar de la nueva obra que él, celebrando el hecho con cariñosa solemnidad, y tras leer en voz alta la dedicatoria, colocaba en su biblioteca sin haberlo abierto siquiera y allí se acababa la cosa. Sospecho que lo hacía más por mi madre (que ella sí se enorgullecía de mis escritos) que por atender mi vanidad o interesarse por el contenido del libro.
El despacho de mi abuelo era una gran habitación de la planta baja que daba sobre el frente de la casa, justo a la derecha del porche. Se accedía a él desde el gran vestíbulo; en el lado izquierdo de éste quedaba el espacioso salón cuyos ventanales estaban protegidos por el porche y, un poco más allá, se entraba en el comedor; de frente se llegaba a la cocina; y a la derecha, se accedía, primero, al despacho, y después a otra puerta que daba paso a un distribuidor desde el que se llegaba a las habitaciones de dormir.
Una gran ventana llenaba de luz el despacho del abuelo. Delante de ella y haciendo ángulo con una de las paredes, una mesa imperio, detrás de la cual había un sillón de trabajo, simulaba ser su lugar de estudio; en realidad, se sentaba rara vez en él. Siempre lo hacía en el butacón de cuero que tenía delante de la mesa y frente al gran mueble en el que estaba el tocadiscos Grundig. Todas las paredes estaban cubiertas de publicaciones de arte y de libros primorosamente encuadernados en cuero verde o rojo o azul, y a lo largo de toda la biblioteca unos armarios que iban desde el suelo al primer estante contenían la colección de discos del abuelo, perfectamente ordenada y catalogada. En el ángulo opuesto a la mesa de trabajo, un gran reloj de péndulo con caja de madera lacada en rojo y oro marcaba solemnemente las horas; todos los sábados, con puntualidad precisa, el abuelo tiraba de las pesas, ajustaba las manecillas y esperaba a que dieran las ocho de la tarde en las señales horarias de Radio Nacional; frecuentemente éstas coincidían con el carillón del reloj y entonces el abuelo sonreía triunfalmente.
Junto a la puerta de entrada al despacho también colgaba un barómetro inglés provisto de todo lo imaginable: higrómetro, medidor de presión atmosférica, termómetro y varias cosas más cuya utilidad se me escapaba. Lo único satisfactorio de aquella antigualla inglesa era que había sido regalo mío y que, por una vez, el abuelo al recibirlo me había mirado con aprobación. Su agradecimiento había sido genuino.
Estábamos sentados frente a frente, él en su butacón de cuero y yo en una butaquita de tela de algodón estampada en vivos colores. Habían pasado pocos días desde mi conversación íntima con África en el jardín del chalé de Las Rozas y yo había acudido nuevamente allá para despedirme antes de regresar a América por un tiempo que se me antojaba sería bastante largo: acababa de firmar un contrato para escribir un ensayo sobre lo que sería la España de finales de siglo sin Franco (si es que eso había de pasar alguna vez) y, francamente además, el ambiente madrileño se me había hecho asfixiante en los últimos tiempos. Huía, huía, una vez más.
Por encima de todo quería que el abuelo me aclarara una cosa en relación con el trato que había recibido África en su vida de familia porque me parecía imposible que las costumbres en España hubieran cambiado todo lo que habían cambiado en pocos años (incluso teniendo en cuenta que el dictador seguía con vida), mientras que las de los Anglés permanecían inalterables. Aquí, por inverosímil que pareciere, no pasaba nada: sólo primaba la honra de la familia por encima de la felicidad de cualquiera de sus miembros. «El buen nombre», como acababa de recordarme mi abuelo.
– Pero perdona, abuelo, ¿qué tiene que ver el buen nombre de la familia con el hecho de que un mal hombre le machacara la vida a la tía África?
– Así son las cosas, hijo. Esta España, esta sociedad, es muy complicada, muy retorcida y una sospecha cualquiera acaba hundiendo el prestigio, toda una vida de trabajo…
– ¿Y ella? ¿No tenía nada que decir, no tenía vela en el entierro? Era su vida, ¿no?, no la vuestra, la tuya o la de mamá. -Tuve cuidado de no emplear un tono belicoso.